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French Cancan

Musical. Comedia. Romance Monsieur Danglard contrata a Nini, una chica que trabaja en una lavandería, y a otras atractivas jóvenes para que se unan a su compañía de teatro. Danglard tiene previsto abrir un cabaret en París, el Moulin Rouge, donde la gran atracción será el cancán. A pesar de que tiene novio, Nini es seducida por Danglard, pero su principal admirador es el príncipe Alexandre. Tras 15 años de estancia en los Estados Unidos, "French Cancan" supone ... [+]
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9
24 de septiembre de 2024 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que “French Cancan” se puede descifrar como el Innisfree de Jean Renoir. Después de su periplo de quince años por Hollywood, algo frustrante para él (*), y tras el breve interludio por la India e Italia, donde su cine se abre a una nueva etapa, el propio Renoir nos cuenta la intensa emoción e inmensa alegría que le supone volver a su tierra natal, de donde ya no se moverá. Y lo celebra rodando una deliciosa comedia musical con la que regresa no a la Francia real, sino al país de los sueños, de las remembranzas infantiles, a un pasado que ya no existe y que no aspira a ser evocado desde la recreación histórica realista, sino como espacio mítico de la fábula. Un lugar desde el cual Renoir puede proyectar su íntima felicidad en una obra que haga sentir, a su vez, aquel viejo concepto –y aquí está más justificado que nunca decirlo en francés– de la ‘joie de vivre’.

Se traslada por eso a la ‘belle époque’, a un Montmartre –donde nació– que todavía conserva los aromas de un pueblo por donde pueden transitar pastores con cabras y edifica una fantasía, con personajes inventados, acerca del hecho real de la construcción del Moulin Rouge. Y rinde así homenaje a aquello que tanto ama, el mundo del espectáculo, de las variedades, de la bohemia, de los artistas, como generadores de un remanso de ilusión que necesitan los corazones para recuperar el pálpito; y a la pintura de su querido y admirado padre, Pierre-Auguste Renoir, y sus colegas impresionistas: Degas, Cézanne, Monet, Tolouse-Lautrec…

Como “El desierto rojo”, de Antonioni, o “Johnny Guitar”, de Nicholas Ray, el uso del color en “French Cancan” marca un hito en la historia del cine. El bellísimo cromatismo, cuidadísimo en cada detalle de la imagen, no decora un guion, sino que “es”, también, la película misma, la transmisión pura de sensaciones, emociones y significados. Porque el color en “French Cancan” resulta brillantemente estético, pero jamás estático: es pintura en movimiento. Como así el impresionismo, que son lienzos en el tiempo: captan un instante de luz, como si de la secuencia seguida de una filmación extrajéramos un fotograma. Por eso Renoir es el más impresionista de los cineastas, no solo porque visualmente reproduzca sus motivos y estilo, e incluso invoque obras concretas, sino porque traduce su misma esencia, la temporalidad, que es, además, la esencia del cine. Es por ello que de esa apoteósica y orgiástica danza de colores que son los antológicos ocho minutos finales con el frenético baile del can-can, escribiera Jacques Rivette: «En esta furia de chicas y lencerías podemos ver el himno más triunfal que el cine ha dedicado jamás a su alma, el movimiento. Que, al desplazar las lencerías, la crea».

Y movimiento continuo, como es tradición en Renoir, a través de la amplitud y la profundidad de campo. Como en el cine de Tati, cuando Renoir reúne a muchos personajes en el interior de una misma imagen no distingue entre una acción principal en primer término y un simple relleno al fondo o a los costados, sino a que todos los niveles, y todo a la vez, están sucediendo cosas. Tantas, que a los espectadores incluso algunas se les pueden escapar en un único visionado; pero, al multiplicar las situaciones dotando de entidad propia incluso a las más irrelevantes figuras en la historia haciéndonos fugazmente partícipes de sus quehaceres, la pantalla se llena de aquel maravilloso caos que no es otro que el tránsito puro de la vida. Un caos aparente –y esta es la genialidad de Renoir como cineasta–, pues únicamente puede ser formado desde el más concienzudo control artístico de cada plano, de cada aspecto que contiene, de cada mínimo gesto, de cada pincelada en su justo lugar.

Con “French Cancan”, Jean Renoir nos entrega una divertidísima comedia, plagada de belleza, de sensualidad (sorprende agradablemente, en comparación con el cine de su misma época en otras latitudes, la franqueza sexual en los devaneos amorosos de los personajes), de lirismo y de romanticismo, y forja con estos mimbres un mundo mágico de ensoñación que –y esta es otra de sus genialidades–, delatando su artificio exuda por todos sus poros el aliento, el fulgor y la calidez de aquello que está vivo y que nos impulsa a proclamar con entusiasmo al término de la sesión: ¡Qué bello es vivir!

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Un apunte colateral sobre la etapa americana de Renoir para dejar en el aire una reflexión acerca de las dificultades que siempre han tenido y tendrán las almas más libres del cine, como la de Renoir, para poder arrojar su universo creativo dentro de un sistema de producción que entiende el cine como negocio. Nos basta con escuchar, de su propia voz, los párrafos que abren y cierran las páginas que dedica a esa etapa en su libro de memorias “Mi vida y mi cine”.

De cuando llega allí, para rodar “Aguas pantanosas”, Renoir escribe: «Rápidamente comprendí que la Fox no esperaba que les ofreciera mis métodos personales, sino que adoptara los métodos hollywoodienses. Le repetí hasta la saciedad a Zanuck que si lo que quería eran películas como las que él estaba acostumbrado a hacer, no hacía falta dirigirse a mí. Hollywood estaba repleto de talentos. ¿Para qué pedirme que ocupara el lugar de uno de ellos que, sin gran esfuerzo, podía proporcionarle la mercancía a la que estaba acostumbrado? En su terreno, yo no podía ser más que un pálido imitador. En el mío podría, tal vez, aportar algo nuevo».

Y, al término, tras su postrera película allí, “Una mujer en la playa”, salvajemente mutilada y un gran fracaso comercial, cuenta: «Unos días después del estreno, recibí la visita de mi agente. Me comunicó que la RKO se proponía rescindir el contrato a cambio de una determinada suma. No soy un luchador, acepté la propuesta y eso fue todo. Y he dicho ‘todo’ en el sentido literal de la palabra. El fracaso de “Una mujer en la playa” marcó el final de mi aventura hollywoodiense. No era solamente ese fracaso el que me reprochaban. Zanuck, que era un experto en dirección, explicó un día mi caso a un grupo de gentes del cine. Como la apreciación es halagadora, no dudo en mencionarla: “Renoir —dijo— tiene mucho talento, pero no es de los nuestros.”».
9
30 de diciembre de 2010
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Emitida, vista y grabada el 14 de agosto del 2000 en ¡Qué grande es el cine! doblada al castellano. La la volví a ver muchas veces, hasta que me quedé sin reproductor de VHS, hoy la he visto por primera vez en VOS.
Jean Renoir, hijo del pintor impresionista, rinde homenaje a esta pintura. Como en un cuadro la perspectiva y la mirada del espectador está meditada. El bautizado como “patrón” del cine francés nos enseña y contagia la alegría de la vida a través del sexo y del baile.
Nuestro guía es Jean Gabin. Un Danglard de 60 años, caballero que sabe bailar muy bien y regenta un negocio en decadencia. Tiene como amante a María Félix (esplendida con 40 años) y como patrimonio su optimismo, don de gentes y vista comercial.
Para su futuro inmediato crea un revival del cancan inaugurando el “Moulin Rouge”.
Quisiera tener el ojo de ese poeta y cineasta, un corazón más grande, un tercer pulmón o 20 años menos. En su ausencia firmaría el afecto breve de una Niní. Aunque con el tiempo se convierta en una Prunelle (“la sensación de París antes de de que tú nacieses”) y me anime en el nuevo año como al viejo Danglard en su proyecto.
“Saldrá adelante, usted es un príncipe”.
6
2 de abril de 2019 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es de mis Renoirs favoritos este colorido y explosivo film que celebra la vida con sus contradicciones. La belle vie de la bohemia y la clase alta, ociosa y libertina de un finales del XIX en París.
Cuando los gritos de la memoria se van acallando, se instala el fácil cliché de cualquier acontecimiento del pasado en un resumen simplista de lo ocurrido. Da igual una guerra, un asunto político , religioso o la pequeña historia de un cabaret como en este caso.
Renoir en el 54 venía de la aventura americana, acababa de buscar trascendencia con "El Río" y luego con la estimable "Carroza de oro " ( a recuperar) pero el público francés no estaba del todas en el bolsillo. A la France hay que darle la France. Y aquí van dos tazas. El origen de los impresionistas, la absenta, los carteles de Toulouse Lautrec, las lavanderas de Montmatre con las que fornicaría Picasso...todo eso representa un cliché bien vendido en frasco de oro.

La historia es una idealizada visión de como un empresario sin escrúpulos (eterno Jean Gabin en el papel de Danglard, trasunto del Ziegler real) eleva de las cenizas al Olimpo del espectáculo un discreto local ("La Reine Blanche") en un mastodóntico "Moulin Rouge" . La influencia directa de este lugar sobre los varones de la clase alta del momento y asimismo de la atracción que ejerce sobre las clases populares le hará convertirse en el punto de encuentro además de la bohemia artística y todos juntos harán del lugar un espacio mítico y una bandera de la capital de francesa.
El protagonista es el "lugar" y no los personajes. Éstos deambulan en una especie de comedia de la vida, cada uno con su papel. El poder que arrastra y el propio carisma de la creación engullen lo sustancial de la película (si lo había y las interpretaciones). Subyugados ante el espectáculo (el de hace más de un siglo en Europa) y el deseo que provocan las bellezas femeninas, es decir los estragos entre los espectadores y las vidas de entonces, marca el devenir cotidiano y el futuro.
El ascenso social femenino en el local venía de la aceptación o no de las mujeres bellas de venderse al empresario para conseguir un papel y el estrellato popular. Inmediatamente miembros de la aristocracia rusa, tísicos románticos y obreros malhumorados soñaban con las piernas de Nini o Abbese (María Felix). Todas habían compartido lecho con Danglard. Se dice que el empresario inventó y renombró el célebre baile (French Can Can ), trasunto de uno popular francés preexistente.
El fetichismo sexual ligueros, pantuflas, faldas, corsés y piernas al aire daban aire y escape a la hipócrita sociedad del momento. Los pobres cómicos, hacían de arlequin, y cantaban buscando el aplauso con el chiste fácil, mientras también las imperecederas canciones de Piaf sonaban a través de las ventanas de Montmatre.
8
25 de agosto de 2019 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Primer film de Renoir en su retorno a Francia después de su estancia en Hollywood, es este homenaje a su padre, el gran pintor y a su país, recreando con gracia y enorme cariño, el nacimiento y desarrollo del proyecto que se constituiría en un símbolo internacional, de la alegría de vivir, del juego del amor y de la bohemia parisina...El Moulin rouge.
Jean Gabin es Danglars, un empresario artístico dedicado a las variedades, cuyos proyectos van y vienen, tienen éxito y quiebran, moviéndose en la zozobra habitual en la que viven todos los integrantes de ese mundo.
María Félix, es la temperamental estrella de la función, amante de Danglars, dueña y señora del corazón de los hombres.
Cuando Danglars descubre a Dora Doll, una humilde lavandera, la fichará para su espectáculo, no sin causar grandes celos en la diva y también en el novio de Dora, un humilde panadero.
Pronto descubrirá Danglars, que se encuentra al borde de la quiebra, que los ricos con su doble moral, son la clientela ideal que busca el esparcimiento y la sensualidad de las diversiones de las clases populares, sin tener que sufrir las reyertas ni los peligros de acercarse a sus zonas.
En vez de que los ricos, se acerquen a las miserias de las clases bajas, cuando buscan emociones y desatarse de las convenciones puritanas propias de su clase, Danglars les proporcionaría todo eso, la sensualidad y picardía, la subversión y el pecado, en un lugar convenientemente preparado para ellos, donde les sacaría los cuartos, que ellos estarían encantados de pagar.
Ese fue el nacimiento de ese gran espéctaculo de arte popular para ricos que fue el Moulin rouge.
Para ello, rescataría el cancán, un baile popular nacido unos años antes, cuya picardía y subversión, al mostrar las bailarinas, con mucha energía y baile acrobático, la ropa interior y las nalgas, tomando la iniciativa así, en el juego de seducción, volvería locos a aquellos reprimidos ricachones, convirtiendo ese baile, en símbolo de la sexualidad invitadora de la mujer, a nivel del mundo entero.
La arquitectura diseñada a tal efecto, del edificio que albergaría este espectáculo, también fue un acierto, siendo construido un molino rojo brillante, entre dos moles de edificios de arquitectura netamente parisiense, que lo hacía destacar a través de toda la ciudad de París.
La película en sí, no me parece muy valiosa fuera de lo interesante del tema. La ambientación es preciosa, por supuesto y creo que sólo por eso merece la pena verla. Pero la trama se centra mucho en describir los amores y desamores de ese entorno, las infidelidades y los celos que se mueven en ese mundo y, a mí, no me parece precisamente lo mejor.
Me fascina mucho más, el proceso de la idea del proyecto y, por fin, en los últimos minutos del metraje, el gran espectáculo que se abre ante nuestros ojos de ese Moulin rouge abierto a su público, con el gran número del cancán que ha pasado a formar parte del imaginario colectivo y que, incluso en nuestros días, se ofrece al público en multitud de espectáculos a nivel mundial.
Mencionar por último, los cameos de grandes artistas de la época. Aparece Edith Piaff entre otros. Un placer.
8
3 de enero de 2021 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
He visto en este último mes un par de películas de JR. "El río" y "French cancan". Hay algo en las dos que es cautivador: por un lado el color y por otro el discurso fantástico que nos brindan al final de cada una de las películas. En "El río", sobre la infancia, la niñez. Y en "French cancan" sobre cómo conseguir lo bello: todas las circunstancias que pueden dar lugar a ello a pesar de los daños colaterales que puedan generar.
Es la película una sucesión de cuadros impresionistas con marca de la casa. Atavismo puro.

Billy Wilder hablaba del impacto carnal cuando hablaba de Marilyn Monroe, aquello de que su carne daba como carne en la pantalla. Bien. Pues de todas los billones y billones de combinaciones de moléculas, aminoácidos y ácidos desoxirribonucleicos que ha habido hasta ahora en el universo, solamente hay una combinación convertida en un cuerpo llamado María Félix que ha atravesado la pantalla. Alargaba mis dedos hacia ella y la podía tocar. Cuarenta años tenía cuando hizo esta película. Nada de actrices huesudas y sin personalidad como las actuales. Atentos a su espectacular belleza cuando Gabin le fija el corsé. Los brazos más bonitos de la historia del cine. Aún ahora, cuando la recuerdo, creo poder tocarlos.
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