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Críticas de Juan Marey
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Críticas 631
Críticas ordenadas por utilidad
9
11 de febrero de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El legado de John Ford es inconmensurable, a nadie se le escapa que el cine actual no existiría de esta manera si él no hubiera cogido una cámara en 1917 siguiendo los pasos de su hermano Francis (al que luego contrató como actor en múltiples cintas). En 1948 Ford rueda “Tres padrinos”, una obra que no era desconocida para el gran público: en 1913, Peter B. Kyne publicó la novelilla original en el Saturday Evening Post sobre un grupo de forajidos que acababan teniendo que cuidar de un bebé, solo tres meses después de su publicación, D.W. Griffith ya hizo la primera adaptación, una película de 17 minutos titulada “The sheriff's baby”, En 1916 volvió a rodarse con el título original, y en 1919 un primerizo John Ford hizo un remake de aquella película bajo el título de “Marked man”, Ford confió para el papel principal en Harry Carey, que repitió el mismo que ya hiciera en la versión de 1916.

Ford crea aquí lo que se podría denominar como "western sentimental", en una película que el genial director dedicó al antes mencionado Harry Carey, su mentor y amigo personal fallecido un año antes de la producción de "Tres padrinos", la película incluye la siguiente dedicatoria: "Dedicada a Harry Carey, una brillante estrella en el cielo de los primeros años del western", y es el hijo de Harry Carey, Harry Carey Jr. quien encarna el personaje de uno de los tres padrinos a los que alude el título. Fue la primera película que John Ford rodó en color, rodada en “Monumental Valley” y con fotografía del excelente operador Winton C. Hoch quien hizo un trabajo admirable fotografiando el desierto de una manera que pocos films han conseguido. La cinta reincide en uno de los temas favoritos de Ford, las relaciones humanas en un grupo variopinto durante una situación extrema, además, lanza interesantes notas sobre la necesidad de formar una familia, la resistencia del ser humano y el espíritu de sacrificio, loando la necesidad de creer, de tener fe, de saber sacrificarse por un bien mayor.

Ford narra a modo de cuento y con muchos detalles humorísticos la aventura de los tres protagonistas que corre en paralelo a algunos relatos evangélicos relacionados con la Navidad: un niño, una mujer, tres hombres, una estrella que los guía, un asno y su pollino… Los tres forajidos se convertirán en padrinos de un niño recién nacido (Robert William Pedro), al que tendrán que alimentar y dar de beber a lo largo de todo tipo de peripecias, entre ellas grandes tormentas de arena, tormentas magníficamente resueltas desde un punto de vista técnico. Se les acabará el agua, se quedarán sin caballos, no tendrán comida, se irán despojando de cuanto llevan encima… En esa constante huida pasarán no pocas penalidades, pero esa huida se convertirá en un viaje de redención donde se harán patentes valores como la amistad, el compañerismo y el amor al prójimo, delatando la bondad que habita en el corazón de estos nobles bandidos. Es bien sabida la capacidad de emocionar con sus imágenes que tenia el gran Ford, este film atesora algunos de esos momentos capaces de poner un nudo en la garganta y humedecer los ojos al mas pintado... o por lo menos a mi, y es que Ford era mucho Ford amigos.

Un western muy atípico con unos diálogos memorables, un cuento de navidad, sin balas, cargado de humor, emotividad y ternura que hace más grande, si cabe, el cine de John Ford.
Juan Marey
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8
21 de noviembre de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando “La prueba de fuego” llegó a la gran pantalla en 1922, el cine sueco se encontraba en su plena Edad de Oro, liderados por Victor Sjöström, Mauritz Stiller y la productora para la que trabajaban, “AB Svenska Biografteatern” de Charles Magnusson; esta Edad de Oro fue iniciada por la obra maestra de Srtröjöm “Había una vez un hombre (Terje Vigen – 1917) y terminó con el éxodo de Victor Sjöström, Mauritz Stiller y los actores estelares Lars Hanson y Greta Garbo, quienes se sintieron atraídos por Hollywood en 1923 y 1924.

La película que hoy nos ocupa no tuvo el éxito internacional que había tenido su absoluta obra maestra previa, “La carreta fantasma” (1921), y hoy en día es prácticamente desconocida, pero creo que vale la pena reivindicarla porque es una excelente película. En general se percibe como una intención de repetir el éxito comercial que había tenido el otro drama religioso de época realizado por Sjöström, “El monasterio de Sendomir”, 1920). de hecho, la trama y el escenario son bastante parecidas: ambas tratan sobre un matrimonio entre un hombre mayor y una mujer más joven que se rompe violentamente debido a una aventura con un hombre más joven, comparten un énfasis en la religión y la moralidad, y los decorados y vestuario gótico del siglo XVII del “Monasterio de Sendomir” no son diferentes de la Florencia del siglo XV que se muestra en “La prueba de fuego”.

El cineasta sueco encierra a sus personajes en interiores, entre sombras, que remiten a la psique humana, puesto que es ahí donde se desarrolla en conflicto de la protagonista, su lucha entre la vida que le niegan y la muerte que inicialmente ve como única vía de escape. La joven vive en el dolor que para ella implica su inminente matrimonio con Maese Anton (Ivan Hedquist), un hombre mayor a quien odia por verse obligada a ser su mujer, encuentra en él y en la imposición matrimonial algo peor que la muerte, la ausencia de libertad de elección la aparta de la existencia que anhela compartir con el joven a quien ama. Ella debate su culpa o inocencia en un abismo tan sombrío como los espacios que la encierran, el lugar inmaterial donde sufre su alma atormentada y donde surge su necesidad de purificarla, la redención que posibilite la victoria de la vida sobre la muerte. En este juicio psicológico es donde pienso que reside la grandeza de la película y del talento del cineasta sueco para transmitir mediante imágenes esa lucha interna que, una y otra vez, aparece en sus películas, sean anteriores o posteriores.

Su enorme inventiva en el uso de los efectos especiales, como la sobreimpresión, pese a los rudimentarios recursos de la época, así como su belleza visual, obra del director de fotografía Julius Jaenzon, operador habitual de Sjöström, hacen de “La prueba de fuego” una película grande dentro su genero. Sin llegar a alcanzar la calidad de la precedente “La carreta fantasma” si es otra buena muestra del magnífico cine que nos ofreció el maestro nórdico.
Juan Marey
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8
13 de junio de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1953 Marcel Carné dirigió la adaptación de la obra de Zola “Teresa Raquin”, película con la que ganó el León de Plata en el Festival de Venecia y que, como curiosidad, era una de las cien películas preferidas de Akira Kurosawa. La historia que nos cuenta os resultará muy familiar a los aficionados al cine negro, con las salvedades de que aquí la pareja de amantes no actúa por ambición económica (aunque esta sí aparece con relación a un personaje secundario y crucial) y de que la protagonista no es precisamente una femme fatale: la joven Teresa (Simone Signoret) que está infelizmente casada con su primo Camille, un tipo enfermizo, aburrido e insoportable, dominado por una madre igual de insoportable, que vive con ellos. Carné nos muestra a unos personajes que desean y odian, que chantajean y matan, que no se resignan a lo que les ha tocado en el sorteo sin recurrir a excesos melodramáticos, sin interferir tomando partido o juzgándolos, tan solo dejando que la realidad estropee naturalmente los guiones que habían intentado escribir para sus propias vidas.

La pareja protagonista, Simone Signoret y el italiano Raf Vallone, funciona realmente bien, especialmente una espléndida Simone Signoret, toda naturalidad y frescura en un papel realmente complejo. Perfecto también el personaje secundario del chantajista, interpretado por Roland Lesaffre, que un año después ascendería a categoría de protagonista en otro film de Carné, “El Aire de París” (1954), pese a que inicialmente mantiene esa actitud insufrible y falsamente amable típica de un chantajista, al final el espectador se encuentra en la ambigua situación de no poder evitar que le caiga simpático este veterano de guerra que lo único que quiere es montar una tienda de bicicletas y que, después de todo, quizá no sea mal tipo.

Un muy buen drama criminal alejado del retrato sucio, hiperrealista y psicológico de la obra original. La película en ese género es intachable, con escenas de suspense muy bien medidas y ese tono fatalista que tan bien se le daba a Carné en sus obras de preguerra. Nunca llegamos a disfrutar de la relación de Thérèse y Laurent, y de hecho más bien tenemos la sensación de que nunca van a poder ser libres para amarse.
Juan Marey
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9
13 de marzo de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando vi esta película, no tenía idea de quién era Mark Donskoy o cómo encajaba en la historia del cine ruso. Ahora sé que nació en 1901 en Odessa y falleció en 1981 en Moscú o que entre otros galardones fue distinguido en 1966 como Artista del Pueblo de la URSS y con tres Premio Stalin en 1941, 1946 y 1948. Participante en la Guerra Civil y en la Gran Guerra Patria, Donskoi estudió en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Crimea, pero su vida profesional se orientó al mundo del cine, donde empieza como guionista y ayudante de dirección, hasta que en 1927 codirige junto con Mijail Averbaj el drama piscológico “En la gran ciudad”. En 1930 Donskoi dirige su primer largometraje en solitario “La orilla ajena”, drama sobre un marino que atiende con indolencia su trabajo. Posteriormente, en 1938 dirige una de sus grandes obras, el drama biográfico “La infancia de Gorki”, primera parte de una trilogía sobre el escritor de Nizhni Novgorod, que continuará al año siguiente con “Entre los hombres”, donde el joven protagonista sufre las penurias de una vida humilde tras abandonar el hogar paterno. La trilogía se cierra en 1939 con “Mis universidades”, sobre el sueño roto del joven Gorki de estudiar que le lleva a buscar trabajo, y a una vida sin refugio. Otras películas realmente interesantes de este gran director ruso son el drama bélico “El arco iris” (1944), adaptación de la novela de la escritora polaca Wanda Wasilewska sobre una mujer que se hace partisana durante la Gran Guerra Patria, “La maestra rural” (1947), sobre el amor entre una profesora y un revolucionario, o la maravillosa película que hoy nos ocupa, “El caballo que llora” (1957)

La película es una adaptación de una historia de Mikhailo Kotsyubinsky, un escritor ucraniano ejecutado en las purgas estalinistas pero rehabilitado en 1955, que anticipa el "cine poético" ucraniano de los años 60 en su enfoque sobre los amantes desamparados y su celebración de la naturaleza. Ambientada en la década de 1830, la película sigue a dos amantes que huyen, una mujer obligada a casarse con una persona impuesta por el terrateniente que los gobierna y su novio, un siervo buscado por las autoridades, mientras intentan abrirse camino hacia la libertad. Una historia de amor fascinantemente hermosa.

Una obra maestra distintiva en la filmografía de Mark Donskoy que fue reconocida años después de su lanzamiento. Es seguramente su creación más lírica y sin duda se entronca mucho con ese lirismo que siempre estaba presente en el cine de John Ford. La desgarradora historia de amor de Ostap y Salomia es una oda a la libertad del amor y la importancia de los instintos naturales en la felicidad humana. La naturaleza, el amor y la espontaneidad del comportamiento humano son conceptos que Donskoy deifica en esta película, proyectando a través de la conmovedora historia que narra los obstáculos que las "instituciones" y "reglas" humanas ponen en el fluir natural de las cosas. Las impactantes imágenes de la naturaleza siguen las representaciones realistas de la vida popular, creando un contraste visual entre la naturaleza y el hombre. Lírico y al mismo tiempo crudamente realista, Donskoy con “El caballo que llora” creó su película más pesimista pero al mismo tiempo más verdadera, una de las obras maestras indiscutibles del cine soviético.
Juan Marey
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8
19 de mayo de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los grandes melodramas del maestro Griffith con el que adaptó una lacrimógena obra teatral de Lottie Blair Parker, una película de exacerbado romanticismo en la que Griffith consigue que esta historia rebosante de sentimentalismo interese en todo momento. Sus modos narrativos tienen fuerza, y los actores, sobre todo Lillian Gish y Lowell Sherman, entregan unas poderosas interpretaciones, la primera como mujer desvalida, acostumbrada a los padecimientos, y el otro como villano al que en algún momento asaltan los remordimientos. La historia recurre a todos los tópicos del género: seducción, deshonra, hijo ilegítimo... Sin embargo, la soberbia puesta en escena y su arrebatado aliento visual consiguen hacer olvidar fácilmente estas limitaciones, a partir de este material de práctico derribo Griffith consigue extraer un lirismo insuperable.

De nuevo Lillian Gish vuelve a brillar con luz propia en una actuación en la que, literalmente, se dejó la piel. En las dos horas y media largas de metraje la vemos evolucionar y pasar por toda una gama de personajes: alegre e ingenua chica de campo, inocente prometida, madre soltera, y finalmente una mujer madura perseguida por su pasado. Cada primer plano de la actriz es una obra de arte merced a su expresividad facial y la estupenda fotografía de Billy Bitzer. Su escena en solitario con el niño entre sus brazos es una pura lección de arte interpretativo.

Pero sin duda lo mejor es el tramo final de suspense con el que Griffith subraya el clímax de la película con una tormenta de nieve, mostrando a nuestra protagonista atrapada en un río de hielo. Dicha escena no sólo es la más llamativa del film sino que el rodaje de la misma en exteriores naturales ya forma parte de la historia del cine; en cualquier artículo que se recuerden rodajes accidentados siempre habrá una referencia a esta escena, durante la cual el equipo y, especialmente, Lillian Gish, tuvieron que soportar las frías temperaturas durante horas, en el caso de la actriz, incluso sufrió algunas secuelas de importancia, como consecuencia de mantener su mano derecha sumergida en el agua congelada tantos minutos ésta le quedó afectada durante el resto de su vida. Pero más allá de las anécdotas conocidas, la escena destaca por su magnífica factura visual, muy pocos directores de la época crearon clímax visuales como éste en que se aprovecha de tal manera la naturaleza como elemento dramático. Una absoluta maravilla.

Todo ese esfuerzo fue recompensado cuando la película se convirtió en una de las más taquilleras no sólo de la época sino de todos los tiempos. La película sigue atrayendo nuevos espectadores incluso hoy día a pesar de los un tanto desfasados valores morales decimonónicos. Todo un canto a la fuerza del tándem Griffith/Gish.
Juan Marey
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