Un 7 en Filmaffinity? No me lo puedo creer. De acuerdo en que es del gran Fritz Lang, que se marca este borrón en el final de su carrera. También tiene cierto morbo que esté basado en una novela de Thea von Harbou, ex del director vienés. Incluso que los bailes de Debra Paget han quedado como un icono en la retina para erotómanos kitsch. Añadamos que es muy probable que Spielberg se haya inspirado en algunos pasajes de este pulp para sus Indiana Jones. Pero es que es un despropósito de película.
Al principio, cuando vi la escena del tigre atacando en off a un niño pensé dejarla para otra vida. Qué desaliño, qué pocas ganas. No se salva la realización, ni el guión, ni la iluminación, ni la ambientación. Solo le da un poco de vida el magnetismo de Debra Paget. Cuando ella está en plano hay un poco de vida, pero el resto de los intérpretes parecen de piedra. La he visto para comprobar qué pasa cuando un director, con su increíble período alemán y el imponente período americano, vuelve a Alemania para grabar descartes del cine mudo con más pasado que futuro. Para mí están al mismo nivel que los entretenimientos de sábado a la tarde de Fumanchú o Maciste, solo que realizados por un director mítico con el monóculo empañado.

Me he enterado de la existencia de John Wick como de casualidad. Pensaba que Keanu Reeves ya no tenía punch. Pero sigue teniendo presencia icónica y fisicidad. Y como habla muy poco -es más de disparar en la cabeza-, los que piensan que no sabe actuar no tienen de qué quejarse. Este John Wick es casi una abstracción. Una especie de modo zen de la violencia. Un videojuego con pantallas sangrientas que pasar. En el primer Jonh Wick teníamos que reconstruir el pasado del sicario con un gran flash back. En este segundo capítulo, que queda abierto para un tercero, las cartas están sobre la mesa: acción a raudales y tiempos muertos solo para respirar un poquito. Un héroe lacónico, letal, casi cómico, que solo morirá con la franquicia. Es como una serie B hinchada con clenbuterol, que haría las delicias del Tarantino de Kill Bill, pero con menos sentido de la autoría. El director no va a descubrir la pólvora, solo a hacerla estallar en coregrafías de roja belleza.

Un cinéfilo como yo debería ser capaz de valorar la película sin tener en cuenta su apología del capitalismo y del sueño americano. Pero soy incapaz. ¿El protagonista vive de la caridad y no entiende que tenga que pagar impuestos? ¿La tragedia de los sin techo es tratada con trazo grueso, mientras los ricos son seres generosos que se merecen lo que tienen?
Yo soy más de Bukovski, y me hubiera gustado que tratase el drama de los parias de la tierra. Qué les lleva a la miseria, cuáles son sus historias, un poco de empatía con ellos. Pero el protagonista, aunque se vea obligado a tratar con ellos, los ignora como si su mundo fuese el de los brokers y no el de los indigentes, cuando está a un milímetro de acabar como ellos. Y es en ese milímetro, que separa la indigencia del sueño americano donde se centra esa película. Su moraleja es clara: si acabas mal es porque te lo mereces, trabaja como Chris Gardner y no acabarás con un tetrabrik de vino tinto, callejeando por San Francisco, hablándole al aire como un parásito de los trabajadores de verdad.
No me lo trago.
Respecto a la película, es una historia de superación, con tintes chaplinescos, a lo Frank Capra, bien realizada, con una buena interpretación de Will Smith. No obstante, no me la creo. Ese milímetro que separa la miseria del éxito multimillonario -en la que se basa la película- suele decantarse por la miseria. Lo digo yo, que he trabajado en un albergue de indigentes como voluntario.

Ayer me permití una loca aventura como espectador. Vi, una tras otra, las versiones que hicieron Kurosawa, Welles y Polanski del Macbeth de Shakespeare. Me regalé una “borrachera” de genialidad en dosis afrodisíacas. Y, hoy, desde la impunidad que me ofrece ser “crítico” eventual de Filmaffinity, me permito comentar las tres genialidades.
Con la ilusa esperanza que tenemos todos los juntapalabras de que le sirva a alguien, voy a escribir un puñado de párrafos sobre la poco conocida obra de Polanski. Aunque sea una obra menor del director polaco, es una obra mayor de cualquier otro director.
Intuyo que el director quería hacer un Macbeth más táctil que el de los directores anteriores. Quería que se sintiese el barro, la sangre, la crudeza del medievo y darle además “aire” a la obra, que está, en buena medida, a diferencia de las anteriores, rodada en exteriores y en color. Hay desnudos, hemoglobina y un akelarre de brujas preparando sus turbios brebajes. Un “aggiornamento” visual y escenográfico realmente conseguido.
No obstante, ese es el problema. Por una parte, es fiel al texto, sigue el argumento, los personajes “piensan” con una voz en off del siglo XVII.
Allí donde Shakespeare escribe con su lenguaje trascendente y simbólico, mientras el bardo narra en off, Polanski muestra lo turbio con una estética seca del siglo XX, y hace explícito lo que el bardo sublimaba. Y la mezcla no funciona.
¿Experimento fallido?

Podríamos atrevernos a decir -erróneamente- que es la más “teatral” de las adaptaciones de Macbeth. Con la clásica carencia presupuestaria de algunas obras de Welles, decorados de cartón piedra, un atrezzo casi simbólico y un aire a película de estudio, el proteico director es capaz de desplegar sus señas de identidad puramente cinematográficas: con un puñado de memorables planos secuencia, un escenario cortado por haces de luz con actores moviéndose entre la luz y la oscuridad, contrapicados en profundidad de campo, personajes colocados a diferentes alturas, travellings de gran potencia visual y una fidelidad al texto teatral llena de energía cinematográfica, Welles construye una obra llena de potencia fílmica en un espacio mínimo y agónico.
Una forma tangencial de disfrutar del bardo inglés y de la potencia irrepetible del genio americano.