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Críticas de Augusto Faroni
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Críticas 28
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
21 de febrero de 2022
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"Las películas son más armoniosas que la vida. En ellas no hay atascos ni tiempos muertos". Lo decía el personaje de François Truffaut en “La noche americana”, y aunque la frase suene a poesía para cinéfilos, a disertación de la Nouvelle Vague, lo cierto es que es una verdad como un templo. A este lado de la pantalla, la vida es un transcurrir aburrido, cansino, ocupados como estamos en ganarnos el pan, tramitar los asuntos, desplazarnos de un sitio a otro por las carreteras y las autovías. La vida se nos va en dormir, en preparar café, en vestirnos y desvestirnos. En hacer la comida y en fregar los platos. En encontrar el mando a distancia. En cambiar una bombilla. En esperar a que las heces salgan de su laberinto. En recoger a los niños, esperar el autobús, guardar la cola en la carnicería. La vida de los espectadores no avanza ligera como los trenes en la noche. Eso también lo decía François Truffaut, pero ya no recuerdo dónde.

Michael Winterbotton -que es un cineasta libérrimo que filma más o menos lo que le da la gana- decidió aplicar la máxima de Truffaut para contar la historia de amor entre Lisa y Matt: dos jóvenes que se conocieron en la noche de copas, ciñeron sus cuerpos al ritmo de la música rock, y luego, ya refugiados en la intimidad del apartamento, se entregaron al sexo con la alegría de los humanos guapos que se reconocen como tales. Nueve canciones y nueve polvos: a eso se reduce “Nine Songs”. Nueve canciones que son más o menos la misma, pero nueve polvos que son muy diferentes, juguetones, casi como el catálogo sexual de la juventud moderna que se desea.

“Nine Songs” es cine depurado, deshuesado, reducido a su quintaesencia de momentos decisivos. No tiene los atascos ni los tiempos muertos que Truffaut le achacaba a la vida. Solo está la música que enciende el fuego, y el sexo que apaga la hoguera. 66 minutos que casi son un 69, pero nada más. Todo lo que no sea follar y sonreír, escuchar música y acariciarse, es accesorio y prescindible. Todo eso, lo ajeno, la vida, es la molestia que los mantiene separados en las horas absurdas.
Augusto Faroni
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7
21 de febrero de 2022
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
He tardado varios minutos en entender de qué iba “Being the Ricardos”. Y no lo he hecho yo solo -que ya no estoy para esos triunfos- sino apoyándome en la Wikipedia con el ojo derecho, mientras con el ojo izquierdo seguía las evoluciones de los personajes. Y mientras leía -con el tercer ojo, en un ejercicio de malabarismo que ese sí, muchos quisieran- los subtítulos que respetaban la dicción original de Javier Bardem, por aquello de la nominación al Oscar y de formarme una opinión.

La película de Aaron Sorkin es un producto cultural muy poco exportable. Una cosa de americanos hecha para americanos. Y ni siquiera para todos, porque solo los ancianos pueden recordar aquel lío de Lucille Ball con el comunismo, y aquel lío de su marido con las prostitutas. Es como si aquí rodáramos una película sobre Dinio y Marujita Díaz... Bueno, no, que estos no tenían un show en directo. O no, al menos, uno programado semanalmente. Mejor una película sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo, que salían mucho por las teles en blanco y negro. Una película idiosincrática que estrenaríamos sin más explicaciones en Arkansas, o en Cincinnati, esperando que el público entendiera y atara cabos. O sea: un imposible cultural.

Porque además, al inicio de la película, hablan de una tal Desi que tú presumes un personaje femenino como aquella chica de “Verano azul”, pero que luego resulta ser Desiderio, Desiderio Arnaz, el marido de Lucille. Una Lucille Ball que también sale al principio de la película y no terminas de asumir que ella sea la protagonista del enredo, porque según la publicidad ella está interpretada por Nicole Kidman, y resulta que aquí la encarna una muñeca hinchable muy parecida a Nicole, sí, pero en verdad un ser inanimado diríase todo hecho de algodón, y de poliuretano.

Es un despiste total, ya digo, hasta que te vas haciendo con los nombres, y con los jetos, y al final vas entendiendo que “Being the Ricardos” fue el precedente catódico del reality show de Alaska y Vaquerizo en la MTV: una puesta en escena de la propia vida matrimonial solo que con las censuras de la época: sin sexo, sin drogas y sin majaderías.

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Augusto Faroni
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6
23 de septiembre de 2021
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El pueblo de Schmigadoon es, obviamente, la parodia de Brigadoon, la aldea de la otra película, que volvía a la vida cada 100 años para echarle un ojo al mundo y luego dormitar. Pero si en Brigadoon cantaban y bailaban Gene Kelly y Cyd Charisse, que rompían la pantalla de puro estilosos y fotogénicos, aquí, en Schmigadoon, bailan como patos, y cantan como lerdos, una pareja de tortolitos que se perdieron de excursión.

Pero la gracia es ésa: que alguien como usted, y como yo, que tampoco estamos para tirar cohetes -tú calla, Charlize- salga a buscar el amor verdadero y acabe atrapado en un pueblo del Far West, y en un musical de fantasía, donde brota la música del cielo y todos los habitantes se mueven como bailarines de Broadway, y cantan como triunfitos de la tele. Todo tan mágico, y tan plasta, y tan insoportable. Y tan cursi...

Schmigadoon, la serie, no es gran cosa: una curiosidad, los tres primeros episodios, y un incordio, los tres últimos. Pero ha sembrado en mí la semilla de una idea, de una adaptación al producto nacional. Sería una comedia musical ambientada en La Pedanía, que es el pueblo donde yo vivo, y que si no fuera por los coches innúmeros, y por los teléfonos de la gente, también parecería un Schmigadoon a la ibérica, un Brigadoon del Noroeste, varados en un tiempo como de película de Berlanga. El prota sería yo mismo, claro, cargado con mis películas, mis libros, mis aires de cultureta, sobreviviendo al día a día de estas gentes que no tienen ni puta idea de quién es Gene Kelly, ni Cyd Charisse, ni qué es una plataforma digital.

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Augusto Faroni
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9
22 de septiembre de 2021
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como Hello Ladies, la serie, sólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial.
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Augusto Faroni
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8
17 de septiembre de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El viejo Al, y la dulce Michelle, son los protagonistas de "El precio del poder", la orgía cocaínica y metrallética de Brian de Palma. La película ha resistido el paso del tiempo, y hoy, más de treinta años después, todavía se puede pasar una tarde cojonuda con ella, en compañía de Tony Montana y sus bigotudos secuaces. Mientras ahí fuera la niebla se apodera de La Pedanía, y las lechugas se amustian en los huertos, en el Miami de los cubanos siempre luce el sol, y todo resulta más excitante y entretenido. Para empezar las mujeres, claro, que allí siempre van en bikini y sonríen con picardía. Igualico que aquí, vamos.

El precio del poder es excesiva, violenta, grandilocuente, como escrita por Oliver Stone con tres rayas de coca en cada fosa nasal. Que es justo lo que sucedió, y yo acabo de enterarme. A los seguidores de Al Pacino nos chifla su Tony Montana, tan chuloputas y egocéntrico, quizá porque es el reverso oscuro de nuestra propia debilidad. Dejando aparte la menudencia de que Montana es un psicópata de manual, algo en nuestro interior, muy sucio y primario, admira su hombría de macho alfa. Su par de cojones tricolores, uno cubano y el otro americano, pero los tres blancos, rojos y azules.

Y luego está Michelle, claro, que con esos vestidos mínimos y esos maquillajes certeros es una mujer de quitar el hipo y no recuperarlo en años. Sin embargo, despojada de abalorios y pinturas, presentada al respetable en la escena de sus dudas, ya no te quita el hipo, sino el aire, y hasta las ganas de comer. La fruta desgrasada que uno tenía en el regazo se ha quedado ahí, durante largos minutos, preguntándose qué hacía uno con la boca abierta, que no comía.

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Augusto Faroni
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