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Críticas 95
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
5 de abril de 2014
11 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Perseguir fantasmas resultaba normal en la filmografía de Cotten, pero que los fantasmas tengan la apariencia de Jeniffer Jones solo parece tener cabida en la calenturienta cabeza de Selznick. Lo primero que evoca la película es la sensación paramnésica de recordar esta historia porque en ella están Edmond Rostand, Hichtcock, Stefan Zweigh, Miklós Laszlo…y Shakespeare y cien melodramas en los que las cartas han dado más juego que los naipes, todo ello aderezado por Dieterle. El alemán Dieterle venía de los escenarios expresionistas, algo que se advierte en la decoración teatral excesiva que si bien confiere una atmósfera insinuadora de la realidad equívoca y mentirosa que envuelve a los personajes, no alcanza el efectismo visual y etéreo de, por ejemplo, los difuminados exteriores en el Central Park de “Jennie” (1948). La cinta, adivinada desde el principio, funciona airosa mientras juega entre la ingenuidad y el misterio del encuentro entre sendos protagonista pero flaquea cuando se desliza hacia los devaneos con el “noir” donde ni fílmica ni argumentalmente encaja. Además de entretenida, la película prueba que J.J. tenía registros más allá del padrinazgo de su omnipotente mentor.
9 de abril de 2022
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Historia contada como libelo cinematográfico a mayor gloria del mensaje panfletario para lo que se desacreditan personajes y acontecimientos recurriendo a la distorsión burda y rehuyendo el rigor que requeriría un asunto tan sensible.

A partir de un planteamientos de tintes foucaultianos sobre el institucionalismo, el hospital de la Pieté-Salpêtrière es presentado como una cámara de los horrores agitada por un “maddoctor” superchero, exhibicionista y lascivo que tolera y auspicia toda clase de iniquidades, desde la connivencia con el maltrato disciplinario y el abuso sexual ejercido por el personal sanitario a la desconsideración más explotadora e indigna sobre una cohorte de inocentes enajenadas: el doctor Charcot.

Jean Martin Charcot fue un eminente neurólogo, pionero de esta disciplina y acreedor de la primera catedra de Neurología de la historia, fundó el primer laboratorio de patología que incorporaba métodos adelantados como la microscopia y la fotografía. Solo en este ámbito sus investigaciones abordan enfermedades neurológicas, como la esclerosis múltiple, la esclerosis lateral amiotrófica, la neuropatía motora y sensitiva hereditaria, la ataxia motora, la enfermedad de Parkinson, el síndrome de Gilles de la Tourette, la Enfermedad de Charcot-Marie Tooth, la epilepsia, la afasia y la agnosia visuales.

Este es el principal y extraordinario aporte del francés al mundo de la salud. Únicamente en una posterior y breve etapa se dedicó a la psiquiatría, periodo, sin embargo, más aireado quizá por el reclamo que supone la frugal visita de Freud al psiquiátrico parisino (y que sirvió al psicoanalista para reinterpretar el origen de la histeria) así como el desfile de personalidades como Daudet, Mirabeau, Huysmans, Zola, Maupassant, Sara Bernhardt o Jane Avril (esta última como paciente) quienes contaron su experiencia sorprendente o crítica con el lugar, del que desde luego no podemos ignorar su tétrica condición decimonónica de manicomio-reformatorio-prisión.
En cualquier caso, los síntomas histéricos cuestionados en el film son hoy recogidos en el DSM-V (Trastornos de conversión) como déficits neurológicos que se presentan de manera involuntaria que afectan a las funciones sensomotoras, aproximación bastante cercana a la que Charcot postuló.

Desde luego, no parece que la Salpêtrière fuese un remanso bucólico y probablemente Charcot no se cateterizara por la delicadeza. A propósito, una semblanza de su adustez puede verse en el más fidedigno film “Augustine” (2012). ¡Estamos en el siglo XIX”! No descontextualicemos, porque justamente eso es lo que practica la nueva pedagogía -ya instalada en el cine- que al interpretar con juicios del siglo XXI los hechos pretéritos no esconde ignorancia, que tan bien en algunos casos, sino la decisión de deconstruir para reinventar según interpretaciones interesadas y oportunistas. ¡Estamos en el siglo XIX! Recordemos que aún diez años después de los acontecimientos narrados en la película la gente huía despavorida cuando un tren aparecía en la pantalla en trávelin frontal.

El lastre de esta perspectiva se resiente en un guion atascado en la reiteración del mismo mensaje a base de momentos que buscan lo efectista pero a los que sin embargo les falta vitalidad. Y también credibilidad, si la ciencia ha sido una añagaza del patriarcado para la dominación ¿cómo entonces se ha producido el progreso científico del que además se ha beneficiado la mujer? ¿Por qué un desvarío irracional como el espiritismo es presentado como una virtud mientras que el fenómeno histérico es concebido como una patraña estigmatizadora en manos del poder masculino?

De acuerdo, el cine no tiene militancia, el militante es el que empuña la cámara, pero es bueno para los cinéfilos, incluidos los filmaffiniteros, que el cine fuera inventado por los Lumière, de haberlo hecho Mélanie Laurent seguramente hubiese terminado en la Salpêtrière.
Pasable.
13 de febrero de 2015
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los cánones, bien definidos, del film noir americano opacaron los “negros” de otras filmografías como el polar francés o el negro británico poseedores de un sello peculiar y una calidad innegable. En el último caso, el género posee tanto una atmosfera de intriga como un calado en la psicología de los personajes del que quizás carecen su homólogo americano; The Interrupted Journey (1949), It Always Rains on Sunday (1947), The long memory (1953) son ejemplos preclaros a los que se une esta poco conocida y excelente Nowhere to go (1958) codirigida por Seth Holt, autor poco prolífico y que más tarde con la Hammer se decantaría por los derroteros del suspense con un par de obras señeras como Taste of fear (1961 y, sobre todo, The Nanny (1965). Modélico guión que ensambla tiempo, ritmo y peripecia desde un inicio de intrepidez y solidaridad entre hampones que paulatinamente se va deslizando a lo largo del film hasta descarrilar en una huida extenuante y agónica plagada de errores y traiciones. La semblanza de los personajes es paralela a esta trama de descenso y perdición lo que se traduce en un pulso narrativo vigoroso digno de Huston o Kubrick (atención a ese final vacuno, que no equino, evocador de la Jungla del asfalto). Rodaje de largos planos y largos silencios, donde la que habla y cuenta es la cámara, y con una iluminación fría y de claroscuro, la película pergeña y adelanta un estilo que cundiría una década más tarde (Melville, Pakula, Yates). Aludamos a la memorable actuación de Bessie Love, aunque los honores se los llevara una jovenzuela Maggie Smith.
26 de septiembre de 2022
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Infamada por inmoral, desaparecida, recuperada y restituida, Private Property es fuertemente deudora de su tiempo, de esa frontera (supongo que todas las décadas la tienen) que representa 1960; frontera psicológica, social, cultural y tan cinematográfica que para algunos supone el fiel que decanta el cine clásico del cine moderno. Ahí están Psicosis, Al final de la escapada, La aventura o La dolce vita postulando que las secuelas del cine de estudio, de star-system, de la fábrica de sueños se habían acabado y empezaba el cine verité.

Formalmente, Private Property se apunta a esta corriente, tanto en el formato (Leslie Stevens era un director básicamente televisivo) como en temática (las fisuras en el American dream) para lo cual Stevens crea y recrea el decorado de ese sueño en su propia casa, con su propia esposa (Kate Manx), con epicentro alegórico en esa piscina transformada en espacio simbólico de lo pasional, en el que van a converger las envidias, las frustraciones, los fingimientos y la violencia.

Estructuralmente es un película lineal que participa del estilo intergéneros hasta el punto de que el espectador es llevado por sucesivas temáticas. Con un arranque de trotamundos americanos de ecos que van de Steinbeck a la subcultura beatnik y que transmuta luego a matices inquietantes a lo Hitch-hiker (1953) para recalar en ese subgénero que podríamos llamar “del intruso amable” que bien podrían encarnar títulos que van desde Beware, my lovely (1952) hasta Fanny games (1997), pasando por El Sirviente (1963), asunto tan rico como fructífero en el cine del asedio.

Esta sucesión, muy dinámica, se remansa a la mitad del metraje en un conflicto con tintes de triangulo polanskiano, donde la ofuscación y el confinamiento de los personajes producen cierto estatismo y algo de sensación teatral. En este clima dramático se acusa una sobrerrepresentación de los actores por una excesiva caracterización de los personajes, en particular, algo patética en el caso de Corey Allen en su empeño (imposible) de emular a Brando y las virtudes del Método.

Chocante en su tiempo, la frecuentación de un argumento hoy desactualizado resta interés al conjunto de la obra que se deja ver como curiosidad de ese tiempo de cambio al que aludimos al principio. A propósito, en 2022 se ha rodado con el mismo título una versión infumable que desvirtúa por completo el sentido de la original.
Aprovechable.
31 de octubre de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay un cine de puertos, de muelles, de brumas y playas del que el film noir americano y francés han contado historias memorables. Esta, sin embargo transcurre en el marismeño estuario del Támesis, donde allá por 1952 Robert Hamer filma esta perla desapercibida del negro británico. De Hamer, uno de los artesanos de la mítica Ealing, recordamos, sobre todo, la flemática y caústica "Ocho sentencias de muerte" (1949) y yo añadiría la cuasi-noir "Siempre llueve en domingo" (1947), y aunque su carrera fue tan breve como una vida malograda por el alcohol, baste esta cinta para dar prueba de su habilidad fílmica en un relato que marca una primera parte con los cánones del cine negro para luego realizar una finta que, trascendiendo el género, convierte la historia en un drama de perdedores y perdidos retratados en un paisaje de desolación portuaria y espiritual que evoca el realismo poético. El resentimiento del protagonista, frío y vengativo, lo empuja hacia un viaje justiciero en el que el descubrimiento de la miseria moral de los culpables y de la virtud de los agraviados lo reconducirá a una redención que recuerda a los personajes dostoyevskianos. Interesante modulación del cine negro con una destacable fotografía de Harry Waxman y la presencia del excelente y casi olvidado John Mills.
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