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El Madrid real. La leyenda negra de la gloria blanca
El Madrid real. La leyenda negra de la gloria blanca
MediometrajeDocumentalTV

3.8
216
Documental
1
10 de noviembre de 2014
10 de noviembre de 2014
48 de 75 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como escribir una crítica demasiado extensa y literaria de semejante bazofia propagandística, al estilo de otros despropósitos (des)informativos falsarios de TV3 o la prensa deportiva catalana (Marca y As a su lado son caviar...), es estéril y poco gratificante, me limitaré a hablar de datos y estadísticas que son simple y llana objetividad (término desconocido por Carles Torras) y, a su vez, mucho más que pistas esclarecedoras.
¿Era (vergonzoso sería hablar en presente) el Real Madrid Club de Fútbol el equipo de Francisco Franco? Veamos los títulos nacionales (Liga y Copa, no había más) ganados por estos cuatro equipos españoles durante la terrible dictadura franquista, comprendida entre 1939 y 1975 y siendo, al final, 36 largos y penosos años:
- Atlético de Madrid: 11 títulos nacionales de 22 totales (50%)
- Athletic Club; 11 títulos nacionales de 32 totales (34%)
- Real Madrid CF: 20 títulos nacionales de 60 totales (33%)
- FC Barcelona: 17 títulos nacionales de 59 totales (29%)
(nota: si incluyéramos la Copa Eva Duarte -no siempre considerada título oficial- ATM, ATH y RM ganaron una cada uno, pero el FCB tres, así que aumentaría su porcentaje de títulos ganados durante el franquismo hasta casi el del equipo merengue).
¿Conclusión? No hay que ser un lince para percatarse, pero haré un resumen. Madrid y Barça ganaron prácticamente los mismo títulos y tienen un porcentaje muy similar. El del Athletic es ligeramente mayor pero lo más sorprendente es ver cómo el Atlético ganó la mitad de sus títulos nacionales durante la dictadura.
No pretendo decir que el ATM fuera el equipo de Franco, en absoluto, pero sí demostrar mediante hechos y datos, no conjeturas y falacias, que el Real Madrid sólo fue un equipo más, y que todo lo que ganó fue por méritos propios, y porque grandísimos jugadores han pasado por sus banquillos, ni más ni menos.
Basta de mentiras y de falseamientos históricos. Verdad y rigor, simplemente, es lo que le pido a un buen documental. ¿El del señor Torras? Evidentemente, no lo es. ¿Propagandístico, manipulador, populista y mentiroso? Hasta el infinito y más allá.
¿Era (vergonzoso sería hablar en presente) el Real Madrid Club de Fútbol el equipo de Francisco Franco? Veamos los títulos nacionales (Liga y Copa, no había más) ganados por estos cuatro equipos españoles durante la terrible dictadura franquista, comprendida entre 1939 y 1975 y siendo, al final, 36 largos y penosos años:
- Atlético de Madrid: 11 títulos nacionales de 22 totales (50%)
- Athletic Club; 11 títulos nacionales de 32 totales (34%)
- Real Madrid CF: 20 títulos nacionales de 60 totales (33%)
- FC Barcelona: 17 títulos nacionales de 59 totales (29%)
(nota: si incluyéramos la Copa Eva Duarte -no siempre considerada título oficial- ATM, ATH y RM ganaron una cada uno, pero el FCB tres, así que aumentaría su porcentaje de títulos ganados durante el franquismo hasta casi el del equipo merengue).
¿Conclusión? No hay que ser un lince para percatarse, pero haré un resumen. Madrid y Barça ganaron prácticamente los mismo títulos y tienen un porcentaje muy similar. El del Athletic es ligeramente mayor pero lo más sorprendente es ver cómo el Atlético ganó la mitad de sus títulos nacionales durante la dictadura.
No pretendo decir que el ATM fuera el equipo de Franco, en absoluto, pero sí demostrar mediante hechos y datos, no conjeturas y falacias, que el Real Madrid sólo fue un equipo más, y que todo lo que ganó fue por méritos propios, y porque grandísimos jugadores han pasado por sus banquillos, ni más ni menos.
Basta de mentiras y de falseamientos históricos. Verdad y rigor, simplemente, es lo que le pido a un buen documental. ¿El del señor Torras? Evidentemente, no lo es. ¿Propagandístico, manipulador, populista y mentiroso? Hasta el infinito y más allá.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
PD: no cuento los títulos europeos e internacionales porque... ¿qué pintaba Franco fuera de nuestras fronteras? Nada de nada, así que hablar de influencias en ese caso es no ya discutible, sino sencillamente demencial.
29 de marzo de 2010
29 de marzo de 2010
30 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
No podría haber título más errático con el que bautizar su última obra zombi que 'Survival of the Dead', cuando lo único que parece dominar últimamente la carrera (y el mito zombi) de su director es la decadencia. Tras la fallida 'El diario de los muertos' (en la que pretendía, en clave oportunista y torpe, una revisión del sub-género adaptada a los gustos y exigencias del espectador actual), nos entrega la sexta parte de su saga de terror, que parece haber sido infectada como los personajes de sus películas y se está pudriendo. Romero parece empecinado en convertir su cine en triste metáfora de sus caníbales criaturas: un cine más muerto que vivo pero que se sueña en plenas facultades.
Resulta desconcertante que el creador de la fundacional 'La noche de los muertos vivientes' (1968) y de sus dos estupendas secuelas clásicas nos haya brindado una nueva trilogía tan cansada y mediocre (exceptuando 'La tierra de los muertos vivientes' -2005-), que revela a George A. Romero como un autor agotado, seco y sin ideas; un muerto viviente que se niega a admitir su condición terminal, o que ni siquiera intenta hacer algo para cambiarlo.
Hasta el gore está olvidado. Y es que ya ni sus fans le perdonan.
Resulta desconcertante que el creador de la fundacional 'La noche de los muertos vivientes' (1968) y de sus dos estupendas secuelas clásicas nos haya brindado una nueva trilogía tan cansada y mediocre (exceptuando 'La tierra de los muertos vivientes' -2005-), que revela a George A. Romero como un autor agotado, seco y sin ideas; un muerto viviente que se niega a admitir su condición terminal, o que ni siquiera intenta hacer algo para cambiarlo.
Hasta el gore está olvidado. Y es que ya ni sus fans le perdonan.

3.6
7,180
2
4 de agosto de 2006
4 de agosto de 2006
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aburrida, sosa, impresentable. Los mejores chistes ya me los conocía del trailer. El resto es puro entretenimiento lobotomizado a cargo de personajes a cada cuál más insoportable. No falta el tonto, la lista, y las tías buenas que, al menos, alegran un poco la vista del espectador que ha sucumbido al tedio.
La parte final entretiene, pero ya es demasiado tarde para arreglar tamaño disparate.
La parte final entretiene, pero ya es demasiado tarde para arreglar tamaño disparate.

7.5
10,409
9
1 de mayo de 2015
1 de mayo de 2015
22 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Apenas cuatro paredes y pequeñas parcelas de campo, habitadas por cuatro personajes obligados a coexistir por las tristes vicisitudes de una guerra, son suficientes para que Zaza Urushadze, cineasta georgiano con escasas películas a cuestas que alcanza el reconocimiento global con la que nos ocupa, logre componer uno de los retratos más conmovedores y efectivos, en lo que a alegatos pacifistas se refiere, que uno haya tenido la oportunidad de ver jamás. 'Mandarinas' (2013), que hace unos meses competía en la categoría de mejor película de habla no inglesa en los Oscar representando a Estonia (siendo, para el que esto escribe, la mejor de las candidatas junto a la notable 'Leviatán' -Andrei Zvyagintsev, 2014-), narra una historia (aparentemente) mínima en el contexto de la guerra de Abjasia, acaecida a principios de los años 90, donde los intentos de Georgia por independizarse de la Unión Soviética se enfrentaron a la negativa de la etnia abjasia (muchos de ellos estonios afincados desde mitad del siglo XIX en Georgia y que volvieron a su patria histórica al comenzar el conflicto) y, sobre todo, de los rusos. Un conflicto, como bien se menciona en un diálogo del film, por la tierra. Ahora que se ha expuesto el contexto histórico en que se enmarca este largometraje, cabe resaltar un dato no fundamental, pero sí estimable: su director posee la nacionalidad georgiana, pero la cinta nace bajo producción estonia. Lo que alguno podría ver como una incongruencia, o quizá como un elemento aparentemente conflictivo, no lo es de ningún modo, ya que ejemplifica, al margen de la propia narrativa de la película, una explícita voluntad de contar una historia sin maniqueísmos ni tergiversaciones, amparada bajo varias miradas a priori enfrentadas, pero que convergen en los mismos anhelos, miedos y sueños.
No elabora un discurso político ni entra a discutir sobre los motivos de unos y otros. No le interesa, entonces, en cuanto empieza a matarse en nombre de algo (un ideal, tierra...), ya que las razones se difuminan, se manchan de sangre y se tiñen de odio, perdiendo así todo su sentido (si es que alguna vez lo tuvieron). Bajo esta premisa, a la cual su autor es fiel hasta las últimas consecuencias, la narración discurre suave y sin alzar la voz a lo largo de unos breves pero estimulantes 80 minutos que, créanme, dan para mucho. Sostenida bajo diálogos muy bien escritos y amparada bajo el cálido techo de una hermosísima melodía que va repitiéndose cadenciosamente y con diferentes instrumentos a lo largo del film como un eco melancólico que va calando hasta los huesos, la historia no alberga hueco para el efectismo ni para la moral de un solo recorrido, pues todo en ella late bajo un mismo corazón que pretende aportar un pedazo de vida sencillo pero con muchas dobleces, donde se encuentran aspectos tales como la convivencia, el perdón, la pérdida o el simple y puro deseo de vivir. Su humanismo, en absoluto ingenuo, va sedimentándose bajo la piel del espectador sin apenas darse uno cuenta. Es una película accesible para cualquier tipo de público, lo cual no es en absoluto un menosprecio, pero su tristeza es insoslayable, casi infinita, pues le acompaña a uno a cualquier lugar. En varios momentos, un servidor estuvo a punto de ser inundado por un mar de lágrimas. No se preocupen. Es una tristeza necesaria, un sentimiento que todos deberíamos dejar que nos invadiera de vez en cuando, y Urushadze la acompaña de su sincera, profunda elegía que es, a un mismo tiempo, un canto por la paz y por la vida, y que alcanza, en la escena final frente al mar, un hechizo conmovedor e inolvidable que más valdría atesorar en nuestro interior para siempre.
Así concluye 'Mandarinas', con una pequeña sorpresa que revela el motivo por el cual el protagonista no quiere abandonar ese territorio sumido en el horror de la guerra, un pequeño gesto que engrandece (aún más) a la propia película. Ha sido estrenada tan sólo una semana después de la pobre 'El maestro del agua' (Russell Crowe, 2014) y se revela, así, como el antídoto perfecto para sobrellevar el amargo recuerdo que dejó aquella, otra muestra de cine pseudobélico con opuestas maneras y resultados; como la manera de volver a creer en un cine serio y comprometido que haga de la emoción un sentimiento sincero y sencillo, no una retranca manierista y acartonada que invalide cualquier atisbo de mensaje conciliador. 'Mandarinas' está llamada a ser uno de los estrenos de referencia del año, que más valdría no dejar pasar.
www.asgeeks.es/movies/critica-de-mandarinas-hijos-de-la-muerte/
No elabora un discurso político ni entra a discutir sobre los motivos de unos y otros. No le interesa, entonces, en cuanto empieza a matarse en nombre de algo (un ideal, tierra...), ya que las razones se difuminan, se manchan de sangre y se tiñen de odio, perdiendo así todo su sentido (si es que alguna vez lo tuvieron). Bajo esta premisa, a la cual su autor es fiel hasta las últimas consecuencias, la narración discurre suave y sin alzar la voz a lo largo de unos breves pero estimulantes 80 minutos que, créanme, dan para mucho. Sostenida bajo diálogos muy bien escritos y amparada bajo el cálido techo de una hermosísima melodía que va repitiéndose cadenciosamente y con diferentes instrumentos a lo largo del film como un eco melancólico que va calando hasta los huesos, la historia no alberga hueco para el efectismo ni para la moral de un solo recorrido, pues todo en ella late bajo un mismo corazón que pretende aportar un pedazo de vida sencillo pero con muchas dobleces, donde se encuentran aspectos tales como la convivencia, el perdón, la pérdida o el simple y puro deseo de vivir. Su humanismo, en absoluto ingenuo, va sedimentándose bajo la piel del espectador sin apenas darse uno cuenta. Es una película accesible para cualquier tipo de público, lo cual no es en absoluto un menosprecio, pero su tristeza es insoslayable, casi infinita, pues le acompaña a uno a cualquier lugar. En varios momentos, un servidor estuvo a punto de ser inundado por un mar de lágrimas. No se preocupen. Es una tristeza necesaria, un sentimiento que todos deberíamos dejar que nos invadiera de vez en cuando, y Urushadze la acompaña de su sincera, profunda elegía que es, a un mismo tiempo, un canto por la paz y por la vida, y que alcanza, en la escena final frente al mar, un hechizo conmovedor e inolvidable que más valdría atesorar en nuestro interior para siempre.
Así concluye 'Mandarinas', con una pequeña sorpresa que revela el motivo por el cual el protagonista no quiere abandonar ese territorio sumido en el horror de la guerra, un pequeño gesto que engrandece (aún más) a la propia película. Ha sido estrenada tan sólo una semana después de la pobre 'El maestro del agua' (Russell Crowe, 2014) y se revela, así, como el antídoto perfecto para sobrellevar el amargo recuerdo que dejó aquella, otra muestra de cine pseudobélico con opuestas maneras y resultados; como la manera de volver a creer en un cine serio y comprometido que haga de la emoción un sentimiento sincero y sencillo, no una retranca manierista y acartonada que invalide cualquier atisbo de mensaje conciliador. 'Mandarinas' está llamada a ser uno de los estrenos de referencia del año, que más valdría no dejar pasar.
www.asgeeks.es/movies/critica-de-mandarinas-hijos-de-la-muerte/

7.1
1,524
8
26 de mayo de 2015
26 de mayo de 2015
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta cuanto menos curioso que hace menos de un mes se estrenara una película que, como la que ahora nos ocupa, se enclava en el conflicto de la guerra de Abjasia, a principios de los años 90. Se trata de la conmovedora 'Mandarinas' (Zaza Urushadze, 2013) y es más que probable que, quienes hayan visto con anterioridad la cinta estonia nominada al Oscar, encuentren aún más similitudes entre ambas obras. Por un lado, que la historia gire en torno a un anciano que vive en medio de dicho conflicto ganándose la vida como agricultor; también, que sus autores apuesten por el minimalismo escénico y la sobriedad tonal e, incluso, que contemplen la aparición de un soldado herido como punto de inflexión de la narración. Sin embargo, son semejanzas más bien superficiales, casi anecdóticas. La apuesta del georgiano George Ovashvili es más radical, utiliza el conflicto bélico sólo como telón de fondo y prescinde de diálogos en toda la película, con la salvedad de algunos momentos puntuales. Además, no es un relato sobre la guerra, sino sobre la naturaleza y sus ciclos, en los que el ser humano aporta paz y guerra con penosa regularidad, y con los que no cabe sino aprender a convivir. Ovashvili presenta con 'Corn Island' (2014) su segundo trabajo tras 'The other bank' (2009) y, lamentando no haber tenido la oportunidad de ver su ópera prima, también situada en el conflicto étnico de Georgia, la impresión tras la proyección no es otra que la de asistir a una voz muy personal, arriesgada y en absoluto pretenciosa, libre de toda retórica. Ha visto recompensado su esfuerzo con numerosos premios en multitud de festivales de todo el mundo, y con tan sólo dos títulos en su filmografía se postula como un autor creciente al que más nos valdría no perder la pista.
La trama es más que sencilla, mínima, y nos es relatada en apenas unos rótulos al comienzo de la película: el río Enguri es la frontera natural entre Georgia y Abjasia y, al llegar la primavera, sufre crecidas que arrastran materiales que, repentinamente, forman pequeñas islas fértiles. Una de éstas será habitada durante varios meses por un abuelo y su nieta para cultivar maíz y así lograr subsistir. Lo que el espectador verá en poco más de hora y media es precisamente ese proceso de construcción de una casa en dicho terreno y el posterior cultivo de la tierra, con ausencia casi total de diálogos en un curioso acercamiento al cine de ficción con cariz documental. Muchos críticos han invocado referentes que van desde 'Dersu Uzala' (Akira Kurosawa, 1975) hasta 'Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera' (Kim Ki-duk, 2003), y eso se explica por el acercamiento poético a la naturaleza del que se sirve Ovashvili y la capacidad del mismo para hablar de la vida con extremada delicadeza y sencillez, pero no poca hondura. En una entrevista, su director aclaraba este punto, por si fuera necesario, recalcando que lo más importante de 'Corn Island' es mostrar el fluir de la vida, ni más ni menos. Dicho y hecho, su película recala en no pocos asuntos trascendentales de una manera cadenciosa, sin levantar la voz, pasando a formar parte de esas obras en las que aparentemente no pasa nada y, en realidad, ocurre todo. Ovashvili nos habla de los ciclos vitales y de la regeneración implícita en cada uno de ellos en búsqueda del equilibrio natural, de ese eterno e inherente "volver a empezar", y en ese camino bello, melancólico y fanganoso va dejando migas de pan (o semillas de maíz) tales como la pérdida de la inocencia, el despertar sexual, el dolor, el miedo, la supervivencia, la muerte... y una oda al trabajo y al dulce y amargo porvenir que se nos depara sin apenas darnos cuenta. Una pequeña hazaña cinematográfica que recuerda a la monumental 'Boyhood' de Richard Linklater: si bien en aquella eran doce años, aquí nos relatan doce meses en los que uno también tiene la sensación de haber asistido a un pedazo de vida en constante palpitación, y también a la formación de un microcosmos perfectamente delineado en el que sus protagonistas sudan, sufren, lloran, se empapan y se ensucian ante los ojos de un espectador magullado, tal es el grado de realismo debido al excelso trabajo de puesta en escena y diseño de producción, lo que la convierte en un pequeño (gran) triunfo de una cinematografía tan ajena a nosotros como la georgiana.
Y este triunfo tiene dos protagonistas (quizá tres, pues la naturaleza es el omnipresente demiurgo de la historia y del mundo), que no son tanto el abuelo y su nieta como sus miradas, auténticos pozos de humanidad en los que uno bien podría perderse, algo esencial en una cinta que tarda veinte minutos en expeler sus primeras frases y otros veinte en volver a hacerlo. Y en ese duelo de miradas y frases contadas, pero poseedoras de fuerza y sentido ("Esta tierra pertenece a su creador"), emerge el personaje de la nieta y sus ojos curiosos y melancólicos, amén de la extraña sensualidad que destila y que soterradamente recorre todo el film, como la fuerza volcánica contenida que es la etapa de madurez y su correspondiente despertar sexual. Aun con todo, los protagonistas son más bien 'simples' personajes, testigos casi mudos del derrumbamiento del mundo y su posterior resurgir como podría serlo cualquiera de nosotros. La aparición de un tercer personaje en discordia, el del soldado herido, distrae el foco de lo esencial y se desvía del discurso que había primado en el resto del metraje (la solitaria existencia del anciano y la joven), siendo quizá la única nota discordante del relato. Pero la conclusión de ese relato, abrupta y algo difícil de asimilar en un principio, cierra en alto 'Corn Island', pues unida a la escena final, que nos devuelve al comienzo de la cinta, se revela cruda pero brutalmente coherente con el discurso de su autor, ni pesimista ni optimista, sí quizá melancólico, fiel al fluir de la vida que decía Ovashvili.
www.asgeeks.es/movies/critica-de-corn-island-la-isla-minima/
La trama es más que sencilla, mínima, y nos es relatada en apenas unos rótulos al comienzo de la película: el río Enguri es la frontera natural entre Georgia y Abjasia y, al llegar la primavera, sufre crecidas que arrastran materiales que, repentinamente, forman pequeñas islas fértiles. Una de éstas será habitada durante varios meses por un abuelo y su nieta para cultivar maíz y así lograr subsistir. Lo que el espectador verá en poco más de hora y media es precisamente ese proceso de construcción de una casa en dicho terreno y el posterior cultivo de la tierra, con ausencia casi total de diálogos en un curioso acercamiento al cine de ficción con cariz documental. Muchos críticos han invocado referentes que van desde 'Dersu Uzala' (Akira Kurosawa, 1975) hasta 'Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera' (Kim Ki-duk, 2003), y eso se explica por el acercamiento poético a la naturaleza del que se sirve Ovashvili y la capacidad del mismo para hablar de la vida con extremada delicadeza y sencillez, pero no poca hondura. En una entrevista, su director aclaraba este punto, por si fuera necesario, recalcando que lo más importante de 'Corn Island' es mostrar el fluir de la vida, ni más ni menos. Dicho y hecho, su película recala en no pocos asuntos trascendentales de una manera cadenciosa, sin levantar la voz, pasando a formar parte de esas obras en las que aparentemente no pasa nada y, en realidad, ocurre todo. Ovashvili nos habla de los ciclos vitales y de la regeneración implícita en cada uno de ellos en búsqueda del equilibrio natural, de ese eterno e inherente "volver a empezar", y en ese camino bello, melancólico y fanganoso va dejando migas de pan (o semillas de maíz) tales como la pérdida de la inocencia, el despertar sexual, el dolor, el miedo, la supervivencia, la muerte... y una oda al trabajo y al dulce y amargo porvenir que se nos depara sin apenas darnos cuenta. Una pequeña hazaña cinematográfica que recuerda a la monumental 'Boyhood' de Richard Linklater: si bien en aquella eran doce años, aquí nos relatan doce meses en los que uno también tiene la sensación de haber asistido a un pedazo de vida en constante palpitación, y también a la formación de un microcosmos perfectamente delineado en el que sus protagonistas sudan, sufren, lloran, se empapan y se ensucian ante los ojos de un espectador magullado, tal es el grado de realismo debido al excelso trabajo de puesta en escena y diseño de producción, lo que la convierte en un pequeño (gran) triunfo de una cinematografía tan ajena a nosotros como la georgiana.
Y este triunfo tiene dos protagonistas (quizá tres, pues la naturaleza es el omnipresente demiurgo de la historia y del mundo), que no son tanto el abuelo y su nieta como sus miradas, auténticos pozos de humanidad en los que uno bien podría perderse, algo esencial en una cinta que tarda veinte minutos en expeler sus primeras frases y otros veinte en volver a hacerlo. Y en ese duelo de miradas y frases contadas, pero poseedoras de fuerza y sentido ("Esta tierra pertenece a su creador"), emerge el personaje de la nieta y sus ojos curiosos y melancólicos, amén de la extraña sensualidad que destila y que soterradamente recorre todo el film, como la fuerza volcánica contenida que es la etapa de madurez y su correspondiente despertar sexual. Aun con todo, los protagonistas son más bien 'simples' personajes, testigos casi mudos del derrumbamiento del mundo y su posterior resurgir como podría serlo cualquiera de nosotros. La aparición de un tercer personaje en discordia, el del soldado herido, distrae el foco de lo esencial y se desvía del discurso que había primado en el resto del metraje (la solitaria existencia del anciano y la joven), siendo quizá la única nota discordante del relato. Pero la conclusión de ese relato, abrupta y algo difícil de asimilar en un principio, cierra en alto 'Corn Island', pues unida a la escena final, que nos devuelve al comienzo de la cinta, se revela cruda pero brutalmente coherente con el discurso de su autor, ni pesimista ni optimista, sí quizá melancólico, fiel al fluir de la vida que decía Ovashvili.
www.asgeeks.es/movies/critica-de-corn-island-la-isla-minima/
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