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Argentina Argentina · Buenos Aires
Críticas de Charly Barny
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Críticas 195
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
25 de marzo de 2018
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En primer lugar, el estreno de una película argentina siempre es bienvenido, especialmente cuando se trata de gente del ambiente que ha decidido dar un paso adelante para seguir construyendo ese tan necesario cine nacional, fuente de trabajo para mucha más gente. En este caso es la opera prima de Valeria Bertucelli, con una interesante carrera como actriz en cine y teatro, de Fabiana Tiscornia, una mujer con una larga filmografía como asistente de dirección de los más importante directores argentinos, y Marcelo Tinelli, un animador y productor de televisión que se destaca por sus grandes espectáculos y series televisivas.

El film, prolijamente realizado desde lo cinematográfico, cuenta con un guión que encuentra algunas dificultades. Le cuesta avanzar, se enamora de su personaje estrella, y termina girando siempre sobre lo mismo, en lo que se transforma en un hecho egocéntrico alrededor de su protagonista principal, Robertina, una actriz destacada que se encuentra en un momento importante de su vida: su marido la acaba de abandonar, esta frente a un inminente estreno teatral que protagoniza, y tiene un amigo íntimo en Dinamarca que está muriendo de una enfermedad terminal. Un entorno que indudablemente la condiciona.

La dupla Bertucelli / Tiscornia encierra las acciones dando un aspecto claustrofóbico al film. Hay en ello un mérito dado que el encierro constituye un riesgo que las directoras asumen desde la primera escena. Ese miedo del título se instala como una presencia desde el inicio de la película, la cual puede ser divida en 4 actos: una introducción en la casa de Robertina, un viaje a Dinamarca a visitar a su amigo enfermo, un regreso apurado para estrenar obra en el teatro, y un epilogo que cierra un circulo que obviamente no deja salida.

Robertina muestra las fobias que padece desde el comienzo del film. Su personaje encerrado y acelerado, que pareciera ir y venir rebotando por las paredes, manifiesta una neurosis difícil de sanar. Pide ayuda y lo hace a los gritos pero lo hace desde su encierro y en consecuencia nadie la escucha. Se siente una víctima, y seguramente lo sea, pero de sí misma.

Por otro lado vive en una vorágine que la lleva en el mismo momento que está ensayando una obra de inminente estreno a tomar un avión para visitar a su amigo enfermo en Europa. Es claro que el viaje es un escape de sí misma más allá de la profunda amistad y el amor que siente por su amigo. Pero es también un acto de profunda irresponsabilidad frente a sus productores teatrales. No obstante, ella está buscando tomar distancia yendo hacia una situación en la que deja de ser la víctima para transformarse en apoyo de un amigo. Pero no lo logra. Su amigo, pese a su enfermedad, manifiesta tener un equilibrio y una entereza de la cual ella carece. Y la situación planteada, paradójicamente, termina en reversa.

Robertina es puro vértigo. Vive escapando de sí misma durante todo el tiempo. Esta afectada por una neurosis que desconoce aunque producida por las circunstancias que atraviesan su vida.

El estreno de la obra teatral volverá a ser otro momento que constituirá un nuevo vía crucis en su vida. Llena de pánico, presionada por sus productores, finalmente será ovacionada aunque no podrá escuchar los aplausos. Su angustia no la deja disfrutar del estreno y abandonará la obra.

El final cierra la película pero deja abierta la pesadilla. Robertina no ha podido salir de ella, ni seguramente podrá hacerlo. El cuadro que presenta y su entorno enfermizo requieren de una ayuda especializada de la cual carece.

Claustrofóbica y algo reiterativa, La Reina del Miedo funciona en virtud del carisma inigualable y la capacidad para transmitir sentimientos que tiene Valeria Bertucelli. Ella es el centro de atención de toda la película, y no hay escena que transcurra si su presencia. Su actuación es casi un muestrario de sus capacidades actorales, como así también de su tendencia al histrionismo.

Prolijamente realizada, intachable en sus rubros técnicos, la película queda como un retrato inacabado de una mujer que sufre una neurosis sin ninguna capacidad de salida aparente. Es la descripción de un momento. No hay un antes ni un después. La salida de la situación planteada es una incógnita. Ese devenir enfermizo que plantea la película es tal vez su mayor debilidad argumentalmente hablando, dado que lo plantea como una situación que no tiene una salida. El producto final queda como algo inacabado, extenso y reiterativo, subrayado con un final abierto que incluso hasta puede llegar a desconcertar al espectador.
Charly Barny
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7
18 de marzo de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fatih Akin, director alemán, conocido en Argentina en 2002, año en que se estrenó en nuestros cines su película Contra la Pared, previamente galardonada en el Festival Internacional de Berlín, es un director algo resistido al que se lo acusa de demagógico por expresar enfáticamente y explícitamente sus ideas en favor de los emigrantes. Nacido en Alemania, descendiente de una familia turca, su cine ha estado siempre a favor de las minorías raciales.
Ahora regresa con otra película galardonada el año pasado en el Festival de Cannes haciéndose acreedora al premio a la mejor actriz para su protagonista principal, la alemana de vasta trayectoria en el cine americano, Diane Kruger, quien interpreta a una mujer que pierde a su marido y a su hijo en un atentado terrorista.
La película narra con minuciosidad, primero el atentado, luego el duelo de Katia (la protagonista total de la historia), más tarde la investigación y posterior juicio que se lleva adelante en los juzgados federales con la intención de esclarecer el atentado y encontrar a los culpables, convirtiéndose primero en un film de carácter intimista para transformarse luego, en una película de juicio, llevada por las convenciones del film de acción y suspenso.
Pero Akin intenta llegar más lejos con su propuesta, y parece preguntarle al público: ¿Qué pasa si no estamos de acuerdo con un fallo de la Justicia? ¿Eso da lugar a hacer Justicia por Mano Propia?
Tal como en la recientemente vista Tres Anuncios Para Un Crimen de Martin Mc Donaugh, Akin se hace participe con su coguionista Hark Bomm de poner en tela de juicio el garantismo judicial. ¿Pero qué es el Garantismo? Es la idea que el acusado debe tener derecho a un juicio justo, a no ser torturado, a que las pruebas en su contra sean claras y contundes respecto de su culpabilidad. Pero es también una garantía que a los ciudadanos comunes les hace pensar que el delincuente tiene más derechos asegurados que las víctimas. Y lleva a preguntarse si acaso la Justicia no satisface mi necesidad de justicia, ¿debo hacer justicia por mano propia?
Esta cuestión levantada por ambas películas es muy interesante. Por un lado, las personas que se convierten en delincuentes lo son porque han violado la ley. Pero son los jueces los que tienen la responsabilidad y la obligación de dictar su sentencia en términos de lo que dice la ley y en el convencimiento propio de que las pruebas presentadas tanto por el acusador como por la defensa deben ser absolutamente convincentes de la inocencia o la culpabilidad del acusado. En esos términos debe estar planteado el juicio. Las pruebas deben ser contundentes para demostrar la culpabilidad.
En Tres Anuncios… se pone en tela de juicio el proceder policial. La protagonista acusa a la policía de no investigar lo suficiente. En la película de Akin se pone en discusión el fallo de los jueces. Las pruebas existentes que parecen contundentes no lo son a la luz de los jueces porque dejan un margen de duda. Esta cuestión parece poner en tela de juicio el garantismo. Antes solíamos decir: Dura es la Ley, pero es La Ley. Ahora el garantismo parece llenar esa ley de humanismo. Entonces nos preguntamos por qué un asesino o un terrorista deben ser tratados humanamente toda vez que sus actos desprecian al propio ser humano.
La sagacidad de Akin consiste en manejar el punto de vista del espectador a la par de la protagonista. O sea, lo convierte en testigo. Lo involucra. El espectador comparte el conocimiento de Katia. La acompaña en su demanda de justicia. Podría ser un testigo imparcial que no es llamado a declarar, y ratificar desde otro punto de vista (el de la cámara), cuál es su visión de los hechos.
Obviamente, el espectador de la película de Akin tiene todos los elementos para juzgar a los terroristas. Pero no participa del juicio. Ha visto los hechos, reconocido a los actores. Como espectador ha tomado una decisión que es obvia. Pero la rebeldía del director, y su coguionista, deciden contradecir lo obvio y dar un giro inesperado a la película. Es aquí donde aparece el garantismo.
Tal vez “En Pedazos” no sea la mejor película de Akin, pero sin lugar a dudas es un film bien estructurado, entretenido, atrapante, que genera una empatía natural con el personaje, que además cuenta con una actuación descollante de Diane Kruger (protagonista de The Bridge en Netflix), que provoca al espectador, incluso con un par de golpes bajos, pero que logra meterlo e involucrarlo en lo que está contando. A pesar de su tema, es un film más físico que intelectual. El espectador siente lo que su protagonista experimenta. Estamos ante un gran drama de nuestros tiempos: las consecuencias de la inmigración no deseada. Akin se pasa de la raya, pero… el espectador sale ganando.
Charly Barny
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7
18 de marzo de 2018
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bien el film es la historia sobre un modisto inglés, a mediados de los 50, la historia puede ser analizada desde diferentes ángulos que abarcan tanto lo social como político, e incluso lo filosófico.
En primer término se trata de una delicada reflexión sobre el arte y la soledad del artista. De cómo la moda marca una época, y de cómo un hombre es capaz de transformar el gusto de la gente a través del arte. Pero también algo más tangible, concreto. Se trata de un análisis de la evolución política y social inglesa, sus grandes cambios en un momento dado de la historia, aquellos que transcurren ente fines de los 40 y principios de los 50.
Se trata de la descripción de un hombre solitario, un tal Reynolds Woodcock, interpretado por Daniel Day Lewis, que vive con su hermana Cyril (Leslie Manville), encerrado en una casa taller de un barrio de Londres donde pasa la mayor parte de su vida diseñando y realizando vestidos que hacen sentir su influencia sobre la clase alta y la realeza. Pero lo de Reynolds no es simplemente la tarea de un modisto. Reynolds es un artista que impone tendencias. Una especie de rey que se acerca a una deidad en el mundo de la moda.
Resulta muy interesante la idea de cómo un hombre solitario, alguien que vive en su mansión alejado del mundanal ruido, es capaz de imponer cambios a través de sus trabajo. Es que el propio taller de Reynolds respeta un orden jerárquico tradicional, el orden victoriano de la misma sociedad inglesa con Reynolds como cabeza visible de ese orden y su hermana Cyril encargándose de la confección, la administración y manutención de la clientela. Es un paralelismo del orden imperante. Reynolds es el Rey mientras que su hermana es la Primer Ministro. Dentro de esa organización, Reynolds opera, además, como una deidad a la que todos le rinden tributo y adoración.
Todo este orden se altera de repente cuando aparece en su vida otra mujer, Alma (Vicky Crieps), una camarera de un bar, de una condición social menor. Esa muchacha de clase baja de la cual Reynolds se enamora idílicamente es el pueblo. Con ella mantendrá una relación muy particular. La llevará a vivir a su casa e incluso le dará diversas tareas dentro del taller de costura. Pero habitarán en cuartos separados y Alma disputará con Cyril el control de la casa y del negocio. Es el momento en que el laborismo ingles derrota a Churchill, y los paralelismos observan que Inglaterra pierde su supremacía en el mundo y los Estados Unidos se convierten en la nueva gran potencia.
Consecuencia de ello, todo aquel orden comienza a resquebrajarse paulatinamente. Tal vez, el inició de ello haya sido la muerte de la propia madre de Reynolds, una reina madre (acaso la Reina Victoria cuyo reinado dejó huellas suficientes para generar una era) que había iniciado un estilo de vida en la cual lo hacía sentir que el rey era su hijo. Todo está comenzando a cambiar. Y existe esa presión por el cambio por el cual Reynolds, finalmente, acepta casarse con Alma. Esto provocará más que una unión, modificaciones en la estructura y cambios inexorables en su vida que coinciden con los cambios sociales que se observan en la propia sociedad inglesa.
La vida hogareña de Reynolds comenzará a imponerse sobre su vida profesional. Su éxito profesional comenzará a serle esquivo. Sufrirá perdida de clientela que buscara a los nuevos diseñadores y las nuevas tendencias. Es el comienzo del derrumbe del orden victoriano a mediados de los 50. La aparición de nuevas costumbres, los cambios en la música, la aparición de la minifalda, el desacartonamiento de la enseñanza, la perdida de rigidez y la permeabilidad en las condiciones sociales.
Esta es la segunda colaboración de Daniel Day Lewis en una película de Paul Thomas Anderson. Anteriormente, había estado en Petróleo Sangriento, trabajo que le valió un Oscar en el año 2007. Decir que Lewis es uno de los mejores actores de su generación es redundante. Lo cierto es que a partir de su creación de Reynolds la película cobra vida y genera interés, y sin lugar a dudas, es otra de sus grandes actuaciones.
Anderson es un guionista y director experimentado, uno de los pocos que puede ser llamado autor en el cine americano. Su primer film estrenado en Argentina es Boogie Nights que data de 1997. A lo largo de estos años estrenó sólo seis trabajos más incluidos el presente estreno: Magnolia, Embriagado de Amor, Petróleo Sangriento, The Master, y Puro Vicio. Su cine, generalmente, en los últimos años, ha girado en torno a un personaje principal alrededor del cual se desarrollan todos los acontecimientos. En ese aspecto, la elección de Daniel Day Lewis y su notable actuación es clave en el éxito de la película.
El Hilo Fantasma es aquel que marca el curso de los acontecimientos. El que nadie lo ve, pero que está detrás de los grandes cambios. En la película, siempre, por más insignificante que sea, está ocurriendo algo. La historia no se detiene como no se detiene nuestro mundo que gira en forma permanente. El tiempo pasa, marcamos momentos en la vida, envejecemos, y después morimos. Todo pasa, algunas cosas quedan, pero el cambio es permanente. Un comentario final para la música de la película. Se trata de una gran banda de sonido que subraya toda la película sin molestar. En una de las escenas del principio encontramos a My Foolish Heart y My Ship por Oscar Peterson, acompañado por la orquesta de Nelson Riddle. Dos joyas del jazz moderno.
Charly Barny
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9
11 de marzo de 2018
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película de Craig Gillespie (Horas Contadas, 2016) está basada en la vida real de Tonya Harding, una patinadora sobre hielo que llegó a representar dos veces a los Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Invierno y en el Campeonato Mundial de Patín Artístico. En 1991 logró concretar una proeza: realizó un triple Axel (un giro en el aire de tres revoluciones y media) que repitió tanto en el Campeonato de Estado Unidos como en el Campeonato Mundial., aunque, no logró vencer en esta última competencia.
El film, con un humor lleno de sarcasmo, aborda la vida de Tonya, una vida es la otra cara del sueño americano. Cuarta hija del quinto casamiento de su madre, creció calzada sobre un par de patines para realizar el sueño personal de su madre. Es la historia de una persona criada bajo los mandatos autoritarios de una madre imposible de imaginar que habita en los márgenes mismos de una sociedad sedienta de éxito a principios de los 70. Lejos del realismo, el film adopta un estilo farsesco que narra la vida de pesadilla de Tonya, epicentro de relaciones enfermas que se desarrollan desde su infancia hasta su adultez. Dichas relaciones comienzan con la crueldad de su madre y se continúan en su vida marital. En consecuencia, la frustración y la falta de autoestima se transforman en moneda corriente en su vida.
Con un tono de sátira (que por momentos se transforma en farsa) de principio a fin que Gillespie no abandona, el film recorre desde la niñez de Tonya hasta aquellos días finales en que por causas policiales debe abandonar la competencia. La vida de Tonya es el recorrido de alguien criada dentro de un esquema de absoluta rigidez que cuando crece y llega a la adultez es incapaz de manejarse sola dentro de las convencionalidades sociales.
Madre e hija representan una relación de amo-esclavo que cuando Tonya contrae matrimonio, lejos de liberarse, se profundizan en la relación matrimonial con su marido. Esa relación de esclavitud le signa su vida y le impide ser libre, tomar sus propias decisiones, y lo que es peor, ser ella misma en las competencias al tal punto de bloquearla no dejarla expresarse libremente sobre sus patines.
Gillespie maneja con gran soltura el estupendo guión que le sirve Steven Roger (Love The Coopeers, 2015; Postdata, Te Quiero, 2007). Su mirada sobre Tonya es irónica, ciertamente impiadosa, pero a su vez la pinta como un ser humano condicionado por una madre castradora, un padre ausente, una situación social de pobreza extrema, una educación insuficiente que no le ha dado siquiera la libertad para discernir con claridad entre el bien y el mal, entre lo conveniente y lo inconveniente. De hecho, Tonya abandonó sus estudios en el 4to año del secundario.
Tonya tiene un sueño que la motoriza pero en realidad es incapaz de llevarlo a cabo. Equivoca la mayoría de las acciones necesarias para alcanzarlo. La única persona capaz de ejercer una influencia positiva sobre ella es su entrenadora Diane Rawlinson, magníficamente interpretada por Juliana Nicholson, pero Tonya vive en una vorágine en la que se mezcla juventud, falta de experiencia, ignorancia de vida, un marco social no exento de violencia que le impide no solo llevar una vida disciplinada sino también, concretar aquellos sueños.
Margot Robbie luce en su papel de la patinadora logrando que el resplandor de la luz de las pistas de patinaje sobre hielo no encandile la vida real, y rebele la precaria y solitaria vida de Tonya, una persona incapaz de discernir moralmente, siempre llevada de las narices por alguien negativo de su entorno (alternativamente su madre y su marido).
Allison Janey como LaVona, retrata con toda exactitud a una madre posesiva que anula la personalidad de su hija transformándola en una marioneta lastimosa incapaz de alcanzar su sueño por su falta de autoestima, de seguridad en sí misma. Cabe agregar que Allison Janey, por la interpretación de este papel, se hizo acreedora a la Mejor Actriz de Reparto en la reciente entrega de los premios Oscar.
Más allá de la sátira, estamos ante una gran película que, socialmente, muestra la otra cara del sueño americano, aquel construido después de la gran depresión y que parece haberse hecho realidad en los años 50 cuando los Estados Unidos salen victoriosos de la segunda guerra mundial. Los personajes de Yo, Tonya están lejos de ser partícipes de aquel sueño en los 80, y en los 90, años en los que transcurre la acción del film, donde comienzan a sentir que la persecución de aquel sueño se ha vuelto una quimera imposible de alcanzar. Para muchos, como consecuencia de sus propias limitaciones, para otros por una mala interpretación de la realidad, para la mayoría porque el famoso sueño tal vez nunca les perteneció.
Charly Barny
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7
7 de marzo de 2018
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Paul Getty fue el hombre más rico del mundo durante el siglo XX. Su fortuna superaba los 1000 millones de dólares y básicamente se encontraba invertida en acciones de empresas, arte y antigüedades que ahora pueden apreciarse en el Museo J.P. Getty de la ciudad de Los Angeles, California, Estados Unidos.
El 10 de julio de 1973, una banda de delincuentes secuestró a su nieto de 17 años, John Paul Getty III, en la Plaza Farnese de la ciudad de Roma. El muchacho capturado fue llevado a Calabria, en el sur de Italia, donde permaneció privado de su libertad hasta el 15 de diciembre de 1973, cuando fue liberado previo pago de un rescate de 2,2 millones de dólares, exactamente la cantidad máxima que el Sr. Getty podía deducir de impuestos. Un mes antes de su liberación, los secuestradores habían cortado una oreja del muchacho y la enviaron por correo a su madre.
El veterano Ridley Scott, autor de películas de culto como la saga de Alíen y la famosa Blade Runner, toma el prolijo guión de David Scarpa sobre el hecho policial y lo transforma en imágenes, dándole un ritmo sostenido que narra paralelamente las frías relaciones familiares de los Getty, en particular la confrontación entre la nuera y su famoso suegro, en medio de los pormenores del secuestro. En esos casi 6 meses, no solo se discutió el precio de un rescate sino también un entramado de relaciones basadas en el más puro materialismo.
Scott, navegando entre la descripción costumbrista y el policial, agregando un fuerte sentido de humor inglés tendiente al absurdo, da vida a esta obra que parece confrontar racionalismo contra sentimiento. Es que el Sr. Getty se niega a pagar el rescate, sintetizando su pensamiento en una frase que se volvería famosa: “Tengo 14 nietos. Si pago sólo un centavo por un nieto, entonces tendré 14 nietos secuestrados.”
Hechos reales convenientemente dramatizados, dan lugar a dos grandes actuaciones de Christopher Plummer como el Sr. Getty y Michelle Williams como su nuera, desaprovechando a Mark Wahlberg como jefe de Seguridad del multimillonario que está absolutamente demás en la trama. El enfrentamiento entre madre del secuestrado y el abuelo del mismo marca una relación que constituye un enfrentamiento entre el sentimiento y la materialidad, el mundo de los afectos, las emociones contra el universo del dinero y la codicia. El anciano es un hombre que no vive rodeado de sus 14 nietos sino que lo hace solitariamente en un castillo rodeado de sirvientes en el que acumula objetos y obras de arte, todo aquello que no puede ser cambiado por amor sino por dinero.
Está claro que la vida no tiene precio. Pero la situación planteada permite preguntarse, por ejemplo, ¿Es el personaje principal un avaro o tan solo un capitalista? ¿Para qué sirve el dinero? ¿Cómo se distribuye el ingreso? ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Es necesario pasar toda una vida acumulando capital? Algunas de estas preguntas las responde las propia ciencia económica, otras la religión, alguna otra, el sentido común. La película las deja planteadas para que cada espectador saque sus propias conclusiones.
Por otro lado, visto de esta manera el film parece poner sobre el tapete cuestiones cada vez más actuales. Caído el muro de Berlín hace ya casi 29 años, cabe preguntarse si el triunfo del mundo capitalista sobre el mundo comunista ha conducido realmente a millones de personas a un mejor estándar de vida. Y si es así, ese bienestar refiere a lo puramente económico o es una mejoría que ha llegado vía una mayor libertad personal para las personas, entendiendo como libertad la de moverse libremente a través del mundo y decidir absolutamente sobre la propia vida. O en su defecto, acaso ha sido un retroceso.
No estamos ante lo mejor de Ridley Scott, pero la película deja verse, es entretenida y plantea cuestiones interesantes y actuales. El film carece de equilibrio entre la dramaticidad de los hechos narrados y la particular visión, la frialdad de un hombre de negocios que parcializa y empuja la simpatía del espectador hacia la parte más débil del conflicto. Este enfrentamiento desigual obviamente desnivela la objetividad, caricaturiza y deshumaniza al personaje principal. ¿Acaso los ricos, no son también humanos?
Charly Barny
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