You must be a loged user to know your affinity with Juan Zapater
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

6.6
2,636
3
9 de febrero de 2025
9 de febrero de 2025
25 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un momento determinado, en la algarabía de quien se cree en centro del universo porque fue el único ojo que en directo pudo transmitir la masacre de Munich, como consecuencia del ataque de la OLP a la residencia de los israelíes participantes en los juegos olímpicos de 1972; entre el equipo de profesionales de la información de la ABC norteamericana se produce un pequeño rifi-rafe. Al verbalizar que los terroristas son árabes, un miembro del equipo recuerda que ése es su origen y que no olviden que, como los angelitos de Machín, también hay árabes buenos. Lo que no existe, al menos para Tim Fehlbaum, coguionista y director de «Septiembre 5», es ningún alemán competente. De hecho, Alemania y su ciudadanía aparecen señalados como los malos de la película. Malos, según Fehlbaum, por mala conciencia, por un pasado negro y por un presente (el de 1972) forjado sobre la mentira y el despropósito. O sea, la maldad habita en Europa.
Si lo que aquí se relata fuera todo el material del que dispone la justicia para determinar la culpabilidad de aquellos hechos, Alemania no se salva de la condena. Poco importa que quien eso afirma, elogie que los periodistas yanquis falsifiquen su identificación, burlen el cordón policial y contribuyan a retransmitir unos hechos que informan a América, pero también a los propios terroristas. Ni nada importa que los nacidos en USA no respeten la acción policial alemana en su sed de gloria televisiva.
Llevada en andas y proclamada como una de las grandes películas de 2024, carne de Oscar predestinada para arrasar, la realidad es que conforme se acerca la entrega, este «Septiembre 5» ha perdido fuerza reemplazado por «The Brutalist», filme con el que comparte su indisimulada militancia sionista. Solo desde la militancia se entiende un texto tan panfletario y superficial como éste sobre una cuestión en la que Spielberg ya había dicho todo lo que le dio la gana en «Munich» (2005).
En este caso, con una insistencia abusiva y una oportunidad dudosa, «Septiembre 5», desde el minuto uno, descalifica a Alemania. Desde su rechazo a la comida, dicho por gentes que se alimentan con ketchup y hamburguesas, a cualquier acción u omisión que ejecuta la policía alemana, todo se critica. Levantada como un revulsivo ideológico cuando Hamás todavía tiene rehenes, «Septiembre 5» desaprovecha la posibilidad de denunciar el terrorismo, la violencia y los abusos del poder con la sospecha de que, quizá, lo único que busca es manipular.
Si lo que aquí se relata fuera todo el material del que dispone la justicia para determinar la culpabilidad de aquellos hechos, Alemania no se salva de la condena. Poco importa que quien eso afirma, elogie que los periodistas yanquis falsifiquen su identificación, burlen el cordón policial y contribuyan a retransmitir unos hechos que informan a América, pero también a los propios terroristas. Ni nada importa que los nacidos en USA no respeten la acción policial alemana en su sed de gloria televisiva.
Llevada en andas y proclamada como una de las grandes películas de 2024, carne de Oscar predestinada para arrasar, la realidad es que conforme se acerca la entrega, este «Septiembre 5» ha perdido fuerza reemplazado por «The Brutalist», filme con el que comparte su indisimulada militancia sionista. Solo desde la militancia se entiende un texto tan panfletario y superficial como éste sobre una cuestión en la que Spielberg ya había dicho todo lo que le dio la gana en «Munich» (2005).
En este caso, con una insistencia abusiva y una oportunidad dudosa, «Septiembre 5», desde el minuto uno, descalifica a Alemania. Desde su rechazo a la comida, dicho por gentes que se alimentan con ketchup y hamburguesas, a cualquier acción u omisión que ejecuta la policía alemana, todo se critica. Levantada como un revulsivo ideológico cuando Hamás todavía tiene rehenes, «Septiembre 5» desaprovecha la posibilidad de denunciar el terrorismo, la violencia y los abusos del poder con la sospecha de que, quizá, lo único que busca es manipular.
18 de enero de 2025
18 de enero de 2025
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue en los nerviosos 90, cuando Abbas Kiarostami obró un milagro. Durante esos años, películas como «Close-Up» (1990), «El sabor de las cerezas» (1997) y «El viento nos llevará» (1999) entre otras, impusieron el llamado cine posrevolucionario de Irán en el panorama de los mejores festivales internacionales de cine. Entonces nació una paradoja, la que entrelaza las sospechas y el resquemor que EE.UU. muestra ante el país de los arios, incluido por George W. Bush en el llamado eje del mal, y la percepción de sus hermosas películas atravesadas por el hondo humanismo de protagonistas rebosantes de sensibilidad, sutileza y piedad. Llevamos tres décadas con esa esquizofrénica sensación: cuanto más se demoniza a los gobernantes de Irán, más se nos acercan sus ciudadanos y ciudadanas que insuflan tanta verdad a películas de cineastas como Asghar Farhadi, Jafar Panahi, Mohsen Makhmalbaf y Bahman Ghobadi entre otros. Con mayor o menor brillantez todos estos profesionales y muchos más surfean con contratiempos y mordazas ante las presiones y amenazas de la censura iraní. Con ellas, y pese a ellas, se pasean por los festivales para mostrar la zozobra que aflige a la sociedad iraní.
De hecho, «La semilla de la higuera sagrada» ganó el premio especial del jurado de la última edición de Cannes. Su hacedor, el guionista y director Mohammad Rasoulof (Shiraz, 1972), es bien conocido entre nosotros. Obras como «La isla de hierro» (2005), «Un hombre íntegro» (2017) y «La vida de los demás» (2020) lo retratan como un buen realizador, crítico y beligerante con el poder, tal vez carente de la sutileza poética de Kiarostami o de la precisión para contornear los personajes de Farhadi, pero no menos interesante que Panahi o Ghobadi, directores que cuentan, hasta ahora, con más repercusión que él.
Probablemente, junto a la citada «La isla de hierro», le cabe a esta «semilla», el valor de ser su obra más equilibrada, más ajustada, no de duración, que Rasoulof tiende a extenderse más de la cuenta, y emocionalmente la más inspirada. Impregnada por la actualidad reciente, la que provocó revueltas feministas por los desmanes cometidos por los servidores más integristas del Tribunal Revolucionario, el mismo que condenó a Rasoulof a 8 años de cárcel, la película navega desde el melodrama familiar al thriller para concluir con un fresco sobre la misoginia machista del sector más reaccionario y religioso del Irán político.
Con la entrega de una pistola y ocho balas comienza «La semilla de la higuera sagrada». Quien la recibe se llama Iman, ha sido nombrado juez instructor del citado Tribunal Revolucionario. Se trata de un padre de familia casado y con dos hijas, cuya relación ha sido normal dentro de una normalidad que consagra la desigualdad entre hombres y mujeres. Su mujer, Najmeh (Soheila Golestani) escolta, defiende y respalda lo que su marido hace y representa. Sus hijas, a punto de cumplir los 21 la mayor, ya dejaron de ser niñas y, como buena parte de la gente joven iraní, conjugan como pueden las tradiciones con el deseo de libertad.
En ese contexto familiar, con aires que evocan el cine español e italiano de los años 50, Rasoulof va despojando progresivamente a sus personajes de los velos de la conveniencia para mostrar la desnudez de los sentimientos. Con esa impregnante sensación de peligro inminente y de amenaza incierta que barniza buena parte del cine iraní, con el vértigo de esa espiral de complicaciones en la que Farhadi es magistral, tras el aparente confort y la calma, la tensión, el horror y la culpa, cobran forma de manera paulatina.
Haciendo buena la sentencia de que, cuando una pistola aparece en el comienzo de un filme, terminará por dispararse en su última secuencia, el arma se convierte en el McGuffin de un relato de suspense psicológico y en un instrumento de crítica feminista. Con calma, sin estridencias ni digresiones, Rasoulof teje una tela de araña sobre Iman, ese juez instructor del mismo Tribunal que le obligó a exiliarse a Alemania por hacer películas como ésta. En cierto modo, Rasoulof arregla cuentas con ese juez pusilánime y acomodaticio. La cuestión es que esta película, pese a su extensión, atrapa, denuncia y reflexiona. Pero sobre todo pregunta. Se interroga (y nos interroga) sobre la condición humana, su debilidad, la burla de la justicia, la ignominia de la desigualdad, el fanatismo religioso y la crueldad de ese Dios que nunca cambia para quienes, en su nombre, deciden la vida de los demás.
De hecho, «La semilla de la higuera sagrada» ganó el premio especial del jurado de la última edición de Cannes. Su hacedor, el guionista y director Mohammad Rasoulof (Shiraz, 1972), es bien conocido entre nosotros. Obras como «La isla de hierro» (2005), «Un hombre íntegro» (2017) y «La vida de los demás» (2020) lo retratan como un buen realizador, crítico y beligerante con el poder, tal vez carente de la sutileza poética de Kiarostami o de la precisión para contornear los personajes de Farhadi, pero no menos interesante que Panahi o Ghobadi, directores que cuentan, hasta ahora, con más repercusión que él.
Probablemente, junto a la citada «La isla de hierro», le cabe a esta «semilla», el valor de ser su obra más equilibrada, más ajustada, no de duración, que Rasoulof tiende a extenderse más de la cuenta, y emocionalmente la más inspirada. Impregnada por la actualidad reciente, la que provocó revueltas feministas por los desmanes cometidos por los servidores más integristas del Tribunal Revolucionario, el mismo que condenó a Rasoulof a 8 años de cárcel, la película navega desde el melodrama familiar al thriller para concluir con un fresco sobre la misoginia machista del sector más reaccionario y religioso del Irán político.
Con la entrega de una pistola y ocho balas comienza «La semilla de la higuera sagrada». Quien la recibe se llama Iman, ha sido nombrado juez instructor del citado Tribunal Revolucionario. Se trata de un padre de familia casado y con dos hijas, cuya relación ha sido normal dentro de una normalidad que consagra la desigualdad entre hombres y mujeres. Su mujer, Najmeh (Soheila Golestani) escolta, defiende y respalda lo que su marido hace y representa. Sus hijas, a punto de cumplir los 21 la mayor, ya dejaron de ser niñas y, como buena parte de la gente joven iraní, conjugan como pueden las tradiciones con el deseo de libertad.
En ese contexto familiar, con aires que evocan el cine español e italiano de los años 50, Rasoulof va despojando progresivamente a sus personajes de los velos de la conveniencia para mostrar la desnudez de los sentimientos. Con esa impregnante sensación de peligro inminente y de amenaza incierta que barniza buena parte del cine iraní, con el vértigo de esa espiral de complicaciones en la que Farhadi es magistral, tras el aparente confort y la calma, la tensión, el horror y la culpa, cobran forma de manera paulatina.
Haciendo buena la sentencia de que, cuando una pistola aparece en el comienzo de un filme, terminará por dispararse en su última secuencia, el arma se convierte en el McGuffin de un relato de suspense psicológico y en un instrumento de crítica feminista. Con calma, sin estridencias ni digresiones, Rasoulof teje una tela de araña sobre Iman, ese juez instructor del mismo Tribunal que le obligó a exiliarse a Alemania por hacer películas como ésta. En cierto modo, Rasoulof arregla cuentas con ese juez pusilánime y acomodaticio. La cuestión es que esta película, pese a su extensión, atrapa, denuncia y reflexiona. Pero sobre todo pregunta. Se interroga (y nos interroga) sobre la condición humana, su debilidad, la burla de la justicia, la ignominia de la desigualdad, el fanatismo religioso y la crueldad de ese Dios que nunca cambia para quienes, en su nombre, deciden la vida de los demás.
7 de enero de 2025
7 de enero de 2025
15 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que ocupa a Sorrentino en «Parthenope» arranca en los años 50 y se despide, concluye sería decir demasiado, en el tiempo presente sin que a lo largo de las más de dos horas de su duración quepa percibir algo más que la obsesiva insistencia de retratar a Celeste Dalla Porta, un bonito rostro en un bello cuerpo al servicio de un personaje sin alma: la mujer que nunca existió. Esta larga crónica temporal podría haber dado noticia de la historia reciente de Nápoles, pero apenas logra arar lo que Sorrentino ya había destripado: las viejas huellas de un Fellini cuyo surrealismo aquí se toma en vano. Este desmoronamiento grotesco, caricatura de lo que «La gran belleza» (2013) representó, hace que Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) se ahogue, como la sirena que le sirve de título, en su propio exceso.
Su anterior largometraje, «Fue la mano de Dios» (2021), era una distorsionada autobiografía llena de estridencias y desmayos. En ella ya se nos permitía entrever que el autor de «Il divo» (2008), atragantado por su desmesurado éxito, como la milenaria tradición de los césares romanos, se creyó divino.
«Parthenope» (Parténope) toma el nombre de la mitología homérica, era una de las sirenas que inútilmente trató de seducir a un Odiseo que, astutamente atado al poste del barco que lo traía de regreso de Troya, pudo escuchar su música sin sufrir su hechizo. De ella emana el nombre de Nápoles y en cierto modo, Sorrentino parece aspirar a que se convierta en el símbolo de su ciudad natal.
De alguna manera se presupone que con ella, Sorrentino cierra una trilogía sobre sus propias raíces, unos cimientos culturales y sociológicos en los que la iglesia católica, la sensualidad femenina y una atmósfera de decadencia y hedonismo tejen un entramado que se pretende exuberante, excesivo. La historia de Parthenope, sus amores y sus desengaños, su vinculación con su hermano, la eterna dilación de un amor de juventud y la presencia de tres «machos» tan emblemáticos como tres actos fallidos, un antropólogo anclado a un hijo monstruoso, un escritor preso de sus pulsiones sexuales y un obispo lujurioso abrochado al milagro de San Genaro, prometen mucho más de lo que dan.
Ni el Nápoles poseído por el fútbol, ni los saqueos extraídos de los universos de Bertolucci, Passolini y Fellini dan coherencia a un filme deforme y deformado. Como el descendiente del antropólogo profesor de Parthenope, Sorrentino ha engendrado un relato blando al que ya ni el cinismo consigue redimir de su abatimiento.
Su anterior largometraje, «Fue la mano de Dios» (2021), era una distorsionada autobiografía llena de estridencias y desmayos. En ella ya se nos permitía entrever que el autor de «Il divo» (2008), atragantado por su desmesurado éxito, como la milenaria tradición de los césares romanos, se creyó divino.
«Parthenope» (Parténope) toma el nombre de la mitología homérica, era una de las sirenas que inútilmente trató de seducir a un Odiseo que, astutamente atado al poste del barco que lo traía de regreso de Troya, pudo escuchar su música sin sufrir su hechizo. De ella emana el nombre de Nápoles y en cierto modo, Sorrentino parece aspirar a que se convierta en el símbolo de su ciudad natal.
De alguna manera se presupone que con ella, Sorrentino cierra una trilogía sobre sus propias raíces, unos cimientos culturales y sociológicos en los que la iglesia católica, la sensualidad femenina y una atmósfera de decadencia y hedonismo tejen un entramado que se pretende exuberante, excesivo. La historia de Parthenope, sus amores y sus desengaños, su vinculación con su hermano, la eterna dilación de un amor de juventud y la presencia de tres «machos» tan emblemáticos como tres actos fallidos, un antropólogo anclado a un hijo monstruoso, un escritor preso de sus pulsiones sexuales y un obispo lujurioso abrochado al milagro de San Genaro, prometen mucho más de lo que dan.
Ni el Nápoles poseído por el fútbol, ni los saqueos extraídos de los universos de Bertolucci, Passolini y Fellini dan coherencia a un filme deforme y deformado. Como el descendiente del antropólogo profesor de Parthenope, Sorrentino ha engendrado un relato blando al que ya ni el cinismo consigue redimir de su abatimiento.
18 de marzo de 2025
18 de marzo de 2025
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ellen Kuras (Nueva Jersey, 1959) ha sido la directora de fotografía de Gondry, Lee, Mendes, Jarmusch, Demme y Scorsese, entre otros muchos. A su lado, para y con ellos, alumbró algunas de sus mejores películas. O sea que, si se le pincha, sale cine de sus venas. Sin embargo, en esta incursión biográfica en la memoria de Lee Miller, una de las escasas fotógrafas que pudo captar el horror de los campos de exterminio nazis y el infierno de la segunda guerra mundial, no hay apenas noticia de alguna capacidad cinematográfica para narrar la vida. No la hay porque se produce un extraño y anómalo (d)efecto. La fidelidad a la huella congelada, convierte todo en un museo de cera.
Kuras se sirve de las propias imágenes fotográficas de la citada Miller. Cuando en los títulos de crédito del cierre se reproducen sus más famosas imágenes, se comprende que la directora las ha reconstruido minuciosamente, de manera literal. Tanto respeto y fidelidad de fotógrafa a fotógrafa, hace que el resultado fílmico nunca respire. Hay tanto frío aquí dentro, tan poca esencia de verosimilitud, que la siempre brillante Kate Winslet encarna una Lee Miller sin aliento ni alma.
En el último tercio del filme, cuando se recrea la odisea de Miller, cuando se escenifica la célebre toma donde la propia Miller se sumergió en la bañera de Hitler, la acción aparece desprovista de emoción. Winslet pasea su caracterización de Miller como una viajera mitómana. Da igual que los pasos establecidos por la biografía de Antony Penrose se sigan de traza a traza. No hay peso y por lo tanto apenas deja poso este recorrido por un relato que Kuras aprovecha para realzar una reivindicación feminista en tiempo de guerra.
En este semblante apenas hay profundidad, pese a que estamos ante una de esas producciones de altas ambiciones pensadas para convertirse en carne de Oscar. La implicación en la producción de la propia Kate Winslet tampoco ayuda demasiado. Ellen Kuras trabaja más para subrayar la capacidad interpretativa de su protagonista, que para perfilar los recovecos psicológicos y vivenciales de la modelo que acabó convertida en reportera. Sin esa implicación, este retrato de la fotógrafa que ilustró para Vogue la mayor miseria del siglo XX, aparece como una hermosa lámpara incapaz de dar luz, porque ya está fundida.
Juan Zapater
Kuras se sirve de las propias imágenes fotográficas de la citada Miller. Cuando en los títulos de crédito del cierre se reproducen sus más famosas imágenes, se comprende que la directora las ha reconstruido minuciosamente, de manera literal. Tanto respeto y fidelidad de fotógrafa a fotógrafa, hace que el resultado fílmico nunca respire. Hay tanto frío aquí dentro, tan poca esencia de verosimilitud, que la siempre brillante Kate Winslet encarna una Lee Miller sin aliento ni alma.
En el último tercio del filme, cuando se recrea la odisea de Miller, cuando se escenifica la célebre toma donde la propia Miller se sumergió en la bañera de Hitler, la acción aparece desprovista de emoción. Winslet pasea su caracterización de Miller como una viajera mitómana. Da igual que los pasos establecidos por la biografía de Antony Penrose se sigan de traza a traza. No hay peso y por lo tanto apenas deja poso este recorrido por un relato que Kuras aprovecha para realzar una reivindicación feminista en tiempo de guerra.
En este semblante apenas hay profundidad, pese a que estamos ante una de esas producciones de altas ambiciones pensadas para convertirse en carne de Oscar. La implicación en la producción de la propia Kate Winslet tampoco ayuda demasiado. Ellen Kuras trabaja más para subrayar la capacidad interpretativa de su protagonista, que para perfilar los recovecos psicológicos y vivenciales de la modelo que acabó convertida en reportera. Sin esa implicación, este retrato de la fotógrafa que ilustró para Vogue la mayor miseria del siglo XX, aparece como una hermosa lámpara incapaz de dar luz, porque ya está fundida.
Juan Zapater

5.1
529
7
29 de diciembre de 2024
29 de diciembre de 2024
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Schrader dedica «Oh, Canadá» al autor literario de esta película, Russell Banks (1940-2023). Se trata de un escritor norteamericano al que Schrader ya había adaptado hace 27 años. Con una de sus mejores novelas, «Aflicción», protagonizada por James Coburn, Sissy Spacek y Willem Dafoe, y con un Nick Nolte al mando convertido en un virtuoso solista, Schrader, siempre atravesado por la niebla de una existencia tortuosa, creó una película de tristeza infinita, un relato de angustioso dolor en medio de una atmósfera congelada. Miró al paraíso desde un infierno de nieve y soledad.
Tras su trilogía sobre el resquemor de la culpa y el veneno del pasado: «El reverendo» (2017), «El contador de cartas» (2021) y «El maestro jardinero» (2022); Schrader decidió volver al universo de Banks y en él se encontró con el texto de «Oh, Canadá», un relato crepuscular y agónico en el que la memoria se deshace por la vejez y en donde la verdad y la mentira, como acontece en el tiempo de hoy, más que confundirse se intoxican hasta provocar el amargo sabor del estupor, de la desorientación y la impotencia.
Nacido en 1946, para Schrader, la referencia de Russell Banks se parece mucho a la de un hermano mayor; ese cuyos pasos cristalizan en las huellas que forzosamente uno habrá de seguir. Así, Banks, de quien Atom Egoyan había extraído el material de, tal vez, su más equilibrada película, «El dulce porvenir», volvió a colaborar con el guionista de «Taxi Driver» para sacar un filme que su autor no pudo ver. Como Moisés ante la vista de la tierra prometida, Russell Banks murió poco antes de que se hubiera realizado el primer montaje de «Oh, Canadá». No vio pues la puesta en escena de un relato que habla de la muerte, del final de una vida que forjó una identidad aupada en su rebeldía contra el sueño americano y la guerra (de Vietnam).
Dicho de otra manera, Paul Schrader, al que como ensayista literario le debemos «El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer», (1972), se reviste con las galas solemnes de una misa de difuntos que conmemora el final de la generación americana a la que pertenecen gentes como Scorsese, Ferrara, De Palma, el citado Russell Banks y él mismo.
En otro gesto testamentario, Schrader escogió a Richard Gere, su protagonista en «American Gigolo» (1980), para encargarle las riendas de un personaje que se presenta como director de cine, un documentalista e intelectual, mujeriego y probablemente farsante para cargar con una historia que no es sino la representación del eterno gigante con pies de barro y fango cuyo desproporcionado peso no puede soportar.
Armado con esa voluntad de epitafio y con carga de dinamita, Schrader construye un juego de espejos donde sería pertinente encontrar sospechosas coincidencias con lo autobiográfico y lo real. «Oh, Canadá», cuyo título ha sido extraído de la primera estrofa del himno nacional canadiense, aunque su protagonista sea más yanqui que los personajes de John Ford, puede y debe verse como un palimpsesto levantado sobre su propia obra. Un complejo (y errático) proceso entre la sucesión y la simultaneidad que presenta evidentes valores, pero también lamentables desorientaciones.
La principal, aunque no sea su culpa, tiene un nombre propio: Richard Gere; un actor que, como Tom Cruise, aparece siempre bajo sospecha por sus malas películas pese a que hayan protagonizado algunas obras extraordinarias. Aquí, convenientemente envejecido, ambiguo e inconcreto -más por responsabilidad de Schrader que por su encarnación del personaje-, Gere como Uma Thurman, parecen presencias vaciadas, polvo de lo que fueron, sombra de lo que de ellos se espera.
El argumento, la realización de un documental en torno a un cineasta, permite radiografiar la descomposición del mito del periodismo y el cine forjado en la tierra de la gran promesa USA. En «Oh, Canadá» las campanas de muerte tañen por la podredumbre del compromiso intelectual, de los medios de comunicación y de la verdad publicada. Algo indefinible empaña el alto voltaje que anima esta historia. Con ella, Schrader se ratifica como un guionista de peso pesado y como un realizador de densidad extrema. No es de extrañar que «Oh, Canadá» transmita la idea de una espesura excesiva, de una aparente confusión, como si la mente dopada por los medicamentos del personaje de Richard Gere hubiera ralentizado la mirada del Schrader helado por su deseo de trascendencia.
Tras su trilogía sobre el resquemor de la culpa y el veneno del pasado: «El reverendo» (2017), «El contador de cartas» (2021) y «El maestro jardinero» (2022); Schrader decidió volver al universo de Banks y en él se encontró con el texto de «Oh, Canadá», un relato crepuscular y agónico en el que la memoria se deshace por la vejez y en donde la verdad y la mentira, como acontece en el tiempo de hoy, más que confundirse se intoxican hasta provocar el amargo sabor del estupor, de la desorientación y la impotencia.
Nacido en 1946, para Schrader, la referencia de Russell Banks se parece mucho a la de un hermano mayor; ese cuyos pasos cristalizan en las huellas que forzosamente uno habrá de seguir. Así, Banks, de quien Atom Egoyan había extraído el material de, tal vez, su más equilibrada película, «El dulce porvenir», volvió a colaborar con el guionista de «Taxi Driver» para sacar un filme que su autor no pudo ver. Como Moisés ante la vista de la tierra prometida, Russell Banks murió poco antes de que se hubiera realizado el primer montaje de «Oh, Canadá». No vio pues la puesta en escena de un relato que habla de la muerte, del final de una vida que forjó una identidad aupada en su rebeldía contra el sueño americano y la guerra (de Vietnam).
Dicho de otra manera, Paul Schrader, al que como ensayista literario le debemos «El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer», (1972), se reviste con las galas solemnes de una misa de difuntos que conmemora el final de la generación americana a la que pertenecen gentes como Scorsese, Ferrara, De Palma, el citado Russell Banks y él mismo.
En otro gesto testamentario, Schrader escogió a Richard Gere, su protagonista en «American Gigolo» (1980), para encargarle las riendas de un personaje que se presenta como director de cine, un documentalista e intelectual, mujeriego y probablemente farsante para cargar con una historia que no es sino la representación del eterno gigante con pies de barro y fango cuyo desproporcionado peso no puede soportar.
Armado con esa voluntad de epitafio y con carga de dinamita, Schrader construye un juego de espejos donde sería pertinente encontrar sospechosas coincidencias con lo autobiográfico y lo real. «Oh, Canadá», cuyo título ha sido extraído de la primera estrofa del himno nacional canadiense, aunque su protagonista sea más yanqui que los personajes de John Ford, puede y debe verse como un palimpsesto levantado sobre su propia obra. Un complejo (y errático) proceso entre la sucesión y la simultaneidad que presenta evidentes valores, pero también lamentables desorientaciones.
La principal, aunque no sea su culpa, tiene un nombre propio: Richard Gere; un actor que, como Tom Cruise, aparece siempre bajo sospecha por sus malas películas pese a que hayan protagonizado algunas obras extraordinarias. Aquí, convenientemente envejecido, ambiguo e inconcreto -más por responsabilidad de Schrader que por su encarnación del personaje-, Gere como Uma Thurman, parecen presencias vaciadas, polvo de lo que fueron, sombra de lo que de ellos se espera.
El argumento, la realización de un documental en torno a un cineasta, permite radiografiar la descomposición del mito del periodismo y el cine forjado en la tierra de la gran promesa USA. En «Oh, Canadá» las campanas de muerte tañen por la podredumbre del compromiso intelectual, de los medios de comunicación y de la verdad publicada. Algo indefinible empaña el alto voltaje que anima esta historia. Con ella, Schrader se ratifica como un guionista de peso pesado y como un realizador de densidad extrema. No es de extrañar que «Oh, Canadá» transmita la idea de una espesura excesiva, de una aparente confusión, como si la mente dopada por los medicamentos del personaje de Richard Gere hubiera ralentizado la mirada del Schrader helado por su deseo de trascendencia.
Más sobre Juan Zapater
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here