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5.3
14,796
5
16 de julio de 2016
16 de julio de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
He visto todas las películas del realizador catalán afincando en la poderosa industria hollywoodense, Jaume Collet-Serra. Un realizador que por su efectividad y sumisión al puro cine de entretenimiento especializándose, hasta el momento, en géneros o subgéneros tan populares y con fácil gancho para el público como el thriller de suspense y el género fantástico o de terror.
Su habilidad narrativa con una disciplinada sujeción a los resortes afines a intrigas criminales y la afilada utilización de los elementos más convencionales y tópicos de las películas de misterio y horror, sin perder nunca la compostura y ciñéndose a esquemas y tratamientos para nada estrafalarios y ridículos, hacen del responsable de “Sin identidad” un correcto (a veces, atrevido) amanuense dúctil y conveniente para productos de presupuestos holgados.
Hasta la fecha no se puede decir que haya filmado un bodrío de película. Su obra podrá gustar o no, reconocer sus buenos acabados, que sus largometrajes siempre dan lo que esperas de ello y que cada vez que te sumerges en sus juguetonas (y algo tramposas) tramas acabas por reconocer que Jaume Collet-Serra si no tiene talento se le parece. Los guiones con los que trabaja dan la sensación, o, por lo menos, a mí me lo indican, que surgen de los más modestos planteamientos de cara a la historia de la serie B, pero no desde una perspectiva sin exigencias, sino desde posiciones que abrigan un deseo de rodar con gusto y energía, ofreciéndole al montador planos suficientemente elaborados y llamativos, para nada vagos o perezosos, que bien editados transmiten en la lógica secuencial el ímpetu y las esencias de un realizador no sólo comprometido sino con aspiraciones de dejar su sello, huella e identidad. Aunque siempre trabaja con material ajeno, qué duda cabe que las ganas que imprime a su trabajo no pasa desapercibido.
Su última película, “Infierno azul”, rodada para la Paramount y distribuida por Sony, reúne, desde mi punto de vista, maneras y premisas que me hacen catalogar la cinta como una apasionante y entregada Serie B, que intenta ofrecer un producto distraído, de evasión, un tebeo sin grandes pretensiones y que tiene un acabado formal finalizado con los mismos y sencillos alardes que describen su filmografía.
Su tributo a “Tiburón” (1975) de Steven Spielberg no logrará, ni lo pretende, generar y provocar el mismo impacto e idéntico temor a meterse en el mar pensando que puede surgir de imprevisto un gran escualo pero logra crear la suficiente emoción e intensidad para enchufarte a la odisea y aventura trágica de una joven surfista, Nancy (Blake Lively), que en la playa paradisíaca que le mostró su madre es atacada por un voraz depredador que pondra en peligro su vida y tendrá que agudizar el ingenio para salir airosa de una situación terrible.
El punto de partida no tiene nada de original. Incluso si se me obliga a confesarlo diré que en comparación con sus anteriores títulos, “Infierno azul” es el que tiene el guión más pobre y escuálido. Lo cual tampoco es un impedimento para explotar al máximo las pocas ideas válidas del filme, centradas, a mi modo de ver, en las cortas distancias que debe nadar Nancy entre los pocos refugios que le ofrece la playa para poder protegerse de las espectaculares dentelladas del bicho.
Un suspense rutinario, de manual, con numerosos planos subjetivos de Nancy y las rocas o la boya alternados con los planos generales para situar correctamente las posiciones de defensa. Y tampoco la aparición de una gaviota varada en su misma guarida creando una especie de lazo de amistad como si el pájaro fuera Juan Sebastián Gaviota logra despertar algo más que sea una curiosidad, no sé si torpe, pero sí manida, de incluir un elemento con el cual la heroína pueda demostrar su futura utilidad como médico (está en la universidad cursando quinto de medicina).
Este detalle no queda como anécdota aislada. Se le obtiene botín. El guionista y Jaume Collet-Serra dramatizan en exceso las heridas que se causa Nancy por los atropellos del fiero animal y permite incluir en su narración la imagen del “cuerpo humano” como figura maltratada y zarandeanda y cuyas fisuras hay que restañar proponiendo planos en los que se ve como la protagonista se sutura un corte en diagonal desde el muslo al biceps femoral (según explica Nancy) con las coquetas joyas que lleva como adornos.
Como largometraje para jóvenes, creo que está pensada para este colectivo, la cinta, en sus recursos narrativos, recurre en sobreimpresión en la pantalla a elementos comunes y socorridos hoy en día en las comunicaciones sociales como los mensajes de texto o las imágenes que se obtienen de una grabación con una cámara GoPro que porta uno de los personajes secundarios en su casco cuando practica surf. Objeto que servirá, más tarde, para otros fines.
Así las cosas, lo mejor es todo cuanto sucede en la boya, me parece una secuencia pletórica y como punto chocante la presencia del actor español, Óscar Jaenada, interpretando al mejicano Carlos con las pintas habituales con las que se suele disfrazar este actor.
Su habilidad narrativa con una disciplinada sujeción a los resortes afines a intrigas criminales y la afilada utilización de los elementos más convencionales y tópicos de las películas de misterio y horror, sin perder nunca la compostura y ciñéndose a esquemas y tratamientos para nada estrafalarios y ridículos, hacen del responsable de “Sin identidad” un correcto (a veces, atrevido) amanuense dúctil y conveniente para productos de presupuestos holgados.
Hasta la fecha no se puede decir que haya filmado un bodrío de película. Su obra podrá gustar o no, reconocer sus buenos acabados, que sus largometrajes siempre dan lo que esperas de ello y que cada vez que te sumerges en sus juguetonas (y algo tramposas) tramas acabas por reconocer que Jaume Collet-Serra si no tiene talento se le parece. Los guiones con los que trabaja dan la sensación, o, por lo menos, a mí me lo indican, que surgen de los más modestos planteamientos de cara a la historia de la serie B, pero no desde una perspectiva sin exigencias, sino desde posiciones que abrigan un deseo de rodar con gusto y energía, ofreciéndole al montador planos suficientemente elaborados y llamativos, para nada vagos o perezosos, que bien editados transmiten en la lógica secuencial el ímpetu y las esencias de un realizador no sólo comprometido sino con aspiraciones de dejar su sello, huella e identidad. Aunque siempre trabaja con material ajeno, qué duda cabe que las ganas que imprime a su trabajo no pasa desapercibido.
Su última película, “Infierno azul”, rodada para la Paramount y distribuida por Sony, reúne, desde mi punto de vista, maneras y premisas que me hacen catalogar la cinta como una apasionante y entregada Serie B, que intenta ofrecer un producto distraído, de evasión, un tebeo sin grandes pretensiones y que tiene un acabado formal finalizado con los mismos y sencillos alardes que describen su filmografía.
Su tributo a “Tiburón” (1975) de Steven Spielberg no logrará, ni lo pretende, generar y provocar el mismo impacto e idéntico temor a meterse en el mar pensando que puede surgir de imprevisto un gran escualo pero logra crear la suficiente emoción e intensidad para enchufarte a la odisea y aventura trágica de una joven surfista, Nancy (Blake Lively), que en la playa paradisíaca que le mostró su madre es atacada por un voraz depredador que pondra en peligro su vida y tendrá que agudizar el ingenio para salir airosa de una situación terrible.
El punto de partida no tiene nada de original. Incluso si se me obliga a confesarlo diré que en comparación con sus anteriores títulos, “Infierno azul” es el que tiene el guión más pobre y escuálido. Lo cual tampoco es un impedimento para explotar al máximo las pocas ideas válidas del filme, centradas, a mi modo de ver, en las cortas distancias que debe nadar Nancy entre los pocos refugios que le ofrece la playa para poder protegerse de las espectaculares dentelladas del bicho.
Un suspense rutinario, de manual, con numerosos planos subjetivos de Nancy y las rocas o la boya alternados con los planos generales para situar correctamente las posiciones de defensa. Y tampoco la aparición de una gaviota varada en su misma guarida creando una especie de lazo de amistad como si el pájaro fuera Juan Sebastián Gaviota logra despertar algo más que sea una curiosidad, no sé si torpe, pero sí manida, de incluir un elemento con el cual la heroína pueda demostrar su futura utilidad como médico (está en la universidad cursando quinto de medicina).
Este detalle no queda como anécdota aislada. Se le obtiene botín. El guionista y Jaume Collet-Serra dramatizan en exceso las heridas que se causa Nancy por los atropellos del fiero animal y permite incluir en su narración la imagen del “cuerpo humano” como figura maltratada y zarandeanda y cuyas fisuras hay que restañar proponiendo planos en los que se ve como la protagonista se sutura un corte en diagonal desde el muslo al biceps femoral (según explica Nancy) con las coquetas joyas que lleva como adornos.
Como largometraje para jóvenes, creo que está pensada para este colectivo, la cinta, en sus recursos narrativos, recurre en sobreimpresión en la pantalla a elementos comunes y socorridos hoy en día en las comunicaciones sociales como los mensajes de texto o las imágenes que se obtienen de una grabación con una cámara GoPro que porta uno de los personajes secundarios en su casco cuando practica surf. Objeto que servirá, más tarde, para otros fines.
Así las cosas, lo mejor es todo cuanto sucede en la boya, me parece una secuencia pletórica y como punto chocante la presencia del actor español, Óscar Jaenada, interpretando al mejicano Carlos con las pintas habituales con las que se suele disfrazar este actor.

5.8
1,434
5
22 de julio de 2016
22 de julio de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cualquier anécdota relacionada con personas famosas e influyentes terminan convirtiéndose en película inspirada en hechos reales. Sobre todo si coloca en el mismo tablero, en esta caso, el despacho oval de la Casa Blanca, a dos figuras capaces de provocar opiniones y punto de vista contradictorios y enfrentados. Ver en la pantalla, en una ficción cachonda y juerguista, a Richard Nixon, presidente de los EE UU, en un momento de imagen devaluada por los feroces y violentos altercados sociales y raciales que asolaban el país, y al mismísimo rey del rock and roll, Elvis Aaron Presley, aterrado y cabreado por los terribles acontecimientos que ve en la pequeña pantalla, es, cuanto menos, digno de observarse y perder un poco de tiempo con la frívola y chocante reconstrucción de aquellos acontecimientos.
Además, “Elvis & Nixon”, dirigida por la realizadora, Liza Johnson, autora de la memorable, a mi juicio, “Hateship, Loveship”, permite una de las chaladuras y delirios de reparto más surrealista que quepa imaginar. La osadía y libertinaje de incrustar en las carnes y mentes de Richard Nixon y Elvis Presley los caretos y cuerpos de Kevin Spacey, a mi mode ver, está genial y fantástico, irónico, cínico y chuleta, encarnando al célebre “mentiroso” de La Casa Blanca, y el enorme y cara de palo, Michael Shannon, atreviéndose a interpretar, con desenfado y tono carnavalero, a Elvis Presley, entra, por derecho propio, en los desaguisados funambulescos más logrados y divertidos que he tenido ocasión de ver en los últimos tiempos.
Desde el comienzo, nada hace presagiar un filme jocoso y muy gracioso. Con semejantes tipos (grandes y exigentes actores) cargando con la rigurosa responsabilidad de interpretar dos personalidades tan subrayadas y conocidas, tanto por sus aciertos como defectos, es una tarea seria y aterradora, a la vez. Pero una vez que ves a Spacey y Shannon deambulando por la pantalla con un cometido que se lo toman a chufla, el filme, a pesar de su escada propuesta, se viene arriba, deleitando un espectáculo con bastante sentido del humor, traspasando la vulgar premisa para eregirse en una rocambolesca sátira repleta de curiosos detalles.
Si el comienzo es titubeante y de escaso interés, y sólo sirve como una especie de recetario o sumario de algunas de las paranoias más surrealistas de El Rey, y la consabida admiración que levanta en todos los sitios que visita, lo mejor de la función se guarda para la segunda parte del largometraje que se desarrolla en el interior de La Casa Blanca, en el despacho oval. En la reunión que mantienen el mandatario y sheriff del mundo libre, como se declara, Richard Nixon, y Elvis Presley. Ni decir tiene que Nixon no quería verse con Presley. Y una vez que acepta la visita exige que esta dure apenas cinco minutos. Lo que ocurre a continuación es una estrambótica reunión de dos tipos tan engreídos y fanáticos de su ego que el dislate se convierte en una bufonesco sainete que te anima a reirte y a pasarlo en grande.
Elvis Presley es dibujado como un hombre concienzado con los problemas y disturbios esparcidos por todo el país. Un hombre enterado, que se informa en los noticiarios y que se siente respaldado por el escalón que ocupa para tratar de ayudar al gobierno de su país. Michael Shannon aporta una glamur venenoso y un aire desbaratado y farsante, carcomido por una paranoia salvadora a rebufo de lo que él entiende una cruzada de ciudadanos antisistema que pretender destrozar el país. Presley está muy preocupado por la dirección que está tomando la sociedad de los EE UU, con la gente joven drogándose y quemando banderas. Eso es antiamericano, dice Presley. El concierto de Woodstock fue una excusa y cortina de humo para emborracharse, drogarse, desnudarse y arrastrarse por el barro. Todo esto se lo dice a Nixon, que asiente satisfecho de cómo una figura tan conocida se ajusta a su ideología e ideario que le conviene tener como aliado. Además le dice que The Beatles son comunistas y antiestadounidenses. Que Lenon actúa como una especie de profeta que sin ser comunista alienta y permite la revolución. Que lava el cerebro y adhiere a su causa a manifestantes izquierdistas. Y para evitar el caos del país, Preley le pide a Nixon una insignia (motivo de la visita) para ayudar al gobierno federal y pelear como agente independiente infiltrado en las cloacas comunistas (panteras negras y resto de grupos subversivos) para erradicar la anarquía que se les viene encima. ¿No me dirán ustedes que no es fantástico todo este enjambre? Lo mejor, como digo, es lo que ocurre en el interior de el despacho oval, con dos elementos en su salsa ajustando cuentas sin percatarse que en el entramado hay una burla descacharrante. Sin ser una gran película, la verdad es que me lo he pasado en grande.
Además, “Elvis & Nixon”, dirigida por la realizadora, Liza Johnson, autora de la memorable, a mi juicio, “Hateship, Loveship”, permite una de las chaladuras y delirios de reparto más surrealista que quepa imaginar. La osadía y libertinaje de incrustar en las carnes y mentes de Richard Nixon y Elvis Presley los caretos y cuerpos de Kevin Spacey, a mi mode ver, está genial y fantástico, irónico, cínico y chuleta, encarnando al célebre “mentiroso” de La Casa Blanca, y el enorme y cara de palo, Michael Shannon, atreviéndose a interpretar, con desenfado y tono carnavalero, a Elvis Presley, entra, por derecho propio, en los desaguisados funambulescos más logrados y divertidos que he tenido ocasión de ver en los últimos tiempos.
Desde el comienzo, nada hace presagiar un filme jocoso y muy gracioso. Con semejantes tipos (grandes y exigentes actores) cargando con la rigurosa responsabilidad de interpretar dos personalidades tan subrayadas y conocidas, tanto por sus aciertos como defectos, es una tarea seria y aterradora, a la vez. Pero una vez que ves a Spacey y Shannon deambulando por la pantalla con un cometido que se lo toman a chufla, el filme, a pesar de su escada propuesta, se viene arriba, deleitando un espectáculo con bastante sentido del humor, traspasando la vulgar premisa para eregirse en una rocambolesca sátira repleta de curiosos detalles.
Si el comienzo es titubeante y de escaso interés, y sólo sirve como una especie de recetario o sumario de algunas de las paranoias más surrealistas de El Rey, y la consabida admiración que levanta en todos los sitios que visita, lo mejor de la función se guarda para la segunda parte del largometraje que se desarrolla en el interior de La Casa Blanca, en el despacho oval. En la reunión que mantienen el mandatario y sheriff del mundo libre, como se declara, Richard Nixon, y Elvis Presley. Ni decir tiene que Nixon no quería verse con Presley. Y una vez que acepta la visita exige que esta dure apenas cinco minutos. Lo que ocurre a continuación es una estrambótica reunión de dos tipos tan engreídos y fanáticos de su ego que el dislate se convierte en una bufonesco sainete que te anima a reirte y a pasarlo en grande.
Elvis Presley es dibujado como un hombre concienzado con los problemas y disturbios esparcidos por todo el país. Un hombre enterado, que se informa en los noticiarios y que se siente respaldado por el escalón que ocupa para tratar de ayudar al gobierno de su país. Michael Shannon aporta una glamur venenoso y un aire desbaratado y farsante, carcomido por una paranoia salvadora a rebufo de lo que él entiende una cruzada de ciudadanos antisistema que pretender destrozar el país. Presley está muy preocupado por la dirección que está tomando la sociedad de los EE UU, con la gente joven drogándose y quemando banderas. Eso es antiamericano, dice Presley. El concierto de Woodstock fue una excusa y cortina de humo para emborracharse, drogarse, desnudarse y arrastrarse por el barro. Todo esto se lo dice a Nixon, que asiente satisfecho de cómo una figura tan conocida se ajusta a su ideología e ideario que le conviene tener como aliado. Además le dice que The Beatles son comunistas y antiestadounidenses. Que Lenon actúa como una especie de profeta que sin ser comunista alienta y permite la revolución. Que lava el cerebro y adhiere a su causa a manifestantes izquierdistas. Y para evitar el caos del país, Preley le pide a Nixon una insignia (motivo de la visita) para ayudar al gobierno federal y pelear como agente independiente infiltrado en las cloacas comunistas (panteras negras y resto de grupos subversivos) para erradicar la anarquía que se les viene encima. ¿No me dirán ustedes que no es fantástico todo este enjambre? Lo mejor, como digo, es lo que ocurre en el interior de el despacho oval, con dos elementos en su salsa ajustando cuentas sin percatarse que en el entramado hay una burla descacharrante. Sin ser una gran película, la verdad es que me lo he pasado en grande.
15 de julio de 2016
15 de julio de 2016
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Acabo de ver la última película escrita y dirigida por el realizador irlandés, John Carney (Dublín, 1972) responsable de títulos tan estimulantes como, "Begin Again", con Mark Ruffalo y Keira Knightley, que se pudo ver hace dos temporadas, o "The rafters", curioso experimento sobre temas sobrenaturales, "Viviendo al límite", entre otros. Con "Sing Street" vuelve a los asuntos musicales para ubicar su relato en Dublín, años 80, y presentando a una cuadrilla de adolescentes, todos ellos alumnos de un hosco y demacrado colegio religioso católico, cuyo líder, Connor, para conquistar a la chica de sus sueños, un año mayor que él, decide montar una banda de pop, rock, escribiendo las canciones, con la ayuda del músico de verdad del grupo, para hacerla participar en los vídeo clips de los temas que componen, que por aquel entonces hacían furor, y lograr conquistarla. Es una película chulísima, llena de bonitos temas musicales, que describe muy bien el agobiante y decrépito clima de asfixia de una ciudad, Dublín, atenazada por el inmovilismo y presa de un conservadurismo moral denigrante (inclusive burlón y bufonesco, como se muestra en la pantalla), cuya juventud más airada e inconformista no duda en ahorrar unas libras, coger el ferry y marcharse a Londres a labrarse un futuro más prometedor. Otra de las interesantes característica del filme, muy bien dirigido, que recoge en su contexto las tendencias musicales de la época, es reflexionar acerca de los vaivenes emocionales del personaje central Connor, cuya obsesión, casi neurótica, por no dejar escapar cualquier simpatía por movimiento musical en alza, tiene una actitud ecléctica y camaleónica acerca de orientar su identidad, influida por cualquier grupo, sea Duran Duran o Spandau Ballet. Otro acierto del filme es la dirección de actores y lo bien escogidos que están los muchachos que forman "Sing Street", nombre que hace alusión a la dirección del colegio católico en el que estudian. En fin, otro gran título que he visto esta semana, que se une a "Francofonia", del ruso, Alexander Sukurow, "Demolition", de Jean-Marc Vallée, la australiana, "The Pack", de Nick Robertson; y la que menos me ha entusiasmado ha sido, con perdón, "Mi amigo el gigante", otra ñoñería de Steven Spielberg sobre la falta de un padre resuelta con la aparición de un gigante con el rostro fabuloso del actor, Mark Rylance. Intentad ver el tráiler de "Sing Street" que a buen seguro os entusiasmará. No digo nada cuando se estrene la película. Y deseo que no sea de tapada. Porque merece la pena.
7
15 de julio de 2016
15 de julio de 2016
Sé el primero en valorar esta crítica
Cariñosa y muy emotiva película australiana. Creo que es una fascinación indescriptible narrar la importancia que tiene en las producciones australianas su descomunal y vasto paisaje. Escenarios naturales, indómitos y salvajes, que respiran tal naturalidad que por la arrolladora fuerza que desprenden se convierten en un personaje más. Su presencia y jerarquía es tan determinante que influyen de una manera legítima no sólo en el devenir de sus personajes, a los que literalmente engulle, sino que muchas veces definen y provocan comportamientos y actitudes, en función si se encuentran en un enclave o espacio cualquiera, dada la magnitud y grandiosidad de su territorio.
“Last cab to Darwin”, en algunas fases de su metraje, da la impresión de servir como una guía turística al uso. La constante presencia de sus grandes planicies desérticas y sus interminables carreteras cobran una fisicidad tangible, de tal manera, que si pudiera traspasar la pantalla, imitando al irrepetible Buster Keaton en “El moderno Sherlock Holmes” o a Mia Farrow en “La púrpura Rosa del Cairo”, de Woody Allen, te inmiscuirías con mucha rapidez en una paisaje tan bien filmado que parece invitarte a pasar y disfrutar, si se puede, de las muchas posibilidades de aventuras de todo tipo que da la sensación de ofrecer. Si por la magia del cine del Oeste, el western, ta aclimatas y asumes la zona de Monument Valley como un terreno explorado y visitado en numerosos títulos y aceptas su presencia como una orografía de sobra conocida, como si estuviera cerca de tu casa, lo mismo sucede, en cuanto te aclimatas y ves muchos largometrajes rodados en Australia, su geografía, tanto la desértica como la boscosa, lo mismo que la costera, se integra en el subconsciente que pareces un turista accidental de regreso a visitar amigos y conocidos.
Este filme es, ante todo, una road movie. También, un drama sobre la vida y la muerte. En un sentido más humilde y pequeño, una buddy movie y en una consideración alta es una bonita, tierna y maravillosa historia de amor. En toda la película, muy bien dirigida, y sólo un poco sentimental y algo babosa en su parte final, hay ingredientes para todos los gustos. Cada uno puede escoger el tramo o trozo que más le guste y disfrutar de esos instantes e integrar el resto como reclamo para construir un relato que engancha y convence, pese a tocar temas, incluso <el derecho a morir con dignidad>, tratados y abordados en otros filmes, quizás con más enjundia.
La película guarda todo el aliento que tiene, y es mucho, es mostrar el talante y catadura moral del personaje central, Rex, un anciano que todavía trabaja como taxista en la población de Broken Hill. Tiene cáncer terminal y quiere acabar su vida cuanto antes. Para eso debe desplazarse en su propio vehículo hasta la ciudad de Darwin porque allí una doctora ha ingeniado una máquina que suministra al paciente que consiente la eutanasia un veneno que lo fulmina inmediatamente. Esta anécdota argumental sirve para construir un diáfano filme de carretera, cuyo trayecto, muy largo, 3.000 kilómetros, es un desplazamiento físico y moral.
Rex deja todas sus pertenencias, incluidas, el perro, a su vecina y amante, Polly, una indígena aborigen. O negra como les llaman los blancos. Su camino estará lleno de sorpresas y conocerá gente nueva, un indígena llamado Tilly, una enfermera londinense llamada, Julie, que a modo de familia adoptada se unirán por diferentes motivos a su destino. Ocurren peripecias más o menos interesantes o triviales, según se mire, pero lo mejor está en su llegada a Darwin y los obstáculos burocráticos, morales y de conciencia que se va a encontrar con una serie de especialistas de diferentes ramas (psiquiatría, oncólogos) que deben dictaminar la conveniencia o no de aplicar la eutanisia, o el <derecho a morir dignamente> convirtiéndose el asunto en una encrucijada en la que no podía faltar la aparición de los medios de comunicación y la propia responsabilidad del enfermo, sumido en un conflicto contradictorio porque por la ruta recorrida ha conocido a una serie de seres humanos tan estupendos que cuesta dejar este mundo a pesar que las entrañas están muy podridas y los medicamentos paliativos sólo sirven para mitigar el dolor.
“Last cab to Darwin” tiene honestidad y coherencia. Ama a la vida gracias a la muerte. No es tan seca como el mazazo de “Amor” de Michael Haneke, quizás la expresión más árida y, a la vez, natural, de la eutanasia. Por pequeños momentos se parece a “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar. Sólo la separa que el personaje que interpreta Javier Bardem puede vivir hasta que la vida se le acabe y Rex, magníficamente encarnado por el actor, Michael Caton, sus días están contados y no puede esperar más que la llegada del fin.
“Last cab to Darwin”, en algunas fases de su metraje, da la impresión de servir como una guía turística al uso. La constante presencia de sus grandes planicies desérticas y sus interminables carreteras cobran una fisicidad tangible, de tal manera, que si pudiera traspasar la pantalla, imitando al irrepetible Buster Keaton en “El moderno Sherlock Holmes” o a Mia Farrow en “La púrpura Rosa del Cairo”, de Woody Allen, te inmiscuirías con mucha rapidez en una paisaje tan bien filmado que parece invitarte a pasar y disfrutar, si se puede, de las muchas posibilidades de aventuras de todo tipo que da la sensación de ofrecer. Si por la magia del cine del Oeste, el western, ta aclimatas y asumes la zona de Monument Valley como un terreno explorado y visitado en numerosos títulos y aceptas su presencia como una orografía de sobra conocida, como si estuviera cerca de tu casa, lo mismo sucede, en cuanto te aclimatas y ves muchos largometrajes rodados en Australia, su geografía, tanto la desértica como la boscosa, lo mismo que la costera, se integra en el subconsciente que pareces un turista accidental de regreso a visitar amigos y conocidos.
Este filme es, ante todo, una road movie. También, un drama sobre la vida y la muerte. En un sentido más humilde y pequeño, una buddy movie y en una consideración alta es una bonita, tierna y maravillosa historia de amor. En toda la película, muy bien dirigida, y sólo un poco sentimental y algo babosa en su parte final, hay ingredientes para todos los gustos. Cada uno puede escoger el tramo o trozo que más le guste y disfrutar de esos instantes e integrar el resto como reclamo para construir un relato que engancha y convence, pese a tocar temas, incluso <el derecho a morir con dignidad>, tratados y abordados en otros filmes, quizás con más enjundia.
La película guarda todo el aliento que tiene, y es mucho, es mostrar el talante y catadura moral del personaje central, Rex, un anciano que todavía trabaja como taxista en la población de Broken Hill. Tiene cáncer terminal y quiere acabar su vida cuanto antes. Para eso debe desplazarse en su propio vehículo hasta la ciudad de Darwin porque allí una doctora ha ingeniado una máquina que suministra al paciente que consiente la eutanasia un veneno que lo fulmina inmediatamente. Esta anécdota argumental sirve para construir un diáfano filme de carretera, cuyo trayecto, muy largo, 3.000 kilómetros, es un desplazamiento físico y moral.
Rex deja todas sus pertenencias, incluidas, el perro, a su vecina y amante, Polly, una indígena aborigen. O negra como les llaman los blancos. Su camino estará lleno de sorpresas y conocerá gente nueva, un indígena llamado Tilly, una enfermera londinense llamada, Julie, que a modo de familia adoptada se unirán por diferentes motivos a su destino. Ocurren peripecias más o menos interesantes o triviales, según se mire, pero lo mejor está en su llegada a Darwin y los obstáculos burocráticos, morales y de conciencia que se va a encontrar con una serie de especialistas de diferentes ramas (psiquiatría, oncólogos) que deben dictaminar la conveniencia o no de aplicar la eutanisia, o el <derecho a morir dignamente> convirtiéndose el asunto en una encrucijada en la que no podía faltar la aparición de los medios de comunicación y la propia responsabilidad del enfermo, sumido en un conflicto contradictorio porque por la ruta recorrida ha conocido a una serie de seres humanos tan estupendos que cuesta dejar este mundo a pesar que las entrañas están muy podridas y los medicamentos paliativos sólo sirven para mitigar el dolor.
“Last cab to Darwin” tiene honestidad y coherencia. Ama a la vida gracias a la muerte. No es tan seca como el mazazo de “Amor” de Michael Haneke, quizás la expresión más árida y, a la vez, natural, de la eutanasia. Por pequeños momentos se parece a “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar. Sólo la separa que el personaje que interpreta Javier Bardem puede vivir hasta que la vida se le acabe y Rex, magníficamente encarnado por el actor, Michael Caton, sus días están contados y no puede esperar más que la llegada del fin.
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