Enmarcada dentro del hueco de la ciencia-ficción más accesible al espectador medio, “Hijos de los hombres” se presenta como una interesante propuesta de veintiún años por cumplir. Los que restan para llegar al 2027. Año, en el cual, se sitúa una acción supuestamente futurista.

Allí, el director mexicano Alfonso Cuarón, mueve con solvencia unos personajes contrarestados por la violencia engendrada en un Londres capitalizado por una inmigración masiva. Los ecos de una problemática más que actual, que quedan solapados por el transcurrir de una trama regresiva: la infertilidad de sus miembros. Si el personaje encarnado por Clive Owen se convierte, casi sin desearlo, en el eje de unos parámetros del desconocimiento absoluto de sus actos, el de la siempre espléndida Julianne Moore, es la parte de unos vértices abocados a una desaparición casi inmediata. Inminente como el nacimiento de una criatura salvadora de la especia humana.

Apocalíptica desde su inicio hasta su conclusión, “Hijos de los hombres” traspasa la frontera de lo falsamente común, para situarse en su tramo final en las aras de una guerra cruenta y salvaje. Ahí, en donde los índices de la emoción palpitan para dar cabida a una luz, tal vez, esperanzadora. Porque, Cuarón no esconde la virtud del dramatismo frente a la realidad. Una realidad sangrienta en si misma. La que nos guía en este film plagado virtudes. Sus pocos defectos navegan en los límites de lo enjaulado. Eso que se ve de perfil sin desarrollar.

Participe de una opulenta banda sonora por la cual suenan las versiones más inesperadas y brillantes, en su recta final los resuellos de los niños penetran en nuestras mentes hasta fundirnos en negro. El color de un futuro altamente dramático, pero intrínsicamente evocador como una propuesta más que sugerente. Necesaria. Tanto, que contrae las conciencias del que lo intuye.

La película Plácido me reafirma en la idea de que la Navidad demuestra que, ese sentimiento recluido que es la bondad, existe. Incluso, para aquellas personas incrédulas que piensan que, dichas fechas, son únicamente un simple objeto comercial. Tanto que, trabajar en la composición de un Belén durante semanas, es una labor que se antoja pasada de época. Porque, aunque Dios existe, sus ángeles son trabajadores condescendientes poseedores de firmes ideales, a veces, difíciles de descifrar. Sus palabras, sus gestos… su amor, no convencen a los que pasean delante de unas figuras repletas de vida. De una santidad tan sensata que, disfrutar de ellos, es lograr que ese pedazo de realidad te diga, que sí. Que la bondad buena existe en Navidad y, también, el resto del año. Es decir, esos meses en los que, si ves Plácido, Dios cree en ti, tanto o más, que tú en Él.

Conspiración de silencio, aunque lo parezca, es un buen día en la vida de Spencer Tracy, y para todo aquel que se acerque a Black Rock. Un pueblo sumergido en la nada de recuerdos sin cicatrizar. Así, apearse de un tren del futuro con escala en el pasado, da cabida a unos odios interraciales, en los cuales, nada está por demostrar. Porque uno jamás pone en duda si un hombre manco podrá o no, ganar la pelea con la fuerza bruta con nombre de Ernest Borgnine. O todavía mejor, a las miradas de censura de unos hombres criados por la maldad de los años de sus hechos. Hombres repletos de una valentía completamente vacía. Únicamente es el eslabón perdido en forma de una hermosa mujer, el que se encarga de dar sentido final a la barbarie de lo que fue ese pasado que se va dejando su negra huella impresa en todos. Hasta en un espectador escéptico a que le cuenten que todo fue verdad en aquella guerra. Una contienda disfrazada de presente sin posibles caretas a desenmascarar, ya que los habitantes de Black Rock no las necesitan. Ellos en sí ya son una mísera caricatura de si mismos. Tanto, que Conspiración de silencio es en realidad una extraordinaria película de ciencia ficción, en la cual, el juego del tiempo gana la doble partida: la narrada y la vivida. Es decir, la propia.

Tres hombres buenos tienen sed. El agua escasea y la tienen que racionar. El motivo de que decidan ir a un ritmo pausado. Será el sentido de la vida el que les mostrará el camino a seguir. Uno que, en su tramo final, les llenará de racionalidad. Esa cualidad por la que perseveran en su viaje sin una preocupación extrema. No importa que sea Navidad, ni que el final del trayecto sea una ciudad desconocida llamada Belén. Lo importante es que, ante la sed, Dios les provee de lluvia. La que almacenan en sus alforjas gracias a la fortaleza de su conocimiento. El de una amistad, y un fin, que les une. Ese por el que, aunque llueva, el agua del cielo es agua de un Dios que reparte entre aquellos que son justos. Esos por los que, ante la adversidad, abren un libro y, aunque no sepan leer, leen.

""De tal padre, tal hijo" no es que sea una película imprescindible, es una película obligatoria. De formación personal. Una joya como pocas. Figura, sin dudarlo, en el top uno, dos, tres de mis películas favoritas de la temporada del año pasado. Es tan buena que, durante dos horas, te cambia la vida. Te devuelve la fe en el ser humano. Y, eso, no tiene precio en los tiempos equívocos que nos ha tocado vivir. Si yo fuese padre, desconozco que diría de ella. Supongo que lo mismo porque traspasa la frontera de los sentimientos. De la sencillez narrada. De la vida de las sorpresas.

"De tal padre, tal hijo" es, sobre todo, una película H U M A N A.