Haz click aquí para copiar la URL
Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
<< 1 30 34 35 36 37 >>
Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
17 de julio de 2019
9 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si no te gustan las películas de Sam Fuller, es que no te gusta el cine. O al menos no lo entiendes. Lo escribió en su día Martin Scorsese y no es difícil comprender por qué: la sombra de Fuller es alargada y poderosa, y no es extraño verla aparecer aquí y allí en las pelis de Scorsese y de muchos otros cineastas, de su misma generación y aun posteriores, sobre quienes ejerció una enorme influencia, no solo técnica sino también vital. Emocionaos y emocionaréis, vino a decirles Fuller, entre bocanada y bocanada de su inseparable habano. Nunca dejéis indiferente a nadie. Haced lo que creáis que tenéis que hacer. Disfrutad con vuestro trabajo. No hay término medio. Tomadme como soy o dejadme. Así era Fuller: el cine como pasión y pasión hecha cine.

No sé si “Underworld USA” es la mejor película de Fuller, pero es, sin duda, una de sus obras más redondas y uno de los ejemplos más representativos de su concepción del cine. Si cada escena rodada por Fuller, como dijo también en otra ocasión Scorsese, es como un puñetazo, los títulos de crédito son la campana inicial de un combate que en cuestión de segundos se convierte en una auténtica paliza, digna de “Toro salvaje”, una de las muchas pelis nacidas a su sombra. Arrinconado contra las cuerdas, el espectador asiste a la frenética narración de la trayectoria vital de Tolly Devlin mientras una lluvia de golpes cae sobre él: apenas ha pasado un minuto y le vemos robando, todavía adolescente; pasados cinco, en una escena memorable, le vemos contemplando el asesinato de su padre; a los diez, está entrando en prisión tras haber pasado antes por un orfanato y un reformatorio; al cuarto de hora, sin apenas resuello y con los ojos tumefactos y la nariz colgándonos de un hilo, le vemos junto al lecho de muerte de uno de los asesinos de su padre, arrancándole los nombres del resto de responsables del crimen.

Lo que viene después del primer asalto es la historia de una venganza en la que Fuller despliega todos y cada uno de sus inconfundibles rasgos estilísticos: su febril y fluido ritmo narrativo, su impresionante capacidad de síntesis y sugerencia, su brusco y a la vez sutil manejo de la cámara, su mirada desencantada e iracunda al submundo de una sociedad encantada de haberse conocido, en la que los delincuentes son ciudadanos respetables que nadan en piscinas de dólares, fruto de la corrupción, la brutalidad y el sufrimiento ajeno, mostrados por Fuller con cruda concisión y sin efectistas aspavientos. Hay mujeres golpeadas y niñas atropelladas y gángsters asados vivos, y hay, por encima de todo, un hombre poseído por una pasión sin la cual es incapaz de concebir la vida, que le impide corresponder a quienes le aman y solo encuentran en sus besos el sabor de la muerte y cuya consumación no puede sino mandarle de regreso a donde todo empezó: un callejón, una cicatriz y un chico furioso, encaramado a un coche fúnebre.

Una pasión tan poderosa, supongo, como el amor de Sam Fuller por el cine.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
3
14 de enero de 2012
9 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le ofrecieron un empleo como sexador de pollos, pero lo rechazó. Él, de eso estaba seguro, estaba destinado a más altos vuelos que los del culo de una gallina. Pudo haber sido bibliotecario, pero la simple idea de que su piel entrara en contacto con un libro multiplicó por dos su predisposición natural a la alopecia. Durante una breve temporada, llegó incluso a plantearse la posibilidad de dedicarse a traficar con sus propios órganos, hasta que descubrió, horrorizado, que una vez extirpados no volvían a crecer. ¿Inspector de estiércol, testador de castañuelas, revisor de fichas de tiovivo? No, no y no. De todos los oficios habido y por haber, de todas las formas, a cual más digna y respetable, de ganarse la vida que hay en el mundo, Nicolas Cage siempre tuvo claro que debía elegir la de actor. Con dos cojones (y una ayudita de su querido y oportuno tío).

Hay que decir, en descargo del amigo Nicolás, que resulta difícil pensar en nadie que hubiera salido airoso de semejante desbarajuste. Cuesta reconocer al autor de “En compañía de hombres” en este plano, tedioso y misógino psicothriller con truco final y salpicado de golpes de efecto a todo dolby surround en el que prácticamente todo resulta ridículo, aunque la palma se la lleven esos, ejem, terroríficos sueños y visiones de los que Cage se despierta acongojado y con un “mecagoenlaleche” en los labios. Glorioso de verdad.

Sólo después de verla he sabido que “Wicker man” era en realidad el “remake” de un pequeño clásico de culto del cine de terror de los 70 que admito no haber visto, aunque algunas de las críticas que he leído inviten vivamente a hacerlo. En honor a la verdad debo confesar, sin embargo, que pasé muchos minutos de la película convencido de estar ante la revisión de otro clásico, aunque al final fuera el equivocado.

Viendo el color y la textura apergaminada de la piel de Cage y esa monstruosa y nívea dentadura que a duras penas era capaz de arrastrar, viendo sus sonrisas bobaliconas y escuchando sus sagaces comentarios, de quien creía estar contemplando una recreación era de Hrundi V. Bakshi, aquel calamitoso y cenizo actor hindú, capaz de arruinar cualquier película con su mera presencia y que, como Cage en la isla de la Gran Diosa Madre, se colaba por error en la fiesta equivocada. Durante muchos minutos, esperé en vano ver a Cage corriendo tras uno de sus zapatos o jugando con los mandos de una piscina espumosa, algún bisoñé arrancado, inodoros desbordados. “Ahora”, me decía, “es cuando va y a Ellen Burstyn le aterriza un pollo en la cocorota”. Pero no. Ni camareros borrachos, ni elefantes pintarrajeados, ni monas francesitas en los huesos con una guitarra letal en la mano. Viendo el final de esta película, sin embargo, se me ocurre que no habría estado mal darle a Cage una corneta y que, como Bakshi, dedicara a la concurrencia un dolorido y lastimero solo que subrayara la trascendencia de un momento que, bien mirado, no deja de ser pura justicia poética.
Normelvis Bates
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
5
8 de septiembre de 2009
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Viajar en el tiempo, qué emocionante. No es extraño que Hollywood haya dedicado un buen puñado de pelis a hombres arrojados hacia una época que no es la suya que tienen la posibilidad de modificar el pasado, el futuro, su vida misma. Así, a bote pronto, se me ocurren la canónica “El tiempo en sus manos”, protagonizada por Rod Taylor (y su no desdeñable del todo remake con Guy Pearce), las entrañables “Los pasajeros del tiempo” y “El final de la cuenta atrás” o, cómo no, la más conocida de todas, “Regreso al futuro”. Más o menos competentes o cutres, todas ellas tenían en común el hecho de obviar los detalles puramente científicos de la historia y centrarse en las posibilidades dramáticas que ofrecen los viajes temporales: asistir al futuro apocalíptico de la humanidad, perseguir a Jack el Destripador por las calles de San Francisco, evitar el ataque a Pearl Harbour o, rizando el rizo, no impedir tu propio nacimiento.
Shane Carruth, por lo visto, decidió invertir los términos, dando mayor importancia a la credibilidad científica de la maquineja en cuestión y rebajando la carga dramática de sus efectos, contados con una asepsia y un desapego más propios de un hospital que de una sala de cine. Y en esa apuesta, tan interesante de entrada como arriesgada, creo que radica el mayor error de la película. Para empezar, al espectador se le hace difícil empatizar con los dos protas, dos supuestos cerebritos que se pasan la peli vestidos de comerciales mindundis y sosteniendo conversaciones crípticas y cargadas de sobreentendidos y que uno sospecha vacuas e insustanciales. Carruth debería saber que en cine la narración esquemática y tangencial de los hechos es muy atractiva y, bien usada, puede dar estupendos resultados, pero es un arma de doble filo: o se engancha al espectador o se le disuade de seguir. La historia de Carruth es demasiado discursiva y carece de tensión y su frialdad expositiva hace que el espectador no iniciado se sienta expulsado, al margen de lo que se le está contando, y acabe percibiendo lo inarticulado de una trama que avanza sin rumbo fijo. De modo que, tras concederle durante un rato el beneficio de la duda por el evidente talento de un director novel a la hora de encontrar planos y encuadres interesantes y por el pequeño milagro que supone una peli tan bien acabada con un presupuesto tan modesto, la historia empieza a hacerse primero pesada y después plomiza, el interés del espectador por lo que les pase a los cerebritos decrece y se agota y cuando llegan los créditos finales hace ya rato que le importan un bledo los mindundis, no se siente inquieto o sobrecogido, ni mucho menos, como he leído por ahí, que le hayan tenido "en vilo" o "hipnotizado". Y no le apetece (otra bobada) volver a verla para “apreciar los detalles que se le han pasado por alto”. Se siente como se sentiría un servidor tras degustar humo esferificado en El Bulli: hambriento y sin ganas de repetir. Un filete es un filete y un muermazo es un muermazo.
Normelvis Bates
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
8
30 de noviembre de 2009
10 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quién le iba a decir al jovenzuelo casi imberbe que no contaba para su primer largometraje más que con un algún compañero del cole, su propio y desvencijado coche, una ruinosa cabaña abandonada, algo de plastilina, unos tarros de mermelada de fresa y una suma hoy y entonces ridícula de dinero, que una peli que había empezado casi como una broma privada entre amigotes acabaría siendo considerada una de las mejores cintas de terror de la historia. Quién le iba a decir a ese tío que lo que algunos tildarían de mero engendro “gore” le abriría las puertas de la industria hollywoodiense, que acabaría dirigiendo millonarias superproducciones, sin duda mucho más lujosas y digeribles, sí, pero infinitamente menos ingeniosas e imaginativas. Quién le iba a decir, casi treinta años después, que esa seguiría siendo, sin duda, la mejor y más memorable de sus películas.

Lo que pasados tantos años sigue cautivando de “Posesión infernal” es su absoluta desfachatez, la desvergüenza con que asume, desde el primer minuto, su condición de película de género, apegada sin complejos a un modelo muy concreto y fácilmente reconocible: jóvenes más bien zoquetes e insensatos, casa en el bosque, presencia maligna, muertes en cadena. Nada nuevo bajo el sol. Y sin embargo, no es lo mismo. La diferencia entre esta y otras pelis parecidas estriba, en primer lugar, en el sardónico sentido del humor del que hace gala Raimi, que si bien por un lado da la impresión de reseguir los estereotipos ya citados, se dedica, por el otro, a ir minándolos mediante un sanísimo y apenas disimulado espíritu paródico, que recorre todo el metraje, desde las primeras escenas con la camioneta y los pescadores hasta el consabido susto final de toda peli de terror que se precie de su nombre.

Pero, por encima de todo, lo que hace que “Posesión infernal” mantenga intacta su frescura es su desbordante optimización de los recursos tan limitados de que dispone, que son, de hecho y paradójicamente, la clave misma de su efectividad. A falta de dinero, Raimi muestra una soltura sorprendente a la hora de planificar, resolver y engarzar escenas que, a un ritmo endiablado, crean y mantienen una atmósfera claustrofóbica y de terror en estado puro que no decae, pese al aire paródico ya mencionado, en toda la película. Y todo ello, partiendo de un sabio aprovechamiento de elementos de aplastante sencillez que, combinados con un dominio inusitado de la ubicación y el movimiento de cámara ( esos travellings correteantes) y un inteligente uso del sonido y la música, Raimi convierte en fuentes de espanto e inquietud. Baste como ejemplo la antológica llegada a la casa, ese desasosegante y lentísimo paseo del coche por un angosto sendero y entre unos amenazadores árboles que se ciernen sobre él, el crujido de los neumáticos, el enervante golpeteo del columpio contra la pared, el plano picado de esas llaves sobre la puerta y de la mano que las busca. Más sencillo, imposible. Más efectivo, tampoco.
Normelvis Bates
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
5
6 de noviembre de 2012
31 de 60 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué alivio, menudo descanso me ha quedado. Convencido como estaba de que nunca lograría saber los motivos de la guerra civil española, ni por qué acabó ganándola Franco ni cómo se lo montó Ese Hombre para gobernar durante casi cuatro décadas España sin que apenas nadie le chistara, y he aquí que esta película, cortesía del TDT Party, ha venido a abrirme por fin los ojos. Sí, mis descarriadillos amigos, tirad vuestros inútiles y tendenciosos estudios históricos, que aquí está la edificante historia de López, uno de esos héroes anónimos que restituyeron a una nación en ruinas el antiguo brillo de su esplendor imperial, para devolveros a la senda perdida de la españolidad.

López, se nos dice, quiere una nación unida, una justicia social y una patria libre. Tan alta nobleza de ideales no puede conducirle, claro, sino a la Falange. Con reparos, eso sí: al pobre no acaba de gustarle lo de arrojar octavillas a los rojos y salir por piernas de sus tiros. Por suerte, un par de estos tiros matan a uno de sus nobles y utópicos camaradas y toda duda queda disipada. Una ermita en llamas, por cierto, ayuda lo suyo. De modo que el bueno de López, en julio del 36, coge su fusil y corre a repartir paz, libertad y justicia social.

Y entonces es cuando queda claro que los republicanos no podrán ganar la guerra ni hartos de vino. Ni fusilar como Dios manda saben los tíos. Se apiñan en manadas de veinte, derrochando alegremente munición para apiolar a un tío con las manos metidas en los bolsillos. Son un hatajo de embrutecidos zopencos que se dejan engañar como pipiolillos. Se van tan panchos al monte y dejan a falangistas heridos en sus casas para que vayan conociendo bíblicamente a sus mujeres. ¿Cómo van a ganar la guerra? La pasta que se hubieran ahorrado Hitler y Mussolini de haberlo sabido. Lo raro es que aguantaran tres años.

Después de la guerra, al pobre López, lejos de descansar, se la acumula el trabajo. Ni echarse un ratito en el sofá puede el hombre. No sólo tiene un niño por año, sino que participa en manifestaciones contra la ONU (“Ellos tienen U.N.O., nosotros tenemos dos”), con la mayoría silenciosa cómodamente instalada en el cementerio, y, por si fuera poco, desmantela, casi solito, a una banda de maquis asturianos, liderados por un gañán con bigote de millonario mexicano, trajeado como un empresario del ladrillo, putero y juerguista. Mala gente, no hace falta decirlo: cuando se aburren, van y matan un cura. Ayuda, eso sí, que su servicio de información sea el de la Señorita Pepis, pero ni eso ni que López parezca un espía de chiste de Forges quitan un ápice de mérito a su noble y arriesgada tarea.

He aquí, en suma, la historia de un capullo. No es, sin embargo, una historia cualquiera. Capullos como López los hubo a puñados, a millones. Capullos callados y obedientes que nunca levantaron la mirada del suelo y que creyeron que la paz consistía en matar perros para que no hubiera rabia. Mis padres y mis abuelos, sin ir más lejos. Y los vuestros.
Normelvis Bates
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
<< 1 30 34 35 36 37 >>
Cancelar
Limpiar
Aplicar
  • Filters & Sorts
    You can change filter options and sorts from here
    arrow