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4
12 de diciembre de 2017
12 de diciembre de 2017
17 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Atención, nuevo engaño a la vista. Esta película no es ni por asomo nada de lo que su promoción pretende sugerir. La invocación de figuras casi sagradas como “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976) podría ser calificada directamente de blasfemia.
No es tanto un problema de planteamiento como de resolución. Con los ingredientes de esta historia es imposible no acordarse de “Taxi Driver”, o de “Drive” (Nicolas Winding Refn, 2011), o aun de “Leon” (Luc Besson, 1994), pero todo se queda en un parecido efímero y superficial.
Como “Drive”, comienza demasiado ceñuda y afectada, y uno espera que, llegado cierto punto de la trama, la cosa se anime. Da la impresión de que así era sobre el papel en el que se escribió el guion, pero nada de eso se transmite a la pantalla.
Es sobre todo una película lastrada por el tratamiento erróneo de la violencia. No es que yo quiera que los directores sean todos unos carniceros (que nadie se espante). La violencia fuera de plano puede ser un recurso muy eficaz, siempre y cuando sepamos trasladar la tensión al lado visible de la película (Haneke y Tarantino lo hacen muy bien, por ejemplo).
Aquí la directora parece esforzarse tanto en no mostrarnos la violencia que al final el empeño resulta impostado en vez de “artístico”. A veces recurre al fuera de plano, otras a elipsis abruptas, y otras a eufemismos técnicos como distorsionar la imagen o suprimir el sonido (o ambos a la vez). Insisto: si el referente pretendido es “Taxi Driver”, mejor haber optado por un tratamiento a los Scorsese, digo yo.
La pena es que podría haber sido un buen thriller, y acaba siendo una decepción por el hecho de querer abarcar más, de pretender no sé qué lectura filosófica o espiritual o lo que sea, que da igual porque sobra y satura y aburre.
Solo en la secuencia final parece revivir el espíritu de Travis Bickle, pero enseguida lo estropea con una coda innecesaria y producto, supongo, de sus anhelos líricos (que manía le está dando a todo el mundo con ser poeta cuando no toca).
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/
No es tanto un problema de planteamiento como de resolución. Con los ingredientes de esta historia es imposible no acordarse de “Taxi Driver”, o de “Drive” (Nicolas Winding Refn, 2011), o aun de “Leon” (Luc Besson, 1994), pero todo se queda en un parecido efímero y superficial.
Como “Drive”, comienza demasiado ceñuda y afectada, y uno espera que, llegado cierto punto de la trama, la cosa se anime. Da la impresión de que así era sobre el papel en el que se escribió el guion, pero nada de eso se transmite a la pantalla.
Es sobre todo una película lastrada por el tratamiento erróneo de la violencia. No es que yo quiera que los directores sean todos unos carniceros (que nadie se espante). La violencia fuera de plano puede ser un recurso muy eficaz, siempre y cuando sepamos trasladar la tensión al lado visible de la película (Haneke y Tarantino lo hacen muy bien, por ejemplo).
Aquí la directora parece esforzarse tanto en no mostrarnos la violencia que al final el empeño resulta impostado en vez de “artístico”. A veces recurre al fuera de plano, otras a elipsis abruptas, y otras a eufemismos técnicos como distorsionar la imagen o suprimir el sonido (o ambos a la vez). Insisto: si el referente pretendido es “Taxi Driver”, mejor haber optado por un tratamiento a los Scorsese, digo yo.
La pena es que podría haber sido un buen thriller, y acaba siendo una decepción por el hecho de querer abarcar más, de pretender no sé qué lectura filosófica o espiritual o lo que sea, que da igual porque sobra y satura y aburre.
Solo en la secuencia final parece revivir el espíritu de Travis Bickle, pero enseguida lo estropea con una coda innecesaria y producto, supongo, de sus anhelos líricos (que manía le está dando a todo el mundo con ser poeta cuando no toca).
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/

5.3
11,016
5
9 de enero de 2018
9 de enero de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
A Alexander Payne le perdono cualquier tropezón porque es el autor de algunas de las mejores películas que he visto en los últimos años (“Election”, “A propósito de Schmidt”, “Entre copas”, “Los descendientes”, “Nebraska”), pero no evita (o eso es precisamente lo que lo provoca) la decepción mayúscula que me he llevado con “Una vida a lo grande”.
El planteamiento es más que jugoso: la idea de que reducir el tamaño de los humanos es la única vía para evitar los problemas derivados de la superpoblación, el agotamiento de los recursos naturales y el descalabro crónico de la economía, apuntaba hacia una estimulante distopía. Esto, unido al demostrado talento del director para intercambiar registros con tanta eficacia como elegancia, te fija la sonrisa en el rostro al mismo tiempo que el trasero en la butaca.
Así que, de inicio, la cosa promete una interesante mezcla entre “El show de Truman” y “Los viajes de Guilliver”, pero a mitad de película la historia se convierte en una especie de fábula ecologista que abandona casi por completo el cariz irónico de los primeros minutos, y pasamos del zumo ácido a un mejunje mitad vegano, mitad empalagoso.
Y peor aún: en este último tramo, Payne parece olvidarse de que el tamaño es el concepto que introduce el tema de fondo, y que la dimensión de los personajes respecto a lo que les rodea va más allá, pues, del lucimiento de los efectos especiales. (Ojo, no estoy pidiendo una ristra interminable de chistes sobre el tamaño de las cosas; eso se lo dejamos a los guionistas de cine porno y a los monologuistas poco imaginativos.) No sé si es algo intencionado o un efecto secundario de la sala de montaje (que también parece afectar a la desconcertante intermitencia de algunos personajes secundarios), pero es sin duda otro factor más que acentúa el desequilibrio general que queda como regusto al acabar de ver la película.
En fin. Un mal día lo tiene cualquiera. Pese a todo —y en especial a la tentación del chiste fácil—, Alexander Payne sigue siendo grande.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
El planteamiento es más que jugoso: la idea de que reducir el tamaño de los humanos es la única vía para evitar los problemas derivados de la superpoblación, el agotamiento de los recursos naturales y el descalabro crónico de la economía, apuntaba hacia una estimulante distopía. Esto, unido al demostrado talento del director para intercambiar registros con tanta eficacia como elegancia, te fija la sonrisa en el rostro al mismo tiempo que el trasero en la butaca.
Así que, de inicio, la cosa promete una interesante mezcla entre “El show de Truman” y “Los viajes de Guilliver”, pero a mitad de película la historia se convierte en una especie de fábula ecologista que abandona casi por completo el cariz irónico de los primeros minutos, y pasamos del zumo ácido a un mejunje mitad vegano, mitad empalagoso.
Y peor aún: en este último tramo, Payne parece olvidarse de que el tamaño es el concepto que introduce el tema de fondo, y que la dimensión de los personajes respecto a lo que les rodea va más allá, pues, del lucimiento de los efectos especiales. (Ojo, no estoy pidiendo una ristra interminable de chistes sobre el tamaño de las cosas; eso se lo dejamos a los guionistas de cine porno y a los monologuistas poco imaginativos.) No sé si es algo intencionado o un efecto secundario de la sala de montaje (que también parece afectar a la desconcertante intermitencia de algunos personajes secundarios), pero es sin duda otro factor más que acentúa el desequilibrio general que queda como regusto al acabar de ver la película.
En fin. Un mal día lo tiene cualquiera. Pese a todo —y en especial a la tentación del chiste fácil—, Alexander Payne sigue siendo grande.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/

4.8
2,851
5
8 de enero de 2018
8 de enero de 2018
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En “Musa” no reconozco al mejor Balagueró, el cotidiano y doméstico, el de “REC”, “Mientras duermes” y el telefilme “Para entrar a vivir”. Y me resistía a reconocerlo, pero tal vez el mejor Balagueró es medio Balagueró, o sea, el que filma y firma a medias con Paco Plaza.
La película se basa en una novela de José Carlos Somoza que no he leído, “La dama número 13” (sí leí en su momento “Clara y la penumbra”, y me gustó mucho), pero en el guion adaptado de Balagueró y Navarro se percibe un aroma a danbrownismo que la sitúa más cerca de la fórmula rentable que de la originalidad creativa.
El misterio en este caso no proviene de supersticiones o lugares comunes del terror al uso, sino de una referencia culta (el mito de las siete musas), pero eso no garantiza nada, o incluso hace sospechar lo contrario, pues la historia del cine nos viene demostrando que las vidas de Andy Kauffman o Ed Wood pueden dar lugar a mejores películas que las de Napoleón o Jesucristo.
“Musa” adolece de algo que ya le ocurría a “Regresión”, la última película de Alejandro Amenábar, y es una sensación general de tibieza en una historia que pedía cocinarse a fuego más vivo. Además, y aunque hay momentos de innegable impacto visual, otras veces se advierte demasiada pulcritud cuando uno debería salir de una experiencia así emponzoñado hasta las trancas.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
La película se basa en una novela de José Carlos Somoza que no he leído, “La dama número 13” (sí leí en su momento “Clara y la penumbra”, y me gustó mucho), pero en el guion adaptado de Balagueró y Navarro se percibe un aroma a danbrownismo que la sitúa más cerca de la fórmula rentable que de la originalidad creativa.
El misterio en este caso no proviene de supersticiones o lugares comunes del terror al uso, sino de una referencia culta (el mito de las siete musas), pero eso no garantiza nada, o incluso hace sospechar lo contrario, pues la historia del cine nos viene demostrando que las vidas de Andy Kauffman o Ed Wood pueden dar lugar a mejores películas que las de Napoleón o Jesucristo.
“Musa” adolece de algo que ya le ocurría a “Regresión”, la última película de Alejandro Amenábar, y es una sensación general de tibieza en una historia que pedía cocinarse a fuego más vivo. Además, y aunque hay momentos de innegable impacto visual, otras veces se advierte demasiada pulcritud cuando uno debería salir de una experiencia así emponzoñado hasta las trancas.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/

6.7
20,468
7
29 de enero de 2018
29 de enero de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque nunca he visto sus éxitos televisivos El Ala Oeste de la Casa Blanca y The newsroom, tengo en buena estima a Aaron Sorkin por ser el guionista de películas como Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), Malicia (Harold Becker, 1993), La guerra de Charlie Wilson (Mike Nichols, 2007), Moneyball (Bennett Miller, 2011), Steve Jobs (Danny Boyle, 2015) y La red social (David Fincher, 2010). Su estilo, además, ha dejado visos de eso que se llama crear escuela, y se advierte su influencia en otros títulos muy notables como In the loop (Armando Iannucci, 2009) o El caso Sloane (John Madden, 2016).
Ahora debuta como director con Molly’s game, biografía de una niña que fracasó como futura campeona de esquí para consagrase como la Amancio Ortega del póker, por así decir. La buena noticia, creo yo, es que no hace falta haber jugado al póker, ni conocer sus reglas ni siquiera distinguir los palos de la baraja para entrar en la historia y dejarse llevar, no tanto por una intriga trepidante como por un vagón de la montaña rusa.
Pese a haber pasado a dirigir el cotarro, se nota que Sorkin es sobre todo un escritor. Para empezar, la película consigue un ritmo endiablado sin necesidad de acción: donde otros usan armas de fuego y persecuciones, él tira de frases lapidarias, contrarréplicas y forcejeos dialécticos.
Por otra parte, recurre a un montaje de aroma scorsesiano, a lo Casino o El lobo de Wall Street (obras con las que comparte ciertas semejanzas de tema y de espíritu), incluida la narradora en off de principio a fin.
También es aficionado Sorkin a colar la cita de turno, y es verdad que a veces encaja bien (“Churchill definía el éxito como el acto de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”), y otras chirría una pizca (las referencias mitológicas, los deberes literarios que el abogado interpretado por Idris Elba le encarga a su hija…).
Su mayor debilidad está quizá en la excesiva fidelidad al material original (no olvidemos que se basa en la autobiografía de la propia protagonista), ya que sorprende que esta Molly que es siempre la más hábil, la más inteligente y la más astuta, se marque “un Pantoja” (o un Infanta Cristina) cuando le nombran las conexiones de su negocio con la mafia rusa.
Por lo demás, un entretenimiento recomendable para quien disfrute de los buenos diálogos, con una Jessica Chastain formidable y un metraje que, aunque se suma a la moda actual de desafiar a la vejiga del espectador medio, pasa a toda velocidad sin tiempo apenas de mirar el reloj.
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/
Ahora debuta como director con Molly’s game, biografía de una niña que fracasó como futura campeona de esquí para consagrase como la Amancio Ortega del póker, por así decir. La buena noticia, creo yo, es que no hace falta haber jugado al póker, ni conocer sus reglas ni siquiera distinguir los palos de la baraja para entrar en la historia y dejarse llevar, no tanto por una intriga trepidante como por un vagón de la montaña rusa.
Pese a haber pasado a dirigir el cotarro, se nota que Sorkin es sobre todo un escritor. Para empezar, la película consigue un ritmo endiablado sin necesidad de acción: donde otros usan armas de fuego y persecuciones, él tira de frases lapidarias, contrarréplicas y forcejeos dialécticos.
Por otra parte, recurre a un montaje de aroma scorsesiano, a lo Casino o El lobo de Wall Street (obras con las que comparte ciertas semejanzas de tema y de espíritu), incluida la narradora en off de principio a fin.
También es aficionado Sorkin a colar la cita de turno, y es verdad que a veces encaja bien (“Churchill definía el éxito como el acto de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”), y otras chirría una pizca (las referencias mitológicas, los deberes literarios que el abogado interpretado por Idris Elba le encarga a su hija…).
Su mayor debilidad está quizá en la excesiva fidelidad al material original (no olvidemos que se basa en la autobiografía de la propia protagonista), ya que sorprende que esta Molly que es siempre la más hábil, la más inteligente y la más astuta, se marque “un Pantoja” (o un Infanta Cristina) cuando le nombran las conexiones de su negocio con la mafia rusa.
Por lo demás, un entretenimiento recomendable para quien disfrute de los buenos diálogos, con una Jessica Chastain formidable y un metraje que, aunque se suma a la moda actual de desafiar a la vejiga del espectador medio, pasa a toda velocidad sin tiempo apenas de mirar el reloj.
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/

6.5
7,857
8
21 de noviembre de 2017
21 de noviembre de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El productor de esta película, Judd Apatow, es uno de los nombres más reconocidos —y puede que una pizca sobrevalorados— de la comedia cinematográfica norteamericana en los últimos años. “La gran enfermedad del amor” se inspira en una historia real, pero tiene unos cuantos puntos en común —cómico monologuista, historia de amor, enfermedad repentina e insidiosa— con “Hazme reír” (2009), en mi opinión la mejor película de Apatow como director.
Kumail Nanjiani protagoniza y escribe (junto a su compañera de aventuras en la vida real) esta versión filmada de su propia experiencia personal: la ocurrencia de enamorarse de Emily, una chica blanca que no encaja con la mentalidad y los planes que su familia musulmana recalcitrante tiene previstos para su futuro.
La película avanza sin estridencias ni atropellos, dosificando con acierto las raciones de comedia (más en los diálogos que en las situaciones), de modo que cuando aparecen los episodios dramáticos los podamos enfrentar con la debida seriedad.
También posee en su estructura algo muy apatowiano (valga el neologismo, por una vez y sin que se convierta en vicio), aquello de que a media película la trama tome un desvío hasta casi transformarse en una historia diferente. Esto, por supuesto, no nos saca del todo de lo que habíamos estado viendo hasta entonces, si bien durante unos minutos podría temerse lo peor (oh, cielos, otra presunta comedia que me cuela el melodrama con calzador de púas y sin anestesia). No os quepa duda de que en manos de un sádico telefilmero al uso, esta historia habría sido carne de sobremesa dominical kleenex en ristre.
“La gran enfermedad del amor” es una comedia romántica, sin paliativos, pero con la virtud de proponer fórmulas que en algunos momentos se alejan de las acostumbradas, tanto en el atrevimiento de introducir el humor cuando el contexto parece pedir lo contrario como en la resolución de ciertos conflictos dramáticos que no por familiares deberían ser siempre previsibles.
Sencilla y amena, aunque más profunda que la mayor parte de lo que nos suele ofrecer este género tan trillado. Más allá de que la historia real sea de esas que calificaríamos “de película”, Showalter, Nanjiani y Gordon nos advierten entre líneas de algo que el cine romántico suele encubrir con edulcoradas falacias: que el amor no es una ciencia exacta y que estar enamorado no te hace siempre simpático o aceptable a ciertos ojos ajenos.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Kumail Nanjiani protagoniza y escribe (junto a su compañera de aventuras en la vida real) esta versión filmada de su propia experiencia personal: la ocurrencia de enamorarse de Emily, una chica blanca que no encaja con la mentalidad y los planes que su familia musulmana recalcitrante tiene previstos para su futuro.
La película avanza sin estridencias ni atropellos, dosificando con acierto las raciones de comedia (más en los diálogos que en las situaciones), de modo que cuando aparecen los episodios dramáticos los podamos enfrentar con la debida seriedad.
También posee en su estructura algo muy apatowiano (valga el neologismo, por una vez y sin que se convierta en vicio), aquello de que a media película la trama tome un desvío hasta casi transformarse en una historia diferente. Esto, por supuesto, no nos saca del todo de lo que habíamos estado viendo hasta entonces, si bien durante unos minutos podría temerse lo peor (oh, cielos, otra presunta comedia que me cuela el melodrama con calzador de púas y sin anestesia). No os quepa duda de que en manos de un sádico telefilmero al uso, esta historia habría sido carne de sobremesa dominical kleenex en ristre.
“La gran enfermedad del amor” es una comedia romántica, sin paliativos, pero con la virtud de proponer fórmulas que en algunos momentos se alejan de las acostumbradas, tanto en el atrevimiento de introducir el humor cuando el contexto parece pedir lo contrario como en la resolución de ciertos conflictos dramáticos que no por familiares deberían ser siempre previsibles.
Sencilla y amena, aunque más profunda que la mayor parte de lo que nos suele ofrecer este género tan trillado. Más allá de que la historia real sea de esas que calificaríamos “de película”, Showalter, Nanjiani y Gordon nos advierten entre líneas de algo que el cine romántico suele encubrir con edulcoradas falacias: que el amor no es una ciencia exacta y que estar enamorado no te hace siempre simpático o aceptable a ciertos ojos ajenos.
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