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Críticas 42
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
30 de mayo de 2010
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta entrañable comedia dirigida por Philippe De Broca en 1966 es ante todo una deliciosa parábola sobre el absurdo de la guerra, que reinvindica con espíritu quijotesco "una sabia locura antes que una tonta cordura".
Como un mago, en la que sin duda es su mejor película, este director francés injustamente relegado en el olvido, despliega una fantástica galería de personajes extravagantes, tan poéticos como inolvidables.

El hilo de la historia está situado a fines de 1918, en un pueblecito del norte de Francia. Con las fuerzas aliadas avanzando, un batallón alemán recibe la orden de retirarse pero no sin antes dejar sembrados terribles explosivos coordinados a un mecanismo de relojería. Las fuerzas aliadas, previendo este tipo de despedida de los perdedores, envían a un especialista, el británico Plumpick, para que encuentre la bomba y la desactive.
El protagonista (interpretado por Alan Bates) llega a la ciudad que fue abandonada no sólo por los alemanes sino por sus propios habitantes que sospechan la inminencia del desastre. Pero la desolación no es absoluta. Un puñado de pacientes del manicomio del pueblo, deambula con alegría y espíritu libertario por las calles desiertas y dan la bienvenida al soldado británico, nombrándolo con el título de Rey de Corazones.
Pendiente de alcanzar su objetivo sin despertar el pánico, Plumpick jugará a contrarreloj el doble rol como rey de los locos y desactivador de bombas, buscando la que los alemanes han dejado escondida y que puede estallar en cualquier momento.
Mientras crece el peligro, se acrecienta también la afinidad con sus encantadores huéspedes entre los cuales se encuentra la exquisita Coquelicot (Genevieve Bujold) de la que se enamora. Una película impregnada de poesía en todas las imágenes que tengan que ver con los locos; y de suspenso, en las anécdotas de guerra. Los dos mundos se entrecruzan en el corazón del protagonista, que deberá optar por uno.
Es una película que puede verse infinitas veces, nada más que para dejarse envolver en la frescura poética de su pura magia que no ha logrado desgastar el tiempo.
11 de septiembre de 2012
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas de boxeadores cuentan con títulos clásicos y grandes directores, desde King Vidor hasta Scorsese con su “Toro Salvaje”, donde se impone un héroe popular y una épica fuerte. En el cine y en la literatura nacional contamos con “Gatica, el Mono”, de Leonardo Favio y con nobles relatos de Julio Cortázar o Abelardo Castillo e incluso con la canción de León Gieco “Cachito, Campeón de Corrientes”, pero no es el caso de “La pelea de mi vida” que está más cerca del melodrama televisivo y efectista que de los relatos con intenso sustrato social vinculados a un imaginario de la clase obrera y la cultura popular.
El argumento ronda en torno a Alex (Mariano Martínez), un boxeador argentino aún joven y fuerte pero que supo de tiempos mejores. Al iniciarse la película lo encontramos autoexiliado en Colombia, sobreviviendo con combates arreglados de antemano por la mafia de las apuestas. Pero un día se niega a perder y eso sumado a que es un donjuán perseguido por guardaespaldas de un marido engañado, decide regresar al país luego de diez años. Así se reencuentra con su antiguo entrenador (Emilio Dissi) y amigos del gimnasio (entre ellos Mariano Argento, la revelación de “El hombre de al lado”).
Al retomar los vínculos con su pasado, el protagonista se entera de que ha sido padre durante su ausencia, que su novia abandonada falleció y su hijo biológico -que ya tiene ocho años- ha sido adoptado por su máximo rival en las cuerdas y en la vida.
La historia tiene ingredientes que hubieran podido conformar un buen melodrama deportivo pero el guion cae en la superficialidad y esquematismos tan previsibles que lo hacen ser apenas un pasatiempo con público cautivo por la popularidad de los actores y una temática atrayente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El filme no aporta novedades y menos alguna búsqueda que justifique su formato cinematográfico. A nivel actoral, poco hay para el lucimiento de veteranos como Emilio Disi y Mauricio Dayub bastante desperdiciados, así como de Mariano Argento que se limita a breves bocadillos sin comicidad. Los mejores momentos en cuanto a sonrisas giran en torno del protagonista infantil, el pequeño actor Alejandro Porro, que interpreta a Juani, el niño que deberá elegir entre un padre del corazón y un padre biológico.
Mariano Martínez y Federico Amador lucen una buena preparación para el rol de boxeadores pero están lejos del prototipo marginal del que suelen surgir los héroes del boxeo.
La película tiene su porción emotiva (la relación del niño con sus dos padres), su parte de romance (el personaje de Lali Espósito) y de acción (las peleas, siempre bien filmadas). Además del protagonista infantil, se destaca Federico Amador que no ocupa un lugar destacado en los afiches ni en los créditos. En cuanto a comicidad, es buena Lecouna como madrastra antipática y frívola.
El problema de “La pelea de mi vida” es que no existe el menor intento de trascender sus lugares comunes, trabajando sobre los estereotipos para reelaborarlos y potenciarlos. Solamente se limita a transitarlos con pobres recursos. Apenas cierto profesionalismo técnico, aunque el uso del 3D no se justifica demasiado. Resulta molesta mucha publicidad encubierta: desde algunas marcas y productos, hasta la promoción turística de lugares del Tigre como Puerto de Frutos. En el “debe” de la película también figuran una banda sonora artificiosa que se imposta cuando no es necesaria y una tendencia a las resoluciones inmediatas, que terminan de condimentar un plato insulso y sin épica más allá de las puntuales escenas sobre el ring.
30 de julio de 2010
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aclaremos de entrada que ésta es una película donde hay que dividir aguas entre las intenciones (lo que se pretende y/o declara) versus el resultado y sus efectos. El filme tiene como personaje central a Julián (Diego Mesaglio), un joven hipercrítico y escéptico, que ha tomado una decisión drástica: suicidarse. Mediante su voz en off se van conociendo los pensamientos que lo llevan a esa decisión, al estilo de los personajes románticos extremos (pero sin su misma pasión), que en la literatura han descollado con Dostoievski (o para encontrar un ejemplo mucho más cercano, con nuestro argentinísimo Roberto Arlt). Este antihéroe negativo quiere, antes de concretar su autodestrucción, darle una cuota de sentido a lo que le queda de vida y se fija un plazo. En una semana, renuncia a un trabajo bien remunerado, deja a su bella novia sin mayores explicaciones, visita a su familia y a sus mejores amigos. Paradójicamente, busca confirmar “la ausencia de Dios” en las iglesias donde conoce a un sacerdote progre, al que le confía incertidumbres existenciales y una
determinación magnicida: eliminar al ex dictador Videla.
Como en el “sindrome de Eróstrato” (el ignoto pastorcito que incendió el templo de Artemisa para adquirir la notoriedad que su existencia no tenía), el protagonista de esta ópera prima del joven realizador Nicolás Capelli, apuesta a dejar un “legado” a la posteridad.
El plano-detalle de un reloj despertador indicará las distintas jornadas no exentas de pesadillas, en el confortable departamento del joven, decorado como la vivienda de un artista. Julián elabora una estrategia escalonada para alcanzar su objetivo: comprará un arma por Internet; hará inteligencia en la casa donde vive Videla y avistará una mucama que no se saca los guantes ni cuando va a la verdulería.

Más allá de la historia sin cerrar de este particular justiciero, la película intenta dejar claro el mensaje de que “el dolor no da derechos”, en una frase que aparece dicha por Estela de Carlotto, referente ético para los integrantes de una generación que en muchos casos engendró simbólicamente a sus predecesores.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Este film apunta a un público joven, desde su música (ver ficha técnica), su protagonista central y su estética de videoclip con chispazos documentales. La cuota de oficio actoral la aportan las breves actuaciones de Juan Leyrado como cura y María Fiorentino, como madre del improvisado magnicida. La falta de convicción en el personaje conductor es su mayor defecto pero ¿es dable esperar otra cosa si en vez de un casting de actores vocacionales de trayectoria seria se buscan carilindos formados en espectáculos televisivos como “Chiquititas”, “Rebelde way” o “Casi ángeles”? (Emilia Attias y Mesaglio provienen de esa cantera).
En el medio de los devaneos de la trama, hay una especie de power-point y tomas documentales de marchas que refieren a lo sucedido durante el período del golpe militar del 24 de marzo de 1976.
La cámara está siempre a la búsqueda de alguna composición estética propia de los filmes publicitarios. Incluso en la toma inicial, la más desagradable, que transcurre en un ambiente sórdido y represivo, la fotografía busca incluir algún juego de composición de líneas geométricas. Esto es también evidente en la despedida de Julián y sus amigos. Allí es manifiesta la pretensión formal de imitar en un plano secuencia, la universal pintura de la última cena, tan de moda a partir de la masividad del Codigo Da Vinci. Pero ni las actuaciones ni los diálogos -más bien monólogos- comunican profundidad y la atención termina desplazándose con rumbo incierto.
Un rotundo problema del guionista y director es la elección de la voz en off para contar el grueso de su historia, sumado a que el audio no es muy legible sobre los diálogos, aunque
no ocurre lo mismo con la omnipresente banda sonora que trata de suplir la poca fuerza de las palabras.
Pese a su prometedor título, “Matar a Videla” no alcanza el desarrollo adecuado para sus pretenciosas ideas que no logran salir de la superficialidad más convencional.
14 de abril de 2014
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre el registro documental y un realismo que se vuelve expresionista, con alteraciones y visiones oníricas, la película abarca un extenso fragmento temporal de la historia argentina, desde los años cincuenta y sus cambios industriales posteriores, hasta las medidas económicas en épocas de plata dulce.

El film sigue el periplo emocional y material de Tito (o Cabeza, como le dicen sus amigos) desde su infancia pobre y violenta, en el Tucumán de los años cincuenta, hasta que el protagonista se vuelve un próspero comerciante por vías nonc santas. Lo seguimos por el trabajo en el infierno de los ingenios procesadores de la caña de azúcar, hasta una promiscua pensión en Buenos Aires, donde duerme con los zapatos puestos por miedo a que se los roben. Progresivamente se vuelve un obsesivo del trabajo: empieza limpiando baños, sigue vendiendo alfajores al menudeo, hasta que alcanza un mediano bienestar que tampoco le alcanza: como una sed abrasadora, su ambición crece junto con ilícitas asociaciones más complejas. El periblo continúa entre metáforas obvias, lugares comunes, escenas improvisadas y otras construidas con rigurosidad y maestría.

Desbordada, desigual, cambiante, pasional, contundente son la andanada de adjetivos que podrían atribuirse a esta película atípica y arbitraria.
Luciano Cáceres asume el enorme esfuerzo del protagonismo y su personaje es convincente pero no conmovedor, algo que sí logra el debutante Santino Gallo, cuando lo encarna en los años infantiles.La moraleja de que el patito feo en el fondo es un cisne y se transformó en un mostruo por las circunstancias no alcanza para justificar al triunfador tramposo, al que le cabe un remate discepoliano a su medida “Somos la mueca de lo que soñamos ser”.

El film es una especie de culebrón histórico, con personajes que entran y salen. Al respecto, resultan muy efectivos y profesionales el desempeño de Luis Luque, Lito Cruz, Favio Posca, Paloma Contreras, Pompeyo Audivert y Leticia Bredici como esa mujer florero, vistosa pero inútil, totalmente manipulable por la enfermiza personalidad del protagónico.
Incluso con sus desaciertos, la sinceridad y convicción con la que está construida hacen de “Gato negro” una película similar a su protagonista, con la misma ambición narrativa operando en el desarrollo de la historia que siempre pelea con su propia omnipotencia.
8 de febrero de 2012
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Escrita, dirigida y protagonizada por George Clooney, la película pone su eje en las intrigas que pululan desde el centro de una campaña electoral para alcanzar la presidencia en EE.UU.; aunque queda muy claro que las resonancias son universales y atemporales. Precisamente, el título original alude a los Idus de Marzo de la antigua Roma, que a partir del asesinato de Julio César se convirtieron en una emblemática alusión a las traiciones en política para llegar al objetivo.

Con intensidad vertiginosa, se cuenta una historia figurada, situada en un tiempo presente con elementos clásicos y conocidos pero suficientes como para desnudar el rostro miserable del camino hacia el poder, siendo imposible no relacionar la trama con la más candente actualidad.

La película expone la hiperactiva trama de asesores en torno a dos candidatos presidenciales antagónicos: uno demócrata, Morris (interpretado por Clooney) y otro por el partido republicano.

Resulta interesante, aunque en todo momento se manejen nombres ficticios, el hecho de que los brillantes discursos, las apariciones televisivas del gobernador que encarna Clooney, recuerdan sobremanera a la campaña del actual presidente norteamericano.

El film expone una descripción realista de debilidades vergonzantes, aunque sin apelar al maniqueísmo entre víctimas o verdugos. Todo es negro y parejo, con humor ausente, aunque el film destila una de sus derivaciones más sombrías: el cinismo irónico.

La película tiene una perspectiva crítica, satírica y despiadada pero el modo en que tanto demócratas como republicanos son expuestos en todas sus debilidades y bajezas evita cualquier enfoque interesadamente partidista. Como pocas, la película no deja un solo personaje con el que tener empatía ni compasión: es cínicamente nihilista. Cada conversación, cada silencio, cada gesto, componen un mundo falso, otros rostros debajo de las máscaras.

Con sus puntos de giro y sus tres actos, la narración es totalmente clásica y muy ágil, prefiriendo las elipsis en honor a la brevedad antes que detalles. Tiene un cuidado tratamiento cromático que acentúa las sombras y acerca la película a la estética del policial duro.

Aunque el film no posee la capacidad de denuncia que se presupone para un actor comprometido con varias causas políticas y humanitarias como Clooney, igualmente adquiere la estatura de una fábula moral sostenida con la solidez de las actuaciones con secuencias de un carácter narrativo brutal, en las que no se dice ni una sola palabra: pequeñas escenas que engrandecen la trama.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El argumento incluye una línea melodramática a través del personaje interpretado por Evan Rachel Wood, algo confuso y sin la hondura necesaria para su incidencia, determinante en el desarrollo de los hechos.

Clooney se encuentra entre los actuales realizadores más respetados de Hollywood y tal vez por eso se espera aún más profundidad, particularmente en la revelación principal, quedando la película algo fría y corta como crítica política, lo que no le resta interés ni filo a una mirada muy vigente sobre los oscuros caminos que conducen al poder
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