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Críticas 52
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
10
9 de mayo de 2012
33 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
A finales de los ochenta y principios de los noventa, la caída del muro de Berlín, la desaparición de la URSS y el incipiente proceso globalizador permitieron al neoliberalismo desplegarse a sus anchas sin ningún tipo de contrapeso. Con un título tan premonitorio como “Get a life” (Búscate la vida) es evidente que los creadores de esta emblemática y visionaria serie ya intuían la sociedad de disparate que se nos venía encima.

Un magnífico Chris Elliott en estado de gracia se convierte en el alma de la serie dando vida, con carismático magnetismo -entre adorable y repulsivo-, a un Chris Peterson infantil, ingenuo, crédulo, inmaduro y egoísta, que será una y otra vez víctima de todo tipo de engaños, abusos y timos. Inmune al desaliento y perfeccionando su estupidez a grados superlativos, se convierte ante nuestros ojos en el nuevo superhombre del siglo XXI, desarrollando en cada capítulo una nueva memez con la que enfrentarse a la realidad. Y es que, precisamente, la evolución de los acontecimientos desde el estreno de la serie la han engrandecido todavía más –si ello fuese posible. La desregulación del capital y su descontrol han terminado por crear una realidad social en donde miles de jóvenes en la treintena viven con sus padres, con un futuro desolador de precariedad e inestabilidad por delante se “buscan la vida” como pueden. Chris Peterson nos puede parecer todo lo estúpido que queramos, pero lo tiene claro, para él la verdadera estupidez es ser cómplice y madurar en esa realidad.

Todos los capítulos son extraordinarios y constituyen una obra maestra del surrealismo y lo absurdo, no tienen ni un sólo segundo de desperdicio y nos dejan toda una colección de deliciosas reflexiones. Con cada nuevo visionado la serie sigue mejorando y nos divierte todavía más. La veneración que genera la ha llevado a ser una de las grandes entre las series de culto.
22 de diciembre de 2011
29 de 30 usuarios han encontrado esta crítica útil
No debió ser fácil abordar este esplendido melodrama de estructura folletinesca. La casualidad y las argucias del destino son necesarias para armar la historia, y eso siempre requiere la ingrata tarea de desmontar el escepticismo del espectador. La veteranía de Mervyn LeRoy, que consiguió con esta película su única nominación al Oscar como director, no sólo consigue llevar la obra a buen puerto, sino que, sorteando los obstáculos, hace que disfrutemos de la travesía.

Como si de un breve relato inspirado en Sísifo se tratara, un hombre se ve condenado a la tragedia de perder su pasado dos veces.

Un militar, impecable Ronald Colman, sumido en la incertidumbre, indefenso y desvalido, apenas logra mantener la cordura. La fortuna pone en su camino a Paula, una delicada Geer Garson, que lo acoge con solidaria protección. Es el inicio de una nueva vida plena de felicidad y amor. La brusca irrupción del pasado obligará a Paula a luchar por ese amor hasta la extenuación.

El desarrollo de esta historia de ausencias de recuerdos, de presentes sin pasado, es conmovedor y logra alcanzarnos con su encanto. La ternura y calidez de los personajes contribuye a ello. Es emocionante asistir al nacimiento de esa vida en común y compartir la ilusión de sus esperanzas. La belleza idílica del emplazamiento acaba por cautivarnos a nosotros también. A partir de ahí el sentimiento ya se ha impuesto a la lógica, y con una efectividad contenida la narración de los hechos penetra en el espectador hasta afectarle, sin caer por ello en la sensiblería.

El final eleva la categoría de la película para convertirla en un referente del cine romántico. Cuando escuchamos por primera vez "hay un estanco allí en la esquina", todo se vuelve sublime. Desarmados y rendidos, seguimos los acontecimientos con el ánimo encogido. Conscientes ya del triunfo, no nos basta, queremos paladear cada detalle con la pausa necesaria, hasta encontrarnos junto a Paula, esperando a que Charles abra una puerta y se disipe para él la niebla, y ella pueda por fin decir su nombre: Smithy.
27 de febrero de 2012
29 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cine negro de serie B, bajo presupuesto, actores semidesconocidos y argumento enrevesado; y a pesar de ello, ésta es una película para el recuerdo gracias a una realización entusiasta, pero sobre todo, a la ingenuidad casi delirante que recorre la película de principio a fin y que la dota de una singularidad especial.

Comisarías con pasillos vacíos, kilométricos; clientas recostadas en plan seductor con la secretaria/novia al lado; permiso explícito de ésta para flirtear lo que haga falta; miraditas de chicas (acompañadas o no) con las que se va cruzando el protagonista; médicos de vodevil sin el menor tacto psicológico, venenos luminosos… y sin embargo la película mantiene el tipo, milagrosamente no cae en la parodia ni en el ridículo, e incluso nos deja algunas secuencias memorables, gotas de gran cine en ese océano de incongruencias, y es que solo por ese plano secuencia del protagonista corriendo desesperado por las calles en medio de la multitud merece la pena ver esta película… y recordarla.
5 de noviembre de 2011
28 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno llega a esta serie cautivado por el personaje de Sherlock Holmes, después de haber visto decenas de adaptaciones con más o menos fortuna, y la satisfacción es doble: por un lado descubrimos una serie memorable, con una cierta textura teatral que le sienta como un guante al deductivo universo holmesiano, hecha con mimo artesano, lo que pone de manifiesto, una vez más en el caso de los británicos, lo secundario que puede llegar a ser el presupuesto cuando lo que sobra es profesionalidad y creatividad. Por otro lado nos encontramos, y aquí reside la verdadera sorpresa, a Jeremy Brett que se deja hasta su último aliento en el personaje, dicho en el sentido más literal y trágico. Imposible referirse, no ya a la serie en sí, sino a Sherlock Holmes, sin mentar a Brett cuando se ha disfrutado de su interpretación.

Son inolvidables los momentos en que Brett -que más que actuar parece estar en trance- se dispone a escuchar la narración sobre un nuevo misterio, cómo, con excitación y parsimonia a la vez, se acomoda en el sillón orejero, cómo cruza las piernas y apoya suavemente el mentón sobre las puntas de los dedos con las manos en oración y los ojos cerrados, privando la mente de cualquier estímulo innecesario, y se sumerge en el relato; todo ello contemplado por un sufrido y resignado Dr. Watson, al que da vida un excelente David Burke.

Con Jeremy Brett me pasa lo mismo que con John Thaw en Inspector Morse o Peter Falk en Colombo: sus interpretaciones pasan a ser el principal interés. Los casos, lo que sucede a su alrededor, se quedan en un segundo plano, sin desmerecer por ello la calidad de sus respectivas series, pero lo que realmente fascina es verlos poseídos por sus personajes.

Ya fallecidos los tres, solo resta agradecerles su legado.
20 de octubre de 2011
40 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay dos libros con los que siempre estaré en deuda: “Eugenia Grandet” de Honoré de Balzac y “La hojarasca” de García Márquez; me atraparon, me sacudieron y, hasta leerlos de un tirón, no pude soltarlos; con ellos descubrí que leer era algo más que evadirse, era algo serio, algo intangible que llenaba, que transformaba: la literatura con mayúsculas. Con “EL HOMBRE TRANQUILO”, ocurrió lo mismo. La vi por casualidad, casi sin pestañear, y descubrí una nueva forma de sentir el cine. Lo inexplicable es que John Wayne no era, ni de lejos, uno de mis actores favoritos; el director, por aquel entonces, me era indiferente; incluso el género de la comedia romántica me producía cierto rechazo, pero, por encima de cualquier obstáculo, la película se grabó en mi memoria. Cuando años más tarde vi el documental “INNISFREE” de Guerín, fui consciente de la trascendencia de la película, de que mi particular idilio era un hecho compartido.

Lo que es indudable es que la película es muy intuitiva, traspasa lo racional, se asienta en lo sensorial y funciona emocionalmente. Ford logra articular una historia coral que fluye con facilidad pasmosa, una cadencia rítmica rara vez vista en el cine, una armonía casi de fantasía que parece invertir la interpretación, más que actores dando vida a unos personajes, parecen poseídos por el espíritu de una comunidad intemporal e irreal, como si Ford hubiese logrado el milagro de captar, más que la Irlanda de sus antepasados, la Irlanda idealizada: un compendio de los tópicos añorados, de tradiciones seculares, de tabernas con canciones, whisky y peleas, de orgullo y tozudez. A todo ese encanto contribuye el paisaje del condado de Galway (lugar natal del padre de Ford), llanuras y praderas barridas por el viento, magníficamente fotografiado.

Pasados los años, muchas de las películas que nos dejan huella, mejoran, otras, las menos, se resienten; “EL HOMBRE TRANQUILO”, se mantiene inmutable, pétrea, un tótem melancólico que nos devuelve siempre la vieja sensación del primer visionado.

Es innegable que el argumento se asienta sobre la base de una sociedad patriarcal, hoy abiertamente cuestionada. En las contradicciones que encierra reside parte del misterio de la película, y curiosamente la engrandece. A modo de excusa, un tanto banal, diré que también las pirámides de Egipto se hicieron para la mayor gloria de un solo hombre, sobre la sangre de miles… y aún así me resultan… “¡Homéricas!”
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