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Críticas de Nacho Ambigú García
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Críticas 34
Críticas ordenadas por utilidad
9
1 de marzo de 2018
9 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 2001, tuvo que venir Guillermo del Toro, un director mexicano, para demostrarnos que se podían hacer películas sobre nuestra guerra civil sin repetir esa fórmula trillada de la que el público, con razón, se había hartado ya desde hacía tiempo. Primero fue “El espinazo del diablo”, y, cinco años después, repitió y mejoró la experiencia con “El laberinto del fauno”. Pocos directores saben moverse entre Hollywood y el resto del mundo con tanto desparpajo y ausencia de prejuicios como él.

En “La forma del agua”, Del Toro toma como referencia ese cine de ciencia ficción que hoy nos parece naif pero que en su época era fiel reflejo del clima político y los miedos ciudadanos: la guerra fría, la bomba nuclear, la conquista del espacio y la consecuente conjetura sobre la vida extraterrestre… Combinando dichos elementos, y aderezándolos con sus señas peculiares (sentido del humor tirando a negro, afinidad por los frikis y los seres marginados o rarunos), nos cuenta una historia que de entrada parece que nos hayan contado ya mil veces, empezando por La bella y la bestia, pasando por los monstruos de feria de Todd Browning, y terminando con los adefesios misántropos de Todd Solondz.

Sin embargo, donde autores como Solondz son crueles, retorcidos y en exceso amargos, Guillermo del Toro añade una pizca de luz y de eso que por desgracia estamos perdiendo en este mundo sobreinformado en el que los espectadores aspiran a ser el más experto (“yo ya lo he visto todo y ninguna película me sorprende”) o el más glotón (“me he descargado 53 temporadas de 77 series y me las he visto todas en un domingo”): hablo de esa capa de ingenuidad que se te viene encima cuando la sala de cine se queda a oscuras, de esa actitud expectante y generosa ante la obra de arte o de ficción, de esa predisposición a creerte la mentira que te van a contar porque vas a disfrutar de la evasión y no a cargarte de munición para presumir de ser el primero en ver algo, o el más original, o el más alternativo, o el más destroyer, o todo a la vez, que también.

“La forma del agua” mezcla lo bonito y lo feo, el cuento de hadas y el thriller, el lenguaje soez y el sexo sin remilgos (algo, por cierto, poco habitual en una película que aspira a pasar levitando por la alfombra roja de Hollywood en pocos días), y está poblada de humanidad en todos los sentidos, de lo mejor y también de lo peor de nuestra especie: un festival de pelos, escamas, sangre y agua que deslumbra en lo estético y conmueve en lo dramático.

Trabajo excelente de todos los actores, y aunque esta vez no hay cameo de Santiago Segura, se nota que Del Toro es amigo fiel, y se marca un guiño que los más iniciados en el torrrentismo sabrán apreciar.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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8
8 de septiembre de 2017
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los miedos que uno experimenta mientras ve una película no son siempre una proyección literal de los temores que se padecen en la realidad. Por lo que a mí respecta, ni brujas, ni vampiros, ni zombis, ni monstruos o criaturas oriundas de dimensiones o planetas ajenos me alteran ni mucho menos me quitan el sueño de una noche cualquiera, aunque un rato antes, en el cine, haya temblado en mi butaca como un flan en un vagón de tren.

Paco Plaza —por su cuenta, o en compañía de Jaume Balagueró— se ha especializado en acercar los mitos y tradiciones terroríficas de la ficción a un terreno doméstico, al tiempo que, casi paradójicamente, ha optado por dotar de una personalidad aterradora a sujetos y escenarios que uno siempre ha identificado con la rutinaria cotidianidad, y alejados, por tanto, de los arquetipos del género.

En “REC” era la escalera de vecinos, y en “REC3: Genesis” un bodorrio típicamente castizo (la segunda entrega me la salto como si fuera un falso recuerdo), por lo que parece lógico que el siguiente paso para ir más allá no fuera otro que extraer la materia prima de la propia realidad. La historia que cuenta “Verónica” se basa en el que es, según se dice, el único expediente policial de nuestro país en el que se alude de manera concreta a fenómenos paranormales o, como mínimo, imposibles de explicar usando la lógica racional.

Una sesión de güija perpetrada por tres adolescentes en un colegio de monjas de Vallecas es el punto de arranque, y en este aspecto no es que haya nada demasiado original (presencias fantasmagóricas, sustos, ruidos extraños, delirios oníricos aterradores, etc.); incluso diría que la película peca del innecesario cliché de la monja ciega —trasunto de la enana de “Poltergeist” (Tobe Hooper, 1982), para entendernos—, un personaje-pegote que parece tan forzado como los travestis de Almodóvar o los números musicales de las películas de los Hermanos Marx.

Dejando esta concesión a un lado, lo más atractivo de “Verónica” es el mérito de sacarle jugo al contexto —barrio obrero, gente corriente— para asustar de verdad, meter el canguelo en la cocina o debajo de la mesa camilla, usando además como base de esos terrores el desbarajuste familiar y social de la protagonista (lo que podría favorecer, en último término, la interpretación simbólica o directamente realista de los hechos).

Tampoco se olvida Plaza del humor negro —seña de identidad más que contrastada—, introducido sobre todo a través de unos personajes infantiles que están milagrosamente bien interpretados. Igual de bien funcionan los guiños a la época y los homenajes sutiles, como el que le brinda al pionero Chicho Ibáñez Serrador.

Mención de honor merece la música, con dos excéntricos pilares en su banda sonora: uno, la cancioncilla de un spot publicitario del limpiador Centella; y el otro, las canciones de Héroes del Silencio, que sirven para retratar a Verónica como la adolescente de los 90 que fue, y cuya lírica grandilocuente y esotérica liga a la perfección con lo que las imágenes nos van sugiriendo.

Si estáis hartos ya de casoplones en las afueras de Ohio o Kentucky, de guantes de béisbol sagrados y familias modelo incordiadas por demonios y niñas paliduchas con voz de cazallera, sabed que tenéis una alternativa para saciar vuestra sed de terror en un piso de protección oficial a un costado de la M-30, en un barrio humilde donde viven familias desestructuradas y los parroquianos burlan la crisis y el aburrimiento viendo al Rayo Vallecano en un bareto con olor a fritanga. El miedo no es clasista.
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Nacho Ambigú García
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9
5 de diciembre de 2017
9 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que te gustan y te apetece recomendar; hay otras que no recomendarías aunque a ti te apasionen; también las hay que no te dicen gran cosa pero sabes que podrían gustar a mucha gente, y están igualmente las que detestas sobre todo porque todo el mundo las adora. En fin, habría más posibilidades, claro, pero el caso es que “El autor” es en mi opinión una de las mejores películas que he visto este año, y sin embargo no sé si todos los espectadores la estarán recibiendo con el mismo entusiasmo.

A lo mejor es porque trata sobre algo por desgracia minoritario o acaso menos popular hoy que años atrás. Hablamos de la narrativa, de la ficción, del arte o la habilidad para contar historias, un tema que la emparenta con otras grandes películas recientes como “En la casa” (François Ozon, 2012), “Ruby Sparks” (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2012) y “El ciudadano ilustre” (Mariano Cohn y Gastón Duprat, 2016).

Pero tranquilos. Esta vez no va de escritores glamurosos o malditos que buscan la fama o la inmortalidad; el cine está lleno de clichés sobre el oficio literario que, aparte de embusteros en no pocas ocasiones, acostumbran igualmente a ser cargantes, afectados o excesivamente endogámicos.

Partiendo de una novela de Javier Cercas, Martín Cuenca construye una especie de cuento envenenado y retorcido sobre la envidia, la venganza, la manipulación y las ganas de ser alguien, representado en la figura de un personajillo impagable con el que Javier Gutiérrez se marca un (otro más) papelón antológico.

Un empleado de notaría corroído por la envidia de ver a su mujer convertida en una exitosa novelista decide demostrar que él también es capaz de escribir un best-seller. Su profesor de escritura creativa le aconseja hurgar en la cotidianidad para encontrar la materia prima ideal y dar con una de esas historias en las que el tópico afirma que la realidad supera a la ficción. Sin saberlo, sus vecinos se convertirán de repente en figurantes al servicio de su proyecto…

Aunque Gutiérrez se merienda la función hasta las migajas, justo es destacar también lo bien dibujados e interpretados que están los secundarios, donde tal vez solo una María León más encorsetada de lo normal no parece del todo cómoda.

Después de la sórdida y algo ensimismada “Caníbal”, Manuel Martín Cuenca sorprende con esta obra cáustica, intrigante y entretenida; cine que te hace pensar y pasártelo bien. Queremos más como esta, por favor.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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8
25 de octubre de 2017
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Presidir un país como Argentina tiene que ser un quilombo de tres pares de alfajores, pero Ricardo Darín se atreve con todo. En “La cordillera” lo veremos en medio de una conspiración política y bregar al mismo tiempo con un misterio familiar que puede salpicarle y llenarle de mierda hasta las cejas. Esta vez no hay lugar para el dulce de leche, porque todo es amargo como el mate.

Sin esforzarnos demasiado, se nos viene encima un alud de metáforas alpinas que describen lo que Santiago Mitre nos quiere contar en su película.
Con un impresionante paisaje de fondo —los andes chilenos—, se celebra una cumbre de presidentes latinonamericanos, que viviremos y sufriremos a través de Hernán Blanco (sí, blanco, como la nieve), una especie de Obama argentino, el hombre común, la esperanza blanca (sí, otra vez el blanco simbólico), el político que aparentemente no ha sido infectado aún por los males que aquejan a sus homólogos y que, precisamente por ello, acude a este evento con la etiqueta del elemento más débil, la cima menos alta de este macizo montañoso donde el Everest es el presidente de Brasil y el volcán a punto de erupcionar el de México.

El Mal existe. Eso le confiesa el mandatario argentino a una periodista española desplazada a la cumbre, y no tardaremos en verificar cuánta razón tiene. Para ello, el guion apuesta por un juego a medio camino entre el prestidigitador y el trilero, donde a veces nos muestra el truco y a veces solo el resultado, dependiendo de si la trama discurre por entresijos profesionales o familiares.

De la trama política nos enseña lo que de normal no vemos, lo que hablan los políticos en la intimidad, en una barra de hotel cubata en ristre o en un despacho donde las paredes son sordas; aquello que comparten o porfían cuando no se pavonean en público y despliegan el arte de la retórica hueca. De la trama personal, por el contrario, solo vemos sus avances y consecuencias a través del lado público de Darín, de su rostro y sus gestos, de las escenas que comparte con su hija, y del batiburrillo resultante en la mollera de esta tras someterse a una sesión de hipnosis.
Le falta una vueltecita para ser redonda, pero aun así es una película interesante e inquietante que, una vez más, reafirma algo que ya sabíamos: que lo que no se ve da más miedo que lo que está a la vista.
Más información en: http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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4
12 de diciembre de 2017
17 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Atención, nuevo engaño a la vista. Esta película no es ni por asomo nada de lo que su promoción pretende sugerir. La invocación de figuras casi sagradas como “Taxi Driver” (Martin Scorsese, 1976) podría ser calificada directamente de blasfemia.

No es tanto un problema de planteamiento como de resolución. Con los ingredientes de esta historia es imposible no acordarse de “Taxi Driver”, o de “Drive” (Nicolas Winding Refn, 2011), o aun de “Leon” (Luc Besson, 1994), pero todo se queda en un parecido efímero y superficial.

Como “Drive”, comienza demasiado ceñuda y afectada, y uno espera que, llegado cierto punto de la trama, la cosa se anime. Da la impresión de que así era sobre el papel en el que se escribió el guion, pero nada de eso se transmite a la pantalla.

Es sobre todo una película lastrada por el tratamiento erróneo de la violencia. No es que yo quiera que los directores sean todos unos carniceros (que nadie se espante). La violencia fuera de plano puede ser un recurso muy eficaz, siempre y cuando sepamos trasladar la tensión al lado visible de la película (Haneke y Tarantino lo hacen muy bien, por ejemplo).

Aquí la directora parece esforzarse tanto en no mostrarnos la violencia que al final el empeño resulta impostado en vez de “artístico”. A veces recurre al fuera de plano, otras a elipsis abruptas, y otras a eufemismos técnicos como distorsionar la imagen o suprimir el sonido (o ambos a la vez). Insisto: si el referente pretendido es “Taxi Driver”, mejor haber optado por un tratamiento a los Scorsese, digo yo.

La pena es que podría haber sido un buen thriller, y acaba siendo una decepción por el hecho de querer abarcar más, de pretender no sé qué lectura filosófica o espiritual o lo que sea, que da igual porque sobra y satura y aburre.

Solo en la secuencia final parece revivir el espíritu de Travis Bickle, pero enseguida lo estropea con una coda innecesaria y producto, supongo, de sus anhelos líricos (que manía le está dando a todo el mundo con ser poeta cuando no toca).
Más información en ambigugarcia.blogspot.com.es/
Nacho Ambigú García
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