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Críticas 241
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
29 de septiembre de 2016
72 de 92 usuarios han encontrado esta crítica útil
El conocido actor Raúl Arévalo debuta como director, y lo hace con una contundencia sorprendente, creando un thriller con sabor a la España de los años 80 pese a estar ambientada en la actualidad, forjando un film seco, incómodo y brutal, que anuncia a un director que seguro que dará mucho que hablar.

“Tarde para la ira” no va entrando poco a poco, lo hace desde la primera secuencia. La escena inicial es una inyección que hace que entres en la película de golpe, sin calentar. Una bofetada de cine para que no desvíes la vista de la pantalla durante el resto del metraje. El atraco, la detención, unos títulos de crédito muy tarantinianos, y ya estás totalmente entregado a todo lo que va a venir a continuación.

Tras la bofetada inicial, Arévalo va poniendo las piezas delante del espectador, una por una. El bar, Ana, José, el padre en el hospital, una pulsera, la cárcel… y no deja que el público enlace todas las piezas de la trama hasta la mitad de la película, cuando todo gira hacia una dirección espeluznante y sin retorno.

Durante esa primera mitad, no puedo evitar recordar el cine quinqui de los años 80 por ese retrato del Madrid suburbial y esa jerga tan característica. Pero en la segunda parte de la película es el espíritu de Sam Peckinpah quien toma las riendas de la película, la cosa se pone seria, y uno no da crédito a que lo que está viendo en la pantalla sea obra de un director español novel.

Hay un gran trabajo en la construcción de los personajes. Habitantes de los barrios más desfavorecidos de Madrid, perdedores que viven más en la taberna que en casa, fracasados de la vida que buscan la gloria sobre el tapete ganando una ronda de cubatas al mus. Complejos seres que acumulan derrotas y sed de venganza, personas a quienes la vida ha mimado poco y cuyo destino parece estar escrito.

Las interpretaciones de estos personajes son todas excelentes, pero por supuesto uno se queda fascinado por la mirada helada de Antonio de la Torre, quien compone un personaje taciturno e inolvidable que va desarrollándose y evolucionando en cada escena, a medida que avanza la película. De la Torre demuestra un poderío interpretativo inconmensurable, con una contención y frialdad que no cualquiera lograría transmitir. Grandioso.

A su lado, Luis Callejo vuelve a demostrar que es uno de los actores españoles en mejor forma, y Ruth Díaz poniendo de manifiesto que es una actriz que debería ser tenida mucho más en cuenta. Y no puedo evitar mencionar la corta pero inolvidable aparición de Manolo Solo, que en los diez minutos que aparece se cuela en la memoria del espectador para siempre. Muy grande.

Arévalo gusta de los planos secuencia y nos deleita con varias escenas apabullantes de cámara en mano combinadas con un montón de primeros planos rodados con elegancia y una sabiduría impropia de un novato. Todo ello aderezado con una magnífica ambientación y una música muy flamenca, muy de barrio, para evocar, una vez más, ese cine español de hace treinta años en el que los protagonistas eran chavales macarrillas destinados a morir en algún atraco o por sobredosis.

Todo funciona bien en esta película. Los personajes turbadores, la trama perfecta que combina el thriller con el drama intenso, el fondo en el que se plantea el sentido que tiene la venganza, y donde acaba ésta y empieza el ensañamiento. La tristeza que desprenden la vida rota de José por lo que le pasó hace ocho años, la vida rota de Curro tras pasar por la cárcel y su dolor por no poder retomar lo que dejó, la vida rota de Ana confundida entre amores equivocados y una juventud que ya se le ha escapado en vano. Vidas rotas, y las que faltan por romperse.

Excelente película. Inesperada sorpresa. No sobra ni falta nada. No hay una escena superflua ni un momento prescindible. Es dura, arriesgada y precisa. Es tensa, arrebatadora y desoladora. Estoy seguro de que dentro de unos años presumiré de haberla visto de estreno.

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5 de diciembre de 2019
47 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
Celine Sciamma, que ya me pareció una directora de mucho talento cuando la descubrí en “Tomboy”, dirige esta película en la que elabora un alegato feminista sutil y elegante, mostrando las dificultades para ser mujer en el siglo XVIII, y para desarrollar la sexualidad libremente, que se termina convirtiendo más que en todo eso, en una bella y poderosa obra de emociones contenidas que nos embriaga y conmueve.

La espléndida fotografía y la casi absoluta ausencia de música nos obliga a adentrarnos en la película. Los sonidos de los pasos en el suelo de madera, el crepitar de la leña en la chimenea, el viento en los acantilados, todo lo que escuchamos nos hace vivir la historia, pero también lo que no escuchamos, la elocuencia de los silencios y esas miradas que dicen mucho más que cualquier palabra. La película rebosa sensualidad y sensibilidad, es sumamente poética y una maravilla estética.

No aparecen apenas hombres en el film. Y cuando sale alguno, desentona. Marianne da clases de pintura a chicas, y las cuatro protagonistas y habitantes de la casa con cuatro mujeres. Es su situación y su sentir lo que importa. En una época en que a las hijas de las familias de clase alta se les hacía un retrato para enviar a sus presuntos pretendientes, y así poder casarlas, sin que su opinión contase para nada. Una época en que las pintoras apenas podían dedicarse a otra cosa que no fuera hacer retratos de encargo, y la mayoría de obras tenían que firmarlas con pseudónimos masculinos. Todo esto se refleja perfectamente en la película, y muchas otras cosas, como el problema de los embarazos no deseados.

Todas las mujeres de la película se enfrentan a problemas tremendos, y lo peor de todo es que no pueden hacerlos visibles. La chica embarazada tiene que abortar y además conseguir que nadie se entere. La hija recién salida del convento no quiere casarse pero tiene que hacerlo por el bien de su familia. La madre que sabe que su hija no será feliz pero debe sacrificar eso para poder mantener su posición económica. La pintora que sabe que nunca será reconocida como los hombres. La atracción sexual que sienten las dos protagonistas y que deben ocultar, primero entre ellas mismas y luego ante los demás. Todo es un quiero y no puedo. Pura represión social plasmada en la pantalla con un encanto y una sutileza maravillosa.

La película está repleta de escenas llenas de lirismo y simbología. Cuando Marianne toca unas pequeñas notas en el piano para Heloise, la noche en que ellas dos junto con la criada hablan sobre el mito de Orfeo y Eurícice, que luego se recrea en la despedida final de las dos enamoradas, la preciosa escena en que Heloise le pide a Marianne que la dibuje un retrato de ella misma y se lo dibuja en una página del libro, el posterior descubrimiento por parte de Marianne de un retrato de Heloise en el que está con ese mismo libro entreabierto por la página 28, que es en la que ella le pintó su autorretrato… en fin, son muchas las escenas emocionantes y poéticas.

No es la típica película de lesbianas en la que no paran de salir escenas de cama, esta es una película de sentimientos, de dos enamoradas, de un amor imposible entre dos personas que no pueden desarrollarlo por ser del mismo sexo en una época en que esto era imposible de realizar. Pero eso no es lo relevante. Podría ser la historia de un amor entre dos hombres, o entre un hombre y una mujer, en esa época o en cualquier otra, y la película sería igual de deslumbrante.

Celine Sciamma nos sitúa en el lugar de las dos protagonistas mostrándono lo que ellas ven. Planos cortos de rostros, miradas, nos hace fijarnos en lo que ellas se fijan. La belleza de sus rostros, la fuerza de sus miradas, el brillo de su piel, todo lo demás es accesorio, todo lo demás sobra. Nos hace ser ellas de tal manera que al acabar la película se nos quedan grabadas las mismas imágenes que siempre recordarían las dos protagonistas de ese amor.

No obstante, la película no es para cualquiera. El ritmo pausado y el exceso de detalles preciosistas hará que al público medio le cueste integrarse e interpretar el film debidamente. No es una película para pasar el rato, y si necesitas que te lo pongan fácil es mejor que no vayas a verla.

Pero igual que digo que no es la típica película de lesbianas, tampoco es la típica película de época, pues lo que muestra es un sentimiento universal de amores imposibles y personas que luchan por ser lo que no les permiten ser. En definitiva, película preciosa, muy bien interpretada y magníficamente dirigida. Un film de pasiones desbordantes pero al mismo tiempo delicado y delicioso, una narración tan sencilla como exquisita. Una caricia hecha cine.

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19 de mayo de 2016
36 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fusi (Gunnar Jonsson) es un cuarentón que vive con su madre. Trabaja en el aeropuerto, donde es objeto de las bromas de sus compañeros. Fuera del trabajo, pasa el tiempo jugando con coches teledirigidos o recreando batallas de la Segunda Guerra Mundial con maquetas. Dado que nunca ha salido con ninguna chica, para su cumpleaños su madre le regala un bono para unas clases de baile. Allí conoce a Sjöfn (Ilmur Kristjansdottir), una mujer dinámica, inestable y solitaria como él.

Dirigida por el islandés Dagur Kari, “Corazón gigante” es una película sencilla e intimista que indaga en los descubrimientos personales de un alma ingenua. Es lo que sería una película sobre adolescentes, con la diferencia de que aquí el adolescente tiene más de cuarenta años. A pesar de ello, se produce una empatía casi inmediata entre el personaje de Fusi y los espectadores. Tal vez porque, a una u otra edad, todos hemos sentido alguna vez los miedos e inseguridades que siente Fusi ante todo lo que se encuentra fuera de su mundo interior.

Fusi es un niño. Un niño dentro de un corpachón que parece una montaña. Un niño de cuarenta y tres años, pero un niño al fin. Los demás niños le reconocen como niño, y quieren jugar con él. Pero los adultos le ven como a un adulto pervertido, o loco, o las dos cosas. Pero siendo niño, no tiene la crueldad típica de los niños. El es bueno, servicial, le gusta ayudar, no guarda rencor a sus compañeros que se burlan de él. No intenta nunca vengarse de quienes le humillan por ser tan gordo, o tan pusilánime.

No es nuevo en el cine el tema del hombre con problemas para relacionarse con los demás por su aspecto físico. Aquí además, añadido a su falta de madurez. Pero Kari trata el tema de un modo poco convencional. Uno se espera la típica historia de crecimiento personal en la que el tonto al final es listo, en la que el bueno tiene su recompensa y los malos su castigo. Y no, esta es una sencilla historia de descubrimiento de la vida, de asomar la cabeza fuera del mundo individual de Fusi.

Toda la pelicula orbita en torno al excepcional trabajo de Gunnar Jonsson, que compone con maestría un personaje entrañable, del que toda la sala se queda prendado. Cualquiera que vea la película no dudaría en llevarse a Fusi a su casa y adoptarlo. A todos nos gusta tener al lado a alguien como Fusi, que rezuma ingenuidad, nobleza, lealtad, honestidad, “un ser humano maravilloso” como le define Sjöfn en un momento del film.

Me gustó mucho la película. Es una obra que tiene grandes contradicciones que me gustan. Por ejemplo, no queda muy claro si es un drama o una comedia, ya que tiene buenas dosis de ambas cosas. Igual de contradictorio es el propio personaje central, con pinta de ogro por fuera, pero tierno y delicado por dentro. También resulta contradictorio que los niños quieran a Fusi porque le sienten como uno de ellos, mientras que los adultos le desprecien y piensen que es un pederasta por el simple hecho de jugar con niños. Asimismo, me pareció fascinante el hecho de que conocer a Sjöfn, que es una persona claramente inestable, sirviera para que Fusi encontrara la estabilidad en su propia vida. A menudo no hay nada más coherente que lo contradictorio.

Bajo esa gran capa de tejido adiposo que cubre el mastodóntico cuerpo de Fusi se esconde una persona asustada, inestable, alguien que no se encuentra cómodo en la vida, desorientado en un mundo hostil, que no comprende, que recela de su descomunal tamaño y hasta de su bondad. Fusi sólo encuentra seguridad en su habitación, con sus soldaditos, con sus escasos amigos (un tipo de su edad, también fanático de las maquetas bélicas) y una niña de ocho años. Por eso, no es extraño que, cuando Fusi por fin se enamora, su generosa entrega total se haga creíble, a pesar del injusto trato que recibe por parte de su desequilibrada amada.

La soledad debe ser un tema recurrente en el cine islandés. Un país aislado por su situación geográfica y por su inexorable clima, no podía dar otra cosa que personas solitarias. Pero aquí no se trata tanto de una soledad física sino emocional. Fusi y Sjöfn no están solos, ambos trabajan y conocen gente. Es más bien una soledad interior, ambos se refugian en sí mismos como defensa del mundo exterior. Fusi no sabe comunicarse con los demás, mientras que a Sjöfn se le adivina que se ha comunicado demasiado y no tiene más ganas de hacerlo.

Dagur Kari demuestra una gran habilidad para crear una película en la que combina perfectamente el costumbrismo de la vida en Islandia con los detalles artísticos, creando un personaje que es una historia en sí mismo. Hace que no necesitemos conocer el pasado de los personajes para entenderlos, le basta con mostrarnos su comportamiento para hacer que les conozcamos. Y sobre todo es capaz de no tirar hacia el drama retorcido o el romanticismo simplón, apostando por una historia creíble, sostenida por una narración repleta de sensibilidad.

“Corazón gigante” desprende ternura en cada fotograma, pero a pesar de su tono triste, es una película increíblemente agradable de ver, que nos reconforta a pesar de la gelidez de su paisaje y que nos llega muy dentro. La tímida sonrisa de Fusi en la última escena de la película es la misma con la que todos salimos del cine cuando esta magnífica película termina.

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13 de marzo de 2014
54 de 75 usuarios han encontrado esta crítica útil
En esta película, Polanski ha dado una vuelta de tuerca más al polanskismo. La atmósfera ya definitivamente es su propia atmósfera. La sensación de claustrofobia se intensifica. Cuatro actores ya eran muchos, esta vez dos. No me extrañaría que la próxima película de Polanski (si la hay) sea con un solo actor metido en una caja, haciendo un monólogo.

Pero tiene derecho a hacerlo. Es el cine que le gusta, y hace bien, se lo puede permitir. Además, a sus seguidores nos gusta. Personalmente, disfruto con esas atmósferas, me gusta esa manera que tiene Polanski de indagar en las partes más recónditas del alma, en aquellos lugares en los que nadie indaga, en lo más retorcido de cada uno de nosotros.

Cuando voy a ver una película de Polanski me imagino lo que voy a ver. No espero que haya veinte protagonistas y cientos de extras, ni que habrá muchas escenas en exteriores. Espero ver una película de las suyas, con sus características, y eso es lo que debería esperar todo el mundo. Quien quiera otra cosa, que no vaya. Es como ir a un restaurante japonés y esperar que nos pongan torreznos de aperitivo. Digo esto porque me imagino que habrá gente que se aburrirá mucho viendo una película que se desarrolla enteramente en lo alto de un escenario de teatro, y en la que durante todo el metraje solo aparecen dos actores, que lo único que hacen es hablar. Amigos, es Polanski, es lo que hay, y la cartelera está llena de otro tipo de cine.

El tour de force al que Polanski somete a sus dos actores (Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner) obtiene un magnífico resultado ya que tanto uno como otra están sensacionales en sus respectivas interpretaciones. Polanski es un admirable director de actores, lo ha sido siempre, y en esta ocasión consigue sacar un rendimiento escandalosamente bueno de ambos. Yo le doy un gran mérito a Polanski, puesto que no considero a ninguno de los dos protagonistas de la película unos actores de gran talento. En este caso, a mi juicio, el mayor talento es de quien los dirige. Aunque, como es lógico, de donde no hay no se puede sacar, o sea que algo tienen, pero lograr que aflore y que den más de lo que tienen, eso es tarea del director. Y aquí, no hay duda, lo consigue.

Diría que Amalric incluso me recuerda al propio Polanski. Me parece como si hubiera pensado “voy a poner a alguien que me interprete a mi”. No se, igual es una tontería, pero no lo puedo evitar, me pasé toda la película pensando que Amalric se daba un aire a Polanski cuando era joven y que eso habría tenido algo que ver en su elección para el papel. Y, si tenemos en cuenta que la protagonista es su mujer…

Y, hablando de su mujer, Emmanuelle Seigner mantiene un nivel físico excelente. Parece mentira que tenga 47 años. La última vez que la vi, en la película “En la casa”, la encontré algo mayor y me dio pena porque la recordaba guapísima. En cambio, en esta película la he visto muy bien. Se mantiene en un envidiable estado para su edad. Parece mentira que después de tantos años que han pasado desde “Lunas de hiel” siga siendo una mujer deseable. Me siento identificado con ella.

La película es poco accesible. Muy poco. Requiere una gran complicidad por parte del espectador. Si logras meterte en ella, disfrutarás de esa especie de teatro postmoderno que Polanski plantea y quedarás atrapado en el morbo, en el ambiente oscuro y enfermizo que se va generando entre los actores. Por el contrario, si no logras conectar corres el riesgo de dormirte en la butaca. Además, el director complica las cosas continuamente para que sea más difícil de seguir. Exige un cierto nivel cultural en el espectador y encima hace que los actores hagan comentarios sobre el texto, que a menudo se confunden con el texto mismo, lo cual hace que el espectador se desconcierte, ya que lo normal es que los actores interpreten el texto y lo hagan suyo, en lugar de cuestionarlo. Y como a medida que la película avanza, la relación entre el director y la actriz se va intensificando, la interpretación de los respectivos papeles lleva a un paroxismo final en el que se diría que la propia obra de teatro termina por devorar a los intérpretes. Y, casi casi, también a los espectadores.

Me gustó la película, pero aviso que es muy difícil que guste al público medio. Pero yo disfruto con el maquiavelismo de Polanski y con su precisión detrás de la cámara, con su infinito talento. Esa cámara, con el maravilloso acompañamiento musical, que avanza por el boulevard parisino y termina introduciéndose en el teatro. La misma que termina saliendo de él, al final de la película. A muchos no les dirá nada, a mi me parece puro arte.

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19 de noviembre de 2015
36 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sentaro (Masatoshi Nagase) dirige una pequeña pastelería en Tokio donde vende dorayakis (pastelitos rellenos de salsa de frijoles rojos dulces, llamada “An”). Una anciana, Tokue (Kirin Kiki), se ofrece para trabajar con él, pero la rechaza. Cuando le demuestra su talento para hacer “An”, decide contratarla, lo que hace que la pastelería tenga cada vez más clientes. Sentaro y Tokue se van conociendo cada vez más y se van revelando sus viejas heridas.

Se trata de una película de la directora Naomi Kawase. Tengo un problema con Kawase. Su cine tan cuidado, tan poético, tan delicado… no me llega. Reconozco sus virtudes visuales y el extraordinario mimo con que viste sus historias, pero es una belleza que me deja frío. Me pasó en “Aguas tranquilas” y me ha vuelto a pasar en ésta. Yo creo que es porque los personajes no están bien desarrollados, o eso me parece a mi. O quizá hay que ser japonés para empatizar con ellos.

Kawase plantea la situación. Pone los elementos encima de la mesa, y tiene buena pinta. Unos preciosos planos de los cerezos, un pastelero solitario y enigmático, una anciana que habla con las hojas de los árboles y escucha lo que le dicen las judías, una jovencita que tiene un canario y pasa mucho tiempo en la pastelería… y a partir de ahí, ¿qué? Entonces es cuando Kawase flaquea, a mi juicio. El desarrollo de la historia carece de fuerza.

Se pone todo el foco en el esmero en que Tokue elabora el “An”, asistimos al proceso completo, vemos el efecto del paso de las estaciones del año en los cerezos, todo muy bonito, pero seguimos a kilómetros de la pantalla, sin que haya una mínima identificación o empatía con lo que sucede. El enigmático pastelero solitario me empieza a dejar de interesar, y la anciana no me da la pena que se supone que debería darme. No entiendo esa relación a tres bandas. No me emociono por nada, y tengo la sensación de que debería, pero no.

La película se va desarrollando a fuego lento, y uno espera que cuando los personajes descubran su pasado, y entendamos su comportamiento, todo tendrá sentido. Pensamos que cuando se descubra el pastel (nunca mejor dicho) la película irá hacia arriba y nos quedaremos absortos en las butacas. Sin embargo, Kawase no va por ahí, o no es capaz de llegar al corazón del espectador cuando las heridas de la vida de sus personajes quedan al descubierto.

Por otra parte, es de agradecer que Kawase no recurra a efectos tramposos en una trama que tenía todas las papeletas para recurrir a ellos. La pistola estaba cargada de balas sentimentaloides, pero Kawase no la dispara. Es loable su intento de llegar a tocar la fibra del espectador a través de la sutileza visual, recurriendo más a la lírica intimista que al efectismo. Eso lo valoro mucho, pero considero que no llega como debería, al menos al público occidental.

Los problemas de salud de Tokue y los problemas económicos de Sentaru marcan sus vidas, y juntos se hacen más fuertes. Kawase nos muestra que nunca es tarde, que la persona menos pensada nos puede aportar la fuerza necesaria para sacar la cabeza fuera del fango de las miserias de la vida, y que la naturaleza está ahí para aprender de ella cada día, con su ritmo lento y preciso, con su sabiduría silenciosa. Lástima que la resolución de la historia no fuera algo más arriesgado y menos previsible.

Más allá de que a cada uno le llegue más o menos la película, lo que es innegable es que el film rezuma ternura y esmero. Kawase, como en “Aguas tranquilas”, pone el énfasis visual en los pequeños detalles, y se basa en ellos para contar su historia. La infinita elegancia visual del cine de Kawase está fuera de toda duda. Esta mujer tiene un don para construir imágenes.

“Una pastelería en Tokio” es una película agradable, sencilla, rezuma sensibilidad y buen gusto, pero cuesta mucho sentirse partícipe de lo que pasa en la pantalla. La identificación con los personajes no existe (al menos, en mi caso), y todo es muy bello pero muy lejano. Seguiré viendo películas de Kawase, porque se que cuando haga una película que me llegue dentro será una experiencia fantástica.

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