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Críticas de Nacho Ambigú García
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Críticas 34
Críticas ordenadas por utilidad
3
16 de noviembre de 2017
25 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se ve que el otoño me ha pillado con las reservas líricas al mínimo, porque no soy capaz de verle el arte a tanto poeta disperso por la cartelera.
Después de chapotear en los versos farragosos de “Madre!” y de sobrevivir despierto al sopor naturalista de “Verano 1993”, me venden “A ghost story” como un trabajo (entrecomillo lo siguiente porque son píldoras literales de lo que se puede leer por ahí) “poético”, “inquietante”, “atrevido”, “provocador”, “extraño”, “hipnóticamente fascinante”, y asimismo como una experiencia cinematográfica “singularmente extraña”, “intrépida”, “apasionante”, “preciosa”…

A ver si lo explico como si estuviéramos charlando en un bar (que al fin y al cabo, eso es un ambigú): cuando en una retransmisión de fútbol escuchamos al comentarista decir que “está siendo un partido muy táctico”, cualquiera sabe que hay que traducirlo como “está siendo un solemne pestiño”. El típico empate a cero de centrocampismo enquistado y sin ocasiones de gol que entusiasma a los amantes de la pizarra y la estrategia, pero que aburre hasta la desesperación a los espectadores.

Es decir, si a uno lo que le interesa de forma exclusiva son los aspectos técnicos —el encuadre, la fotografía, el formato, el montaje—, tal vez se deshaga de gusto contemplando esta obra afectada, manierista y artificiosamente minimalista, rodada en pantalla cuadrada tipo diapositiva (¿alarde vintage?, ¿esnobismo puro?) y en la que los desaprovechadísimos actores se esfuerzan por ganarse el sueldo casi lo mismo que los muebles.

O imaginemos que de una novela solo tenemos en cuenta la gramática, el tipo de letra, el formato de página, el grosor del papel, el color de la tinta, la foto de la portada… ¿La historia? Menuda ordinariez.

Y no es que no hubiera materia prima. Puedo entender el enfoque que Lowery le quiere dar a su película de fantasmas, lo de rescatarla de los clichés del cine de terror convencional y todo eso. Pero no me explico por qué sigue habiendo tanto director empeñado en creer que el tedio y la languidez son la mejor manera de reflejar la delicadeza y la sensibilidad. “A ghost story” resulta, en el mejor de los casos, un videoclip aburrido, el enésimo cortometraje alargado y el penúltimo ejemplo de autor que muere víctima de su propia metáfora.

Pues eso. Que de contar algo, menos que poco, y apenas con cuatro palabras medio susurradas y un par de subtítulos perezosos (¿no éramos poetas?; pues a esforzarse, hombre). Para mayor despropósito, el parlamento más largo —que tarda una hora en llegar— suena a explicación innecesaria, a incongruencia e impostura, a inseguridad o pereza, a desconfianza del autor respecto a su propia elección narrativa (insisto: ¿no somos poetas?, ¿no dominamos el arte de la sugerencia?).

Eso es lo de menos, obviamente; que no se hable, o que se gaste poca saliva. Tampoco había diálogos sonoros en “The artist” (Michel Hazanavicius, 2011) o “Blancanieves” (Pablo Berger, 2012), y bien que funcionaban y llegaban hasta el tuétano. La ausencia casi total de palabras en esta película no es más que otra consecuencia de su grandilocuente abulia.

Si os apetece, por ejemplo, emplear 5 minutos y medio de vuestra vida en mirar cómo una actriz se come una tarta (es literal, lo prometo: casi seis minutos, y eso en una pantalla de cine es acariciar la eternidad), pues nada, adelante mis valientes. Yo ya he tenido bastante.
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Nacho Ambigú García
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5
14 de septiembre de 2017
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Representado gráficamente, el visionado de esta película vendría a ser algo parecido al perfil de una etapa de la vuelta ciclista. Arranca en llano, con un resumen sinóptico de la relación entre los protagonistas, todo bastante previsible, pues más que resumir lo que ha pasado anticipa lo que va a pasar, y luego repunta cuando da la impresión de que Ozon imita a Brian de Palma cuando este a su vez imita a Hitchcock, con el riesgo que siempre conlleva estar ante la fotocopia de una fotocopia… Después la cosa mejora y se acerca al David Cronenberg menos pulp y más sofisticado (el de “Inseparables”, “M. Butterfly” y “Spider”), y así vamos, entre repechos, baches, socavones, planicies y ascensiones, hasta un desenlace al sprint en el que abunda tanto la revelación como la confusión; es decir, se resuelve lo principal, pero no tanto lo concreto, con lo que el desconcierto le acaba comiendo terreno a la satisfacción.

Del argumento mejor contar lo mínimo: una joven acude al psiquiatra para tratar ciertas dolencias que relaciona con sucesos de su pasado, y la atracción sexual que surgirá entre el terapeuta y su paciente abrirá la puerta del misterio y le prenderá a la película esa etiqueta que tanto gustaba en los 90, la de “thriller erótico”.

Sorprende no obstante que una historia que habla de calenturas y pasiones retorcidas termine resultando en general más bien fría. Recurramos de nuevo a las etiquetas (juro no abusar de ello nunca más) para intentar explicarlo: ¿thriller psicológico?; ¿thriller erótico? No, amigos. La clave está en que “El amante doble” (y de nuevo la sombra de Cronenberg se hace alargada) podría definirse mejor como un “thriller ginecológico”. Si queréis saber por qué, preguntadle al señor Spoiler (o id a verla, al que le pique la curiosidad).

El sexo explícito se pasea tan campante por la frontera de lo pornográfico (el cine francés eso sí que lo tiene), en un par de secuencias que relegan a Gray y su sadomaso mainstream al horario de protección infantil… Y asimismo me obligo a la reflexión de por qué determinados comportamientos que calificaríamos de repugnantemente machistas en cualquier otra parte nos parecen sugerentes y atractivamente perversos cuando vienen servidos bajo el sofisticado envoltorio del cine de autor europeo. Misterios de la cinefilia, supongo.

Sea como sea, el que suscribe se queda con el Ozon de “En la casa” (2012) y “Frantz” (2016), igualmente complejo pero menos afectado; ser autor no es incompatible con ser buen narrador. Amén.
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Nacho Ambigú García
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6
19 de marzo de 2018
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Durante la década de los 90 y los primeros años del nuevo siglo proliferaron cierta clase de comedias a las que se convino en denominar indies, y que venían a ser una especie de revisión actualizada del modelo romántico-urbano que Woody Allen había popularizado en obras como "Annie Hall", "Manhattan", "Hannah y sus hermanas", "Poderosa Afrodita" y similares.

Eran historias sencillas sobre los dramas cotidianos de la gente corriente, aderezadas con una dosis calculada de referencias culturetas y un chorrito de humor más ácido que el habitual en las superproducciones de Hollywood. Edward Burns, Tom DiCillo, Kenneth Lonergan, Noah Baumbach, Jim Jarmusch, Kevin Smith, Alexander Payne, Judd Apatow, Todd Solondz o Michael Gondry son algunos de los nombres ilustres del género, subgénero o sambenito en cuestión.

Para bien o para mal fui espectador asiduo de este tipo de cine, que tenía la peculiaridad de resultar siempre amable y casi nunca memorable (y no lo digo en sentido peyorativo, que conste). Quizá por ello me parece desmesurada la atención y admiración mostrada hacia "Lady Bird", opera prima de la actriz Greta Gerwig, con nominaciones a cascoporro y barra libre de elogios por parte de la crítica.

Es una película interesante y digna de verse, por supuesto. Es una visión madura sobre la adolescencia y un retrato afinado sobre eso que llamamos la clase media; un paseo que transita con acierto por todos los terrenos que pisa, desde el familiar hasta el sexual, desde el académico hasta el económico, desde el cultural hasta el existencial.

No obstante, es como si ya la hubiera visto, como si estuviera hecha de recortes, descartes o aun grandes éxitos recopilados de otras comedias indies. Insisto en que es con seguridad culpa mía, de mi promiscuidad cinematográfica o de mi gusto atrofiado, tanto da. El caso es que este año he visto al menos dos películas de corte similar, "Qué fue de Brad" (Mike White, 2017) y "La gran enfermedad del amor" (Michael Showalter, 2017), que disfruté mucho más y me parecieron, aunque fuera solo un poco, más sorprendentes.
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Nacho Ambigú García
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8
1 de marzo de 2018
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que no os despisten el blanco y negro, ni su brevedad, ni sus evidentes formas teatrales: “The party” es una película agresiva, mordaz, corrosiva, afilada y más eficaz en su retrato del mundo actual que cualquier telediario o documental con pretensiones.

Un matrimonio formado por una recién nombrada ministra y un eminente profesor de universidad amante de la botella recibe en su casa a un plantel de amigos que parecen el reparto de un chiste: la filósofa madura y su esposa ex concursante de MasterChef; la amiga cínica y su marido teutón (un coach pelmazo que parece el contestador automático de Mr Wonderful), y el yupi cocainómano, que aparece solo porque, según anuncia, su mujer llegará con retraso.

La reunión derivará en un debate desatado y accidentado, donde caben la política, la economía, la educación y la cultura, y en el que se establecen duelos que enfrentan al amor y las ideas contra el trabajo y el dinero; a la sanidad contra la seudociencia, al coaching y el postureo espiritual contra el escepticismo y la razón académica, al feminismo contra el antimasculinismo… y entre pulla y reproche, espacio también para departir sobre la fidelidad, la ambición, el fracaso, la amistad, la muerte y casi todo lo imaginable cuando en una misma habitación juntamos seres humanos y litros de vino.

Esto de la reunión familiar o social que acaba en verbena de insultos o en bacanal de secretos inconfesables es casi un género en sí mismo, y vienen a la memoria títulos como “Los amigos de Peter” (Kenneth Branagh, 1992), “Celebración” (Thomas Vinternerg, 1998), “Agosto” (John Wells, 2013), “El nombre” (Alexandre de la Patellière, Matthieu Delaporte, 2012), “Un dios salvaje” (Roman Polanski, 2011) o la reciente “Perfectos desconocidos” (Álex de la Iglesia, 2017). Quizá el factor diferenciador de “The party” está en su vigencia, lo que no quiere decir que sea un trabajo meramente coyuntural, ya que los temas que aborda son sin duda aplicables a realidades pasadas o futuras, si es que nadie lo remedia antes.

Los intérpretes, de sobresaliente sin excepción, o, si acaso, con matrícula de honor para Timothy Spall y Patricia Clarkson (solo el Dios del marketing sabe por quñe no aparecen entre los candidatos a los Oscars). Destacar también la banda sonora hábilmente encajada desde el propio (y único) escenario en el que transcurre la acción: un tocadiscos que crea atmósfera y juega a cambiar el registro dramático aun en contra de la voluntad de los personajes.

Todo esto en setenta minutos. (¡Setenta!) Casi un milagro en estos tiempos de películas eternas como colas en urgencias y sobrehinchadas como culturistas.
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Nacho Ambigú García
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7
2 de febrero de 2018
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Convengamos en que el postureo friki existe. El friki ya no es necesariamente un marginado, y determinadas obras, corrientes o tendencias que acostumbramos a incluir en el catálogo oficioso de frikismos son ya tan cool como los zapatos de Manolo Blanik o el iPhone nosecuántos (he perdido la cuenta).

Precisamente por esto tenía yo mis temores antes de ver “The diaster artist”. Me olía que a James Franco le apetecía pegarse un pasote para vacilar a la industria y ganarse el título —aparentemente despectivo pero más pretencioso de lo que se nos quiere vender— de director maldito, o rebelde, o alternativo, o bueno, sí, friki.

Dicho de otra manera: sospechaba que no se trataría de una comedia para el público, sino de un divertimento exclusivo para su autor. Por suerte me equivoqué, y aunque es verdad que tiene momentos genuinamente graciosos y otros que lo pretenden y no lo son tanto, en general “The disaster artist” es curiosa y entretenida, recomendable sobre todo para los aficionados a ese subgénero conocido como “cine dentro del cine”, que abarca desde las clásicas “Cantando bajo la lluvia” (Stanley Donen, Gene Kelly, 1952), “El crepúsculo de los dioses” (Billy Wilder, 1950) o “Cautivos del mal” (Vincente Minelli, 1952) hasta las modernas “Ed Wood” (Tim Burton, 1994), “Boogie nights” (Paul Thomas Anderson, 1997) o “Vivir rodando” (Tom DiCillo, 1995). Esta última es la más cercana como obra de ficción, aunque la peculiaridad del protagonista y el hecho de que sea un personaje real hace inevitable la asociación con la película de Tim Burton.

Pero hay una diferencia fundamental: Ed Wood era un megalómano casi naif, un animador de cumpleaños infantil que se creía Orson Welles, mientras que Tommy Wiseau es poco menos que un zumbado que se cree un artista complejo y transgresor. Wood es el niño pequeño que te enseña los cuatro rayajos que ha pintado y al que le dices que es un dibujo precioso; Wiseau es el cuñao o el vecino plasta que se cree Kubrick y quiere engancharte para que veas el “artístico” vídeo de la comunión de su hijo.

La película recrea el rodaje de “The room”, un truñardo tan apestoso y lamentable que terminó siendo reivindicado por la incipiente aristocracia friki para amenizar sesiones golfas y practicar el malsano ejercicio de descojonarse de una obra creada justo con la intención opuesta. Ya lo hemos dicho aquí más de una vez: cuando se traspasa la frontera de la máxima intensidad, se entra en el terreno de la comedia involuntaria. Eso le ocurrió al tal Tommy Wiseau, en cuyo pellejo se mete el propio Franco logrando un calco casi perfecto y que puede apreciarse en detalle durante la sucesión de planos paralelos que acompañan a los créditos finales.

Dependiendo de cómo se afronte el visionado (o bien del número de manuales de coaching y similares que uno lleve en el cuerpo) caben dos conclusiones: que no importan los resultados si el trabajo se realiza con empeño e ilusión, o bien que si uno se cree más artista que nadie solo por ser más raro estará condenado irremediablemente al ridículo.

Confieso que durante unos minutos, recién terminada la película, se me despertaron las ganas de ver “The room”, por puro morbo, supongo. Suerte que se me pasaron enseguida y sigo siendo noventa minutos más cuerdo.
Más información en http://ambigugarcia.blogspot.com.es/
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