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Críticas ordenadas por utilidad
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5.8
7,197
2
9 de enero de 2019
9 de enero de 2019
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un viejo debate de la crítica es aquel que discute sobre si se debe valorar una película en función de su adecuación a una serie de apriorismos que sus autores asumen, es decir, en lenguaje llano, si consigue lo que pretende. Es este un debate extraordinariamente falaz, en primer lugar porque es imposible saber qué pretenden los autores de un filme. En segundo lugar, porque esa pretensión también podría y debería ser sometida a crítica.
Viene esto al caso de La sombra de la ley, el nuevo artificio pirotécnico del aparato espectacular de la máquina de fagocitar subvenciones públicas, las televisiones españolas haciendo cine. En esta película, Dani de la Torre despliega todo su potencial de imitación de los prestigiosos blockbusters histórico-políticos de Hollywood, y en ese sentido, como imitación, no imita mal del todo. En efecto, los mismos planos enfáticos en rostros de actores muy concentrados en actuar, la misma parafernalia de producción excesiva fagocitando los planos, similares movimientos mareantes de cámara puramente gratuitos, una música ahogando cada segundo de vacío que pudiera quedar entre tanto hartazgo…, lo de siempre, solvencia tecnológica al servicio del vacío estético.
Por supuesto, no es un problema de género, y mucho menos de la cansina oposición de cine de género contra cine de autor. Uno puede aproximarse a espectáculos genéricos, incluso cargados con la misma intención sistémica y los mismos problemas ideológicos contenidos en La sombra de la ley, y encontrar un profundo sentido de lo estético dentro de su intento de funcionar como espectáculo. Pero la distancia entre cualquier ejemplo de James Gray, digamos We Own the Night (La noche es nuestra, 2007), y lo que nos ofrece Dani de la Torre es demasiada.
¿Qué hace, entonces, Dani de la Torre? Pues algo muy simple. Se trata de tomar unos hechos históricos genéricos, expurgar de ellos cualquier tipo de contenido incómodo, adaptarlos a temas de moda de la época y, sobre esa base, desarrollar una historia de amor a golpe de thriller político. Dirá el lector: ¿Otra vez? Pues sí, otra vez, Dani de la Torre vuelve a intentar la misma historia de siempre para regocijo de los mismos de siempre, mientras le pega un tiro al recuerdo del anarcosindicalismo catalán, seguramente, el movimiento más digno y avanzado de la historia social de la época contemporánea.
Reducidos los hechos a la anécdota perfectamente manejable, en los términos de cualquier serial de sobremesa, de la Torre procede a extender durante más de dos horas una historia que no da para más. Comparar esto con la magnífica contención narrativa y la capacidad de evocación de las elipsis de ese otro filme que se puede ver en estos momentos en las mismas salas, Cold War (2018), es ver con claridad la distancia entre el cine profundo y el espectáculo más banal y superficial.
Pero al menos, visualmente, será un filme impresionante y técnicamente estará muy bien resuelto, puede intentar pensar como última opción el lector más optimista. Pero el problema es que no. Dani de la Torre pone en marcha toda la serie de movimientos de cámara que aprendió en la escuela de cine, pero olvidó justificar su uso y vincularlos con algo más que sus ganas de mover la cámara. Por supuesto, tira también de toda la capacidad de hacer grandes enfoques en profundidad y no olvida los trucos de posproducción, pero elabora imágenes vacías de sentido y de contenido, intercambiables, sin función narrativa ni expresiva.
El gran problema es que La sombra de la ley no cumple ni como entretenimiento ni como espectáculo. Es más, ya puestos, este crítico no entiende por qué, como espectáculo y como entretenimiento, no es infinitamente más destacable cualquier partido del Liverpool con su grandiosa máquina de divertirnos a todos: Salah, Mané, Firmino. Y Shaqiri, claro, Shaqiri.
Viene esto al caso de La sombra de la ley, el nuevo artificio pirotécnico del aparato espectacular de la máquina de fagocitar subvenciones públicas, las televisiones españolas haciendo cine. En esta película, Dani de la Torre despliega todo su potencial de imitación de los prestigiosos blockbusters histórico-políticos de Hollywood, y en ese sentido, como imitación, no imita mal del todo. En efecto, los mismos planos enfáticos en rostros de actores muy concentrados en actuar, la misma parafernalia de producción excesiva fagocitando los planos, similares movimientos mareantes de cámara puramente gratuitos, una música ahogando cada segundo de vacío que pudiera quedar entre tanto hartazgo…, lo de siempre, solvencia tecnológica al servicio del vacío estético.
Por supuesto, no es un problema de género, y mucho menos de la cansina oposición de cine de género contra cine de autor. Uno puede aproximarse a espectáculos genéricos, incluso cargados con la misma intención sistémica y los mismos problemas ideológicos contenidos en La sombra de la ley, y encontrar un profundo sentido de lo estético dentro de su intento de funcionar como espectáculo. Pero la distancia entre cualquier ejemplo de James Gray, digamos We Own the Night (La noche es nuestra, 2007), y lo que nos ofrece Dani de la Torre es demasiada.
¿Qué hace, entonces, Dani de la Torre? Pues algo muy simple. Se trata de tomar unos hechos históricos genéricos, expurgar de ellos cualquier tipo de contenido incómodo, adaptarlos a temas de moda de la época y, sobre esa base, desarrollar una historia de amor a golpe de thriller político. Dirá el lector: ¿Otra vez? Pues sí, otra vez, Dani de la Torre vuelve a intentar la misma historia de siempre para regocijo de los mismos de siempre, mientras le pega un tiro al recuerdo del anarcosindicalismo catalán, seguramente, el movimiento más digno y avanzado de la historia social de la época contemporánea.
Reducidos los hechos a la anécdota perfectamente manejable, en los términos de cualquier serial de sobremesa, de la Torre procede a extender durante más de dos horas una historia que no da para más. Comparar esto con la magnífica contención narrativa y la capacidad de evocación de las elipsis de ese otro filme que se puede ver en estos momentos en las mismas salas, Cold War (2018), es ver con claridad la distancia entre el cine profundo y el espectáculo más banal y superficial.
Pero al menos, visualmente, será un filme impresionante y técnicamente estará muy bien resuelto, puede intentar pensar como última opción el lector más optimista. Pero el problema es que no. Dani de la Torre pone en marcha toda la serie de movimientos de cámara que aprendió en la escuela de cine, pero olvidó justificar su uso y vincularlos con algo más que sus ganas de mover la cámara. Por supuesto, tira también de toda la capacidad de hacer grandes enfoques en profundidad y no olvida los trucos de posproducción, pero elabora imágenes vacías de sentido y de contenido, intercambiables, sin función narrativa ni expresiva.
El gran problema es que La sombra de la ley no cumple ni como entretenimiento ni como espectáculo. Es más, ya puestos, este crítico no entiende por qué, como espectáculo y como entretenimiento, no es infinitamente más destacable cualquier partido del Liverpool con su grandiosa máquina de divertirnos a todos: Salah, Mané, Firmino. Y Shaqiri, claro, Shaqiri.

6.7
11,002
3
28 de agosto de 2013
28 de agosto de 2013
10 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi primer visionado de este filme tuvo lugar en la época de Tierra, hace más de quince años, antes del éxito de Los amantes del círculo polar y del descalabro creativo irrecuperable que inició en Lucia y el sexo. Recientemente he vuelto a verla y me ha reafirmado en una idea: Medem siempre ha estado vivo para importar antes que nadie ciertos referentes cinematográficos (reducidos a clichés para el público mayoritario) y esta importación solo puede sorprender en un espacio tercermundista como España.
Sorprende ver referencias a Lynch o Trier, referencias que las ha habido siempre sobre este filme y que no hacen sino desviar el foco de toda aproximación crítica. Si introducimos a Medem en línea con el mundo sofisticadamente sórdido y densamente psicoanalítico de Lynch solo es posible valorarlo desde su separación, que se percibe como superación, puesto que no tienen nada que ver, y se acabará alabando a Medem en comparación con su "maestro", valorándolo desde la superación de su modelo, desde la distancia que supuestamente marca con este.
Pero la realidad es otra. En La ardilla roja, Medem se dedica a captar varios clichés de Carax y Assayas, autores que en 1993 no había visto nadie en España, salvo Los amantes del Pont Neuf, y dentro de una narración tipicamente española de la época (un guión de actualidad con un par de giros para parecer modernos), y dentro de un concepto visual entre el costumbrismo rancio que tanto daño ha hecho y la exuberancia postmoderna de Carax (pero todo aplanado, todo digerible a la primera), Medem inserta la deriva de unos personajes sin anclajes, perfectamente postmodernos y perfectamente extraídos de los primeros filmes de Assayas.
Pero Medem no es Carax, y toda la vitalidad visual y toda la transgresión discursiva del francés se convierten aquí en un videoclip continuado y algún intento de transgresión perfectamente adecuado a la mentalidad clerical del espectador español pero que ni ofende ni da risa. Medem tampoco es Assayas, y la densidad vital y reflexiva de los guiones del francés, y su perfecta dirección de actores, se convierten aquí en un guión pésimo, sin sentido que transmitir sobre la realidad, con unos diálogos que demuestran una y otra vez por que muchas veces el silencio es el mejor recurso y unos actores malos, mal dirigidos y que actúan mal, como parte de una telenovela infumable mientras piensan en poner cara de expresar mucho y en no apartarse una línea de un guión en el que su autor confía como obra de arte.
En general, filme malo, malo y ridículo, y no extraña que Medem no insistiese en esta línea, pero que señala con claridad cual es el lugar de Medem en la cinematografía de las últimas décadas: el margen de la copia estrictamente contemporánea, el de la burla sobre un espectador considerado más idiota que uno mismo y, sobre todo, el del olvido de esas obras híbridas, hechas para impresionar a todo el mundo, y no conseguirlo con casi nadie, por supuesto.
Sorprende ver referencias a Lynch o Trier, referencias que las ha habido siempre sobre este filme y que no hacen sino desviar el foco de toda aproximación crítica. Si introducimos a Medem en línea con el mundo sofisticadamente sórdido y densamente psicoanalítico de Lynch solo es posible valorarlo desde su separación, que se percibe como superación, puesto que no tienen nada que ver, y se acabará alabando a Medem en comparación con su "maestro", valorándolo desde la superación de su modelo, desde la distancia que supuestamente marca con este.
Pero la realidad es otra. En La ardilla roja, Medem se dedica a captar varios clichés de Carax y Assayas, autores que en 1993 no había visto nadie en España, salvo Los amantes del Pont Neuf, y dentro de una narración tipicamente española de la época (un guión de actualidad con un par de giros para parecer modernos), y dentro de un concepto visual entre el costumbrismo rancio que tanto daño ha hecho y la exuberancia postmoderna de Carax (pero todo aplanado, todo digerible a la primera), Medem inserta la deriva de unos personajes sin anclajes, perfectamente postmodernos y perfectamente extraídos de los primeros filmes de Assayas.
Pero Medem no es Carax, y toda la vitalidad visual y toda la transgresión discursiva del francés se convierten aquí en un videoclip continuado y algún intento de transgresión perfectamente adecuado a la mentalidad clerical del espectador español pero que ni ofende ni da risa. Medem tampoco es Assayas, y la densidad vital y reflexiva de los guiones del francés, y su perfecta dirección de actores, se convierten aquí en un guión pésimo, sin sentido que transmitir sobre la realidad, con unos diálogos que demuestran una y otra vez por que muchas veces el silencio es el mejor recurso y unos actores malos, mal dirigidos y que actúan mal, como parte de una telenovela infumable mientras piensan en poner cara de expresar mucho y en no apartarse una línea de un guión en el que su autor confía como obra de arte.
En general, filme malo, malo y ridículo, y no extraña que Medem no insistiese en esta línea, pero que señala con claridad cual es el lugar de Medem en la cinematografía de las últimas décadas: el margen de la copia estrictamente contemporánea, el de la burla sobre un espectador considerado más idiota que uno mismo y, sobre todo, el del olvido de esas obras híbridas, hechas para impresionar a todo el mundo, y no conseguirlo con casi nadie, por supuesto.

5.4
18,158
8
29 de febrero de 2016
29 de febrero de 2016
6 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
... y por fin alguien lo dice.
Esa es la gran idea que hay detrás de la última obra de los Coen, y en realidad también la medida de casi todo su valor. Ave César! es una crítica despiadada, todo lo frontal que permite el nuevo Hollywood, tan censor y castrante como el viejo, a aquel Hollywood reaccionario, falsario, infame. De ahí la forma elegida, la sátira y el pastiche, pero no nos dejemos engañar, Ave César es una película política, muy política, necesaria y actual.
Los Coen no solo evidencian lo que todos sabemos y pocos se atreven a decir, que el cine clásico de Hollywood es un cine de una calidad ínfima, desde las tonterías bailadas de Vincente Minelli a los westerns de John Ford y sus actores que "casi no saben hablar", también evidencia con claridad que es un cine ideologicamente reaccionario, éticamente castrante, moralmente inmundo. Además visibilizan a la perfección cual es su lugar en un sistema de dominación más amplio y hacen ver la importancia de las representaciones falsarias de la realidad, o la aberrante dictadura moral de los melodramas, a la hora de conformar una visión del mundo.
Esta película dice eso y lo dice bien, no va a cambiar el mundo, es más, no va a cambiar nada, pero ayudará a ir cambiando el gusto, y el gusto es una cualidad social, no lo olvidemos.
Esa es la gran idea que hay detrás de la última obra de los Coen, y en realidad también la medida de casi todo su valor. Ave César! es una crítica despiadada, todo lo frontal que permite el nuevo Hollywood, tan censor y castrante como el viejo, a aquel Hollywood reaccionario, falsario, infame. De ahí la forma elegida, la sátira y el pastiche, pero no nos dejemos engañar, Ave César es una película política, muy política, necesaria y actual.
Los Coen no solo evidencian lo que todos sabemos y pocos se atreven a decir, que el cine clásico de Hollywood es un cine de una calidad ínfima, desde las tonterías bailadas de Vincente Minelli a los westerns de John Ford y sus actores que "casi no saben hablar", también evidencia con claridad que es un cine ideologicamente reaccionario, éticamente castrante, moralmente inmundo. Además visibilizan a la perfección cual es su lugar en un sistema de dominación más amplio y hacen ver la importancia de las representaciones falsarias de la realidad, o la aberrante dictadura moral de los melodramas, a la hora de conformar una visión del mundo.
Esta película dice eso y lo dice bien, no va a cambiar el mundo, es más, no va a cambiar nada, pero ayudará a ir cambiando el gusto, y el gusto es una cualidad social, no lo olvidemos.

5.8
984
9
3 de octubre de 2013
3 de octubre de 2013
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
... al griterío melodramático y llorón se lo confunde con la sensibilidad.
Efectivamente, eso es lo que ha pasado con la obra maestra de David Gordon Green, el que fue junto con Kelly Reichardt la gran promesa del independiente americano en el cambio de siglo, y que a diferencia de la Reichardt terminó con hundirse en la basura comercial de Hollywood.
Y no lo parecía. No lo parecía, porque después de tres grandes filmes, alguno excelente como Undertow, el amigo David nos ofrece esta perfecta muestra de cine inteligente, respetuoso, sensible, y justo a continuación aparece con Pineaple express. Bueno, esa fue su tumba, pero hubo vida antes de la muerte.
Sí, hubo Snow angels, una película tranquila, desarrollada a su ritmo, que casualmente es el de la vida, sin exageraciones melodramáticas, al contrario, con una mesura realista y profundamente antimelodramática que es el mismo inicio de la expresión de una sensibilidad y de un humanismo de gran alcance.
Y ese es el gran mérito de Snow Angels, desarrollar una historia en un ambiente cerrado con una profundidad casi inalcanzable en Hollywood, con un respeto por sus personajes y sus espectadores que es imposible de encontrar en el cine comercial, y bajo una forma de tal sutileza y sencillez (y al mismo tiempo, tan expresiva y dotada de una sensibilidad muy fina) que la sitúa a años luz del amaneramiento y el aspaviento del cine-espectáculo y que, en realidad, no hace sino señalar toda una línea del independiente americano de estos años, con ejemplos tan notables que van desde Junebug y Old joy a Paranoid Park o The pleasure of being robbed, sin olvidar Shotgun Stories, por ejemplo, una línea que debe verse como una respuesta militante a la basura reaccionaria e hiperestimulante de Lee Daniels o Todd Solondz.
Si se quiere ver una gran película, para entender a unos personajes reales y aprender algo de nosotros mismos, Snow Angels es una elección perfecta. Si se quiere ver cualquier mentira reconfortante para sentirnos bien aunque lloremos y poder seguir consumiendo hasta morir, escriban drama de Hollywood en google y continúen la lobotomía.
Efectivamente, eso es lo que ha pasado con la obra maestra de David Gordon Green, el que fue junto con Kelly Reichardt la gran promesa del independiente americano en el cambio de siglo, y que a diferencia de la Reichardt terminó con hundirse en la basura comercial de Hollywood.
Y no lo parecía. No lo parecía, porque después de tres grandes filmes, alguno excelente como Undertow, el amigo David nos ofrece esta perfecta muestra de cine inteligente, respetuoso, sensible, y justo a continuación aparece con Pineaple express. Bueno, esa fue su tumba, pero hubo vida antes de la muerte.
Sí, hubo Snow angels, una película tranquila, desarrollada a su ritmo, que casualmente es el de la vida, sin exageraciones melodramáticas, al contrario, con una mesura realista y profundamente antimelodramática que es el mismo inicio de la expresión de una sensibilidad y de un humanismo de gran alcance.
Y ese es el gran mérito de Snow Angels, desarrollar una historia en un ambiente cerrado con una profundidad casi inalcanzable en Hollywood, con un respeto por sus personajes y sus espectadores que es imposible de encontrar en el cine comercial, y bajo una forma de tal sutileza y sencillez (y al mismo tiempo, tan expresiva y dotada de una sensibilidad muy fina) que la sitúa a años luz del amaneramiento y el aspaviento del cine-espectáculo y que, en realidad, no hace sino señalar toda una línea del independiente americano de estos años, con ejemplos tan notables que van desde Junebug y Old joy a Paranoid Park o The pleasure of being robbed, sin olvidar Shotgun Stories, por ejemplo, una línea que debe verse como una respuesta militante a la basura reaccionaria e hiperestimulante de Lee Daniels o Todd Solondz.
Si se quiere ver una gran película, para entender a unos personajes reales y aprender algo de nosotros mismos, Snow Angels es una elección perfecta. Si se quiere ver cualquier mentira reconfortante para sentirnos bien aunque lloremos y poder seguir consumiendo hasta morir, escriban drama de Hollywood en google y continúen la lobotomía.

6.5
1,138
8
9 de abril de 2020
9 de abril de 2020
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La inmigración ha saltado a la primera plana de la actualidad en muchas geografías diferentes. A diario vemos escenas de asaltos al primer mundo, de trabajadores regulares o irregulares causando inseguridades variadas, de un nuevo lumpen de colores que inspira terror al blanco. Pero, como todo, la inmigración es también cuestión de clases, y sin embargo, este es un discurso permanentemente ausente en la oficialidad de la prensa escrita, televisiones, opinólogos virtuales, contertulios de todo pelaje… Algo así vino a decirnos hace ya una década Ulrich Seidl en su excelente Import/Export (2007), y algo así nos dice también Valeska Grisebach en su no menos excelente y más reciente Western (2017).
El film de Grisebach se centra en una cuadrilla de trabajadores alemanes que se desplazan a Bulgaria a construir una central eléctrica. En principio, nada muy diferente de todo ese flujo de migración norte-sur habitual. Este grupo de trabajadores debe entablar relaciones necesarias con la población autóctona, y estas relaciones serán problemáticas. Hasta aquí tampoco debería haber grandes diferencias. Y, sin embargo, las hay, y son profundas. Si Seidl era más explícito y preparaba para su película una estructura bipartita para mostrar la diferencia, Grisebach nos coloca frente a un espejo y da por conocido el contraplano. Ya no se trata de comparar, sino de mostrar solo el término negativo de la comparación, convenientemente situado, y hacer aflorar lo que permanece oculto, velado por la ideología dominante, que no es otra cosa que nuestra sociedad occidental, el equívoco western del título.
En efecto, en Western se nos coloca frente al funcionamiento sistémico de los flujos coloniales del capital desde su perspectiva más baja, desde su misma base, y se nos hace ver de manera evidente, palmaria e inevitable, cómo se sustenta en los comportamientos de la clase obrera dirigidos desde la clase dominante. Que se trate de comportamientos de enfrentamiento y agresión justificados en las nuevas formas de patriotismo que en su fanatismo irracional se expresan antes en términos de hooligan futbolero que de discurso político quizás sea lo de menos. Lo importante es ver cómo esa bandera de Alemania, clavada en tierra búlgara en el mismo inicio del filme, deviene un símbolo inmediato de hasta qué punto el capital ha entrado en una fase de colonialismo económico dentro del primer mundo que se lleva a cabo mediante la pura conquista y exterminio del otro, exactamente igual que se retrataba en el western clásico y que un anticlásico como Jim Jarmusch destruyó sin piedad en su genial Dead Man (1995).
Grisebach se acerca con tranquilidad a sus protagonistas (todos ellos actores no profesionales), con la pausa que imponen los presupuestos de las formas observacionales de realismo que se llevan desarrollando en el cine europeo en las últimas dos décadas, desde que Pedro Costa diera el pistoletazo de salida con En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000), y a las que Grisebach ya se había aproximado en su anterior filme, el portentoso Senhsucht (2005). Y también en este aspecto el título parece darnos la clave. Todo el aparato formal de Western, toda su estética, parecen constituirse como una contestación profunda a las formas del western, género ideológico por excelencia en el Hollywood de los estudios, y aún después.
En definitiva, Valeska Grisebach hace un filme valiente que es una oposición a lo dominante en todos los sentidos. En primer lugar, en el sentido moral y político es una reflexión muy potente sobre el comportamiento colonizador que reproducen espontáneamente los habitantes del primer mundo, pero también sobre cómo es posible construir estructuras de entendimiento entre personas radicalmente diferentes, que quizás ni siquiera cuentan con un idioma común para facilitar esta dinámica, si existe una voluntad de enfrentar las relaciones de dominación y destruir los privilegios propios. En segundo lugar, Western es también una oposición al régimen estético y narrativo dominante, aquel llevado a los máximos niveles de efectividad sistémica en el Hollywood clásico y que hoy todavía perdura. Así, Western, en su reposo visual, en su exigencia formal y en el lirismo de sus imágenes se convierte en símbolo de una resistencia integral a una cultura basada en el atavismo. Es obvio que este filme no cambiará este mundo, pero al menos hará más fácil vivir en él.
El film de Grisebach se centra en una cuadrilla de trabajadores alemanes que se desplazan a Bulgaria a construir una central eléctrica. En principio, nada muy diferente de todo ese flujo de migración norte-sur habitual. Este grupo de trabajadores debe entablar relaciones necesarias con la población autóctona, y estas relaciones serán problemáticas. Hasta aquí tampoco debería haber grandes diferencias. Y, sin embargo, las hay, y son profundas. Si Seidl era más explícito y preparaba para su película una estructura bipartita para mostrar la diferencia, Grisebach nos coloca frente a un espejo y da por conocido el contraplano. Ya no se trata de comparar, sino de mostrar solo el término negativo de la comparación, convenientemente situado, y hacer aflorar lo que permanece oculto, velado por la ideología dominante, que no es otra cosa que nuestra sociedad occidental, el equívoco western del título.
En efecto, en Western se nos coloca frente al funcionamiento sistémico de los flujos coloniales del capital desde su perspectiva más baja, desde su misma base, y se nos hace ver de manera evidente, palmaria e inevitable, cómo se sustenta en los comportamientos de la clase obrera dirigidos desde la clase dominante. Que se trate de comportamientos de enfrentamiento y agresión justificados en las nuevas formas de patriotismo que en su fanatismo irracional se expresan antes en términos de hooligan futbolero que de discurso político quizás sea lo de menos. Lo importante es ver cómo esa bandera de Alemania, clavada en tierra búlgara en el mismo inicio del filme, deviene un símbolo inmediato de hasta qué punto el capital ha entrado en una fase de colonialismo económico dentro del primer mundo que se lleva a cabo mediante la pura conquista y exterminio del otro, exactamente igual que se retrataba en el western clásico y que un anticlásico como Jim Jarmusch destruyó sin piedad en su genial Dead Man (1995).
Grisebach se acerca con tranquilidad a sus protagonistas (todos ellos actores no profesionales), con la pausa que imponen los presupuestos de las formas observacionales de realismo que se llevan desarrollando en el cine europeo en las últimas dos décadas, desde que Pedro Costa diera el pistoletazo de salida con En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000), y a las que Grisebach ya se había aproximado en su anterior filme, el portentoso Senhsucht (2005). Y también en este aspecto el título parece darnos la clave. Todo el aparato formal de Western, toda su estética, parecen constituirse como una contestación profunda a las formas del western, género ideológico por excelencia en el Hollywood de los estudios, y aún después.
En definitiva, Valeska Grisebach hace un filme valiente que es una oposición a lo dominante en todos los sentidos. En primer lugar, en el sentido moral y político es una reflexión muy potente sobre el comportamiento colonizador que reproducen espontáneamente los habitantes del primer mundo, pero también sobre cómo es posible construir estructuras de entendimiento entre personas radicalmente diferentes, que quizás ni siquiera cuentan con un idioma común para facilitar esta dinámica, si existe una voluntad de enfrentar las relaciones de dominación y destruir los privilegios propios. En segundo lugar, Western es también una oposición al régimen estético y narrativo dominante, aquel llevado a los máximos niveles de efectividad sistémica en el Hollywood clásico y que hoy todavía perdura. Así, Western, en su reposo visual, en su exigencia formal y en el lirismo de sus imágenes se convierte en símbolo de una resistencia integral a una cultura basada en el atavismo. Es obvio que este filme no cambiará este mundo, pero al menos hará más fácil vivir en él.
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