El Capitán
6.7
6,192
Bélico. Drama
En los últimos momentos de la II Guerra Mundial, en plena caída del III Reich, Willi Herold, un soldado desertor de 19 años, andrajoso y hambriento, encuentra un uniforme de un capitán nazi. Haciéndose pasar por un oficial, Herold comenzará a transformarse usando la autoridad que le proporciona su nueva identidad, revelando la monstruosa esencia de aquellos de los que trata de escapar. (FILMAFFINITY)
11 de octubre de 2018
11 de octubre de 2018
18 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
El capitán (Der Hauptmann)
El cineasta alemán Robert Schwentke, del que no había visto nada con anterioridad, ha escrito y dirigido “El capitán”, una brillante película que bucea en las nauseabundas aguas de la más absoluta y degradante abyección humana.
Sólo quedan dos semanas para que se declare el fin de la Segunda Guerra Mundial. Corre el mes de abril de 1945 y aún hace mucho frío en Alemania. Sopla un aíre helado y los restos de nieve todavía aparecen visibles sobre sus campos yermos. Y es ahí, en este desolado y caótico escenario en el que Alemania percibe ya el amargo sabor de la derrota, donde Schwentke sitúa su pavoroso relato. La horrible pesadilla que presenciamos está basada en hechos reales: un joven soldado alemán desertor de su Regimiento, Willy Paul Herold, de apenas 19 años y conocido como “El verdugo de Emsland”, convertido por una caprichosa pirueta del destino en un capitán de la Luftwaffe, fue el autor de uno de los episodios más horripilantes acontecidos en aquella sangrienta y estúpida guerra. El instinto de sobrevivencia en una huída suicida hacia adelante harán de esta bestia depravada un auténtico carnicero.
Rodada en un nítido y contrastado blanco y negro que mereció el premio a la mejor fotografía en el último festival de San Sebastián, obtuvo también cinco nominaciones -incluida la de mejor película- en los “Deutscher Filmpreis” del cine alemán.
El extraordinario intérprete alemán Max Hubacher da vida a Herold en una actuación más que memorable, acompañado de un grupo de actores como Milan Peschel, Frederick Lau o Bernd Hölscher que en ningún momento desmerecen ante la gran actuación de su compañero.
Y la desagradable sensación de abatimiento y desencanto que sentí al término de la película ante la feroz e insaciable capacidad depredadora de nuestra especie no pudieron soslayar el firme convencimiento de haber asistido a una excepcional función de cine.
Emilio Castelló Barreneche
El cineasta alemán Robert Schwentke, del que no había visto nada con anterioridad, ha escrito y dirigido “El capitán”, una brillante película que bucea en las nauseabundas aguas de la más absoluta y degradante abyección humana.
Sólo quedan dos semanas para que se declare el fin de la Segunda Guerra Mundial. Corre el mes de abril de 1945 y aún hace mucho frío en Alemania. Sopla un aíre helado y los restos de nieve todavía aparecen visibles sobre sus campos yermos. Y es ahí, en este desolado y caótico escenario en el que Alemania percibe ya el amargo sabor de la derrota, donde Schwentke sitúa su pavoroso relato. La horrible pesadilla que presenciamos está basada en hechos reales: un joven soldado alemán desertor de su Regimiento, Willy Paul Herold, de apenas 19 años y conocido como “El verdugo de Emsland”, convertido por una caprichosa pirueta del destino en un capitán de la Luftwaffe, fue el autor de uno de los episodios más horripilantes acontecidos en aquella sangrienta y estúpida guerra. El instinto de sobrevivencia en una huída suicida hacia adelante harán de esta bestia depravada un auténtico carnicero.
Rodada en un nítido y contrastado blanco y negro que mereció el premio a la mejor fotografía en el último festival de San Sebastián, obtuvo también cinco nominaciones -incluida la de mejor película- en los “Deutscher Filmpreis” del cine alemán.
El extraordinario intérprete alemán Max Hubacher da vida a Herold en una actuación más que memorable, acompañado de un grupo de actores como Milan Peschel, Frederick Lau o Bernd Hölscher que en ningún momento desmerecen ante la gran actuación de su compañero.
Y la desagradable sensación de abatimiento y desencanto que sentí al término de la película ante la feroz e insaciable capacidad depredadora de nuestra especie no pudieron soslayar el firme convencimiento de haber asistido a una excepcional función de cine.
Emilio Castelló Barreneche
8 de octubre de 2017
8 de octubre de 2017
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
A las 09:00, por última vez en el hermoso Victoria Eugenia, disfruté de mi última película a competición de la Sección oficial: el drama de acción histórico Der hauptmann/El capitán, regreso a Alemania del realizador Robert Schwentke tras años dirigiendo taquillazos repulsivos en Hollywood. A pocos meses de que concluya la Segunda Guerra Mundial, Herold, un joven soldado f.ugitivo, roba un uniforme de capitán y empieza a impersonar la figura de un diligente oficial nazi con órdenes expresas del Führer para investigar la situación en el frente y en los campos. Despiadado y bruto, empieza a saquear y asesinar impunemente presos inocentes y a tomarse la justicia por su mano de manera sui generis.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Una cínica mirada a un perturbador episodio que se produjo de verdad. Una película estilizada y tensa, que en un B/N excelso y dentro de un universo de jerarquías ordenadas muestra como este rebelde armado de valor está dispuesto a revertir el quirúrgico orden nazi en pos de un caos sanguinario al que sus compañeros asistirán sin juzgarlo, inclusive entrando en la dinámica de este peculiar comando. Una estupenda interpretación de Max Hubacher que ejerce de núcleo de este relato chanante pero turbador que invita a la reflexión. Pasado el ecuador la película pierde efecto sorpresa (imposible de superar la excelencia de la secuencia con la que abre la película) y funciona por reiteración, y su enfoque gamberro de la violencia extrema cargado de humorista cinismo le restan el impacto que ansía tener. Película de mensaje ambiguo, por momentos claro y por momentos confuso, logra un visionado tan divertido como incómodo y visualmente placentero. Un ejercicio formal muy fino, su diseño sonoro y dirección artística envuelven en un escenario de dominación y continua alarma. Una de las mejores películas de la Sección oficial, que debería ser galardonada de alguna manera. Presumiblemente, por su fotografía. Dominio de la forma (destacar ciertas secuencias a cámara lenta y diseños sonoros tensos y expectantes) y fondo no común para el espectador medio cargado de temor vital y frío físico.
2 de diciembre de 2017
2 de diciembre de 2017
15 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Capitán supone el retorno como director en Alemania de Robert Schwentke quien después de hacer Tattoo (2002) y Eierdiebe (Las joyas de la familia, 2003) emigró a Estados Unidos dirigiendo Flightplan (Plan de vuelo: desaparecida) protagonizada por Jodie Foster, The Time Traveler’s Wife (Más allá del tiempo, 2009), Red (2010), R.I.P.D. (R.I.P.D. Departamento de policía mortal, 2013), y las dos entregas de la Serie Divergente, Insurgent (Insurgente, 2015) y Allegiant (Leal, 2016).
Una impecable fotografía en Blanco y negro de Florian Ballhaus (ganador del premio en el Festival de San Sebastián) para contarnos una historia cruda con un claro ejemplo del experimento de Milgram: un controvertido estudio de psicología social que reveló que la mayoría de las personas eventualmente recurriría a infligir daño a sus semejantes, incluso si inicialmente no están dispuestas, si alguien con suficiente autoridad que lo exige. Llevado a cabo por el investigador universitario Stanford Stanley Milgram, el experimento ayudó a responder la pregunta de cómo tanta gente en Alemania llevó a cabo las órdenes de un tirano sanguinario.
La transformación del protagonista de un soldado desertor asustadizo a un capitán sádico es realmente destacable, ayudado por unas interpretaciones memorables. Una verdad implacable en una grandísima película a tener muy en cuenta. De las mejores proyectadas en el festival de san sebastian a competición.
Destino arrakis.com
Una impecable fotografía en Blanco y negro de Florian Ballhaus (ganador del premio en el Festival de San Sebastián) para contarnos una historia cruda con un claro ejemplo del experimento de Milgram: un controvertido estudio de psicología social que reveló que la mayoría de las personas eventualmente recurriría a infligir daño a sus semejantes, incluso si inicialmente no están dispuestas, si alguien con suficiente autoridad que lo exige. Llevado a cabo por el investigador universitario Stanford Stanley Milgram, el experimento ayudó a responder la pregunta de cómo tanta gente en Alemania llevó a cabo las órdenes de un tirano sanguinario.
La transformación del protagonista de un soldado desertor asustadizo a un capitán sádico es realmente destacable, ayudado por unas interpretaciones memorables. Una verdad implacable en una grandísima película a tener muy en cuenta. De las mejores proyectadas en el festival de san sebastian a competición.
Destino arrakis.com
13 de marzo de 2019
13 de marzo de 2019
18 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lejos del complaciente relato del nazismo que suele ofrecer el cine, El Capitán articula una visión del mismo que tras su aparente sencillez resulta ser inusitadamente profunda: aquí los nazis no son un bloque prácticamente homogéneo ni un simple atajo de fanáticos que de la noche a la mañana enloquecieron; no hay lugar para la épica, los buenos, los malos o los locos; no hay redención, victoria o libertad. La Odisea de El Capitán no es más que un retrato de los Procesos que permitieron florecer al nazismo y de las personas que se vieron arrastradas por él.
El Holocausto no fue un accidente, fue la Consecuencia Lógica de los Procesos que se habían puesto en marcha durante la revolución industrial; procesos que tras varias mutaciones operan ahora con mayor fuerza que entonces. En él se muestra la faz de nuestra civilización con tan diáfana claridad que lo único que hemos podido hacer desde entonces, especialmente el cine y la televisión, es renegar de aquello como si nada tuviera nada que ver con nosotros, desentendiéndonos de cualquier análisis para no tener que examinar con detalle las causas, para no tener que reconocer que nosotros también somos así, para permitir que todo pudiera seguir más o menos igual. El Capitán, tras su inocente disfraz de fábula (y casi de parábola), supone un acercamiento desprovisto de cualquier tipo de ingenuidad a algunos de los procesos que de un modo u otro convergen y cristalizan en la construcción de los campos de concentración o la puesta en marcha de la Solución Final.
No es fácil matar tanto tan rápido. Lograrlo fue toda una proeza técnica. La causa eficiente fue la escisión entre razón crítica y razón instrumental durante el proceso de industrialización: el campo de concentración, como el nazismo, el estalinismo o el gulag, solo pueden germinar cuando se inserta la lógica industrial (con su pensamiento lógico-racional) dentro de la esfera social; por ejemplo: aniquilar al mayor número de sujetos de la manera más eficiente posible. Figuras claves aquí son los ingenieros que tan metódicamente perfeccionaron las herramientas, los eficientes arquitectos que tan magníficamente diseñaron los campos o los soldados que con tan escrupuloso celo y leal obediencia abordaron su cometido. Como el propio Capitán.
Por otra parte, una de la cosas más sobrevaloradas de la modernidad, también por los propios nazis, es la individualidad: el Yo. Nos creemos completamente a salvo del influjo de los otros. Porque somos completamente diferente de ellos. Somos únicos. Hasta el punto de creer que elegir un determinado modelo de coche o de bandera dice mucho respecto a nuestra personalidad y no respecto a la sociedad en la que vivimos.
El Capitán prescinde de la psicología, del psicodrama, de la individualidad, de la consecuente subjetivización de la realidad y de esa visión inocente, mojigata y hollywoodiense del campo de concentración como lugar excepcional y como excepción en la cual sólo el Otro (nazi, judío, gitano, homosexual…) puede participar.
Prácticamente todo cuanto podemos hacer, pensar o sentir se lo debemos a lo demás. Hoy más nunca y nosotros más que nadie. Sin los demás no sabríamos ni hablar. Y sin las cianobacterias no podríamos ni respirar. Nos creemos dueños de nosotros mismos pero lo cierto es que basta un teléfono móvil o un uniforme para modificar por completo nuestra personalidad (incluyendo modificaciones neurofisiológicas) sin que tan siquiera nos dé tiempo a darnos cuenta de qué ha pasado. Pensáramos lo que pensáramos y fuésemos como fuésemos.
No somos especiales. No somos únicos. No existen los polos opuestos. Hay procesos históricos, burocracias, instituciones que sobrepasan nuestro potencial a nivel individual y que nos determinan de manera tan profunda que incluso en el mejor de los casos, si se quiere mantener cierta cordura, solo podemos aspirar a un par de grados de libertad. Sin embargo, en ocasiones lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir. Y ahí ya no hay personalidad que valga.
El Holocausto no fue un accidente, fue la Consecuencia Lógica de los Procesos que se habían puesto en marcha durante la revolución industrial; procesos que tras varias mutaciones operan ahora con mayor fuerza que entonces. En él se muestra la faz de nuestra civilización con tan diáfana claridad que lo único que hemos podido hacer desde entonces, especialmente el cine y la televisión, es renegar de aquello como si nada tuviera nada que ver con nosotros, desentendiéndonos de cualquier análisis para no tener que examinar con detalle las causas, para no tener que reconocer que nosotros también somos así, para permitir que todo pudiera seguir más o menos igual. El Capitán, tras su inocente disfraz de fábula (y casi de parábola), supone un acercamiento desprovisto de cualquier tipo de ingenuidad a algunos de los procesos que de un modo u otro convergen y cristalizan en la construcción de los campos de concentración o la puesta en marcha de la Solución Final.
No es fácil matar tanto tan rápido. Lograrlo fue toda una proeza técnica. La causa eficiente fue la escisión entre razón crítica y razón instrumental durante el proceso de industrialización: el campo de concentración, como el nazismo, el estalinismo o el gulag, solo pueden germinar cuando se inserta la lógica industrial (con su pensamiento lógico-racional) dentro de la esfera social; por ejemplo: aniquilar al mayor número de sujetos de la manera más eficiente posible. Figuras claves aquí son los ingenieros que tan metódicamente perfeccionaron las herramientas, los eficientes arquitectos que tan magníficamente diseñaron los campos o los soldados que con tan escrupuloso celo y leal obediencia abordaron su cometido. Como el propio Capitán.
Por otra parte, una de la cosas más sobrevaloradas de la modernidad, también por los propios nazis, es la individualidad: el Yo. Nos creemos completamente a salvo del influjo de los otros. Porque somos completamente diferente de ellos. Somos únicos. Hasta el punto de creer que elegir un determinado modelo de coche o de bandera dice mucho respecto a nuestra personalidad y no respecto a la sociedad en la que vivimos.
El Capitán prescinde de la psicología, del psicodrama, de la individualidad, de la consecuente subjetivización de la realidad y de esa visión inocente, mojigata y hollywoodiense del campo de concentración como lugar excepcional y como excepción en la cual sólo el Otro (nazi, judío, gitano, homosexual…) puede participar.
Prácticamente todo cuanto podemos hacer, pensar o sentir se lo debemos a lo demás. Hoy más nunca y nosotros más que nadie. Sin los demás no sabríamos ni hablar. Y sin las cianobacterias no podríamos ni respirar. Nos creemos dueños de nosotros mismos pero lo cierto es que basta un teléfono móvil o un uniforme para modificar por completo nuestra personalidad (incluyendo modificaciones neurofisiológicas) sin que tan siquiera nos dé tiempo a darnos cuenta de qué ha pasado. Pensáramos lo que pensáramos y fuésemos como fuésemos.
No somos especiales. No somos únicos. No existen los polos opuestos. Hay procesos históricos, burocracias, instituciones que sobrepasan nuestro potencial a nivel individual y que nos determinan de manera tan profunda que incluso en el mejor de los casos, si se quiere mantener cierta cordura, solo podemos aspirar a un par de grados de libertad. Sin embargo, en ocasiones lo único que se puede hacer es intentar sobrevivir. Y ahí ya no hay personalidad que valga.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
No, señores, La Vida No es Bella, y de hecho, según las cartas que te toquen, puede ser una puta mierda.
La sola presencia de un uniforme condiciona cuanto acontece. Esto es una evidencia experimental: nos cagan en el hombro y nos creemos con galones. Una vez constituida la jerarquía, y su correspondiente burocracia, es difícil que nos salgamos del papel. Del rol. Da igual lo que pensáramos antes, a los tres días ya tendremos ganas de dar un par de hostias (y habrá que suspender el experimento). O, si se tercia, de cargarnos a un par de moros. O de judíos. O de cristianos. Que quede claro: lo único que realmente necesitamos para llegar ahí, para sentir odio, para crearnos un montón de excusas con las que justificar cualquier atrocidad, es un bonito uniforme. O un teléfono móvil. Y a veces ni eso.
Los campos de concentración ni se diseñaron para favorecer los dramas románticos ni se construyeron para extender un cheque en blanco a mayor gloria de los judíos. Un campo de concentración es algo tan serio como los uniformes, las jerarquías, la presión social, la desindividuación o el repugnante sadismo sobre el que se cimentan. Todas estas cosas son jodidamente serias, reales y cotidianas.
Detrás de todo uniforme hay una jerarquía de poder a la que se debe obediencia. Detrás de toda jerarquía hay una burocracia cuyo tamaño es proporcional al número de escalafones dentro de la jerarquía. Cuando la finalidad de esa burocracia se ha establecido prescindiendo de la razón crítica, la probabilidad que tiene un individuo de ofrecer resistencia a la enorme presión a la que se le someterá es prácticamente nula. A medida que aumenta el número de escalafones tiende a cero y no queda espacio para otra cosa que no sea el cumplimiento de la norma o la consecución de los objetivos establecidos. Si hubiéramos nacido en la Alemania de los años veinte muchos de nosotros seríamos nazis de manual. Qué coño íbamos a ser si no.
No se trata(ba) de etnias o preferencias sexuales, pues incluso a los soldados nazis se les podía prescribir el mismo tratamiento que a cualquier banquero judío; se trata(ba) de la puesta en marcha de determinados procesos sociales mediante los cuales las personas se separan gradualmente de la responsabilidad de sus actos y del impacto que estos pueden llegar a tener; en esencia, se trata de la capacidad de usar nuestras capacidades al margen de cualquier consideración ética. Como ya he dicho, el exterminio nazi fue un trabajo en equipo maravillosamente ejecutado.
Borges relató que los nazis a pesar de perder la batalla militar habían ganado la guerra ideológica: la del darwinismo social y las estirpes, la de la subjetivación de la realidad, los nacionalismos y las diferencias culturales irreconciliables, es decir, la de la voluntad, la violencia, la fe y el martillo: la de la razón como un mero instrumento al servicio de nuestros deseos.
La sola presencia de un uniforme condiciona cuanto acontece. Esto es una evidencia experimental: nos cagan en el hombro y nos creemos con galones. Una vez constituida la jerarquía, y su correspondiente burocracia, es difícil que nos salgamos del papel. Del rol. Da igual lo que pensáramos antes, a los tres días ya tendremos ganas de dar un par de hostias (y habrá que suspender el experimento). O, si se tercia, de cargarnos a un par de moros. O de judíos. O de cristianos. Que quede claro: lo único que realmente necesitamos para llegar ahí, para sentir odio, para crearnos un montón de excusas con las que justificar cualquier atrocidad, es un bonito uniforme. O un teléfono móvil. Y a veces ni eso.
Los campos de concentración ni se diseñaron para favorecer los dramas románticos ni se construyeron para extender un cheque en blanco a mayor gloria de los judíos. Un campo de concentración es algo tan serio como los uniformes, las jerarquías, la presión social, la desindividuación o el repugnante sadismo sobre el que se cimentan. Todas estas cosas son jodidamente serias, reales y cotidianas.
Detrás de todo uniforme hay una jerarquía de poder a la que se debe obediencia. Detrás de toda jerarquía hay una burocracia cuyo tamaño es proporcional al número de escalafones dentro de la jerarquía. Cuando la finalidad de esa burocracia se ha establecido prescindiendo de la razón crítica, la probabilidad que tiene un individuo de ofrecer resistencia a la enorme presión a la que se le someterá es prácticamente nula. A medida que aumenta el número de escalafones tiende a cero y no queda espacio para otra cosa que no sea el cumplimiento de la norma o la consecución de los objetivos establecidos. Si hubiéramos nacido en la Alemania de los años veinte muchos de nosotros seríamos nazis de manual. Qué coño íbamos a ser si no.
No se trata(ba) de etnias o preferencias sexuales, pues incluso a los soldados nazis se les podía prescribir el mismo tratamiento que a cualquier banquero judío; se trata(ba) de la puesta en marcha de determinados procesos sociales mediante los cuales las personas se separan gradualmente de la responsabilidad de sus actos y del impacto que estos pueden llegar a tener; en esencia, se trata de la capacidad de usar nuestras capacidades al margen de cualquier consideración ética. Como ya he dicho, el exterminio nazi fue un trabajo en equipo maravillosamente ejecutado.
Borges relató que los nazis a pesar de perder la batalla militar habían ganado la guerra ideológica: la del darwinismo social y las estirpes, la de la subjetivación de la realidad, los nacionalismos y las diferencias culturales irreconciliables, es decir, la de la voluntad, la violencia, la fe y el martillo: la de la razón como un mero instrumento al servicio de nuestros deseos.
23 de octubre de 2018
23 de octubre de 2018
14 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cruda exposición en blanco y negro de los avatares de un desertor. Un desertor que ve su escape apropiándose de un uniforme de capitán encontrado al azar. Las andanzas son interesantes, ahora bien, no es en sí una picaresca puesto que vemos imágenes crudas muy realistas que crean un sentimiento confuso de autenticidad que, desde luego, las hacen bastante desagradables hasta el punto de querer abandonar. Luego, no vemos una progresión continua de avatares a lo largo del camino, como podría ser en las aventuras del buen soldado Svejk, si no que se encierra en un tema.
Por otra parte encontraremos una muestra burocrática de los procedimientos nazis, y es que a pesar de los momentos finales y de los desastres que les vienen encima, aún conservan una justicia que quiere administrarse de forma independiente a los procedimientos que la SS pretende. Eso sí, el Führer está por encima y su dictamen se impone a cualquier controversia, como podemos suponer.
Las actuaciones son tan verosímiles, el vestuario, los roles y las circunstancias, el uso del blanco y negro, las miradas, los silencios, el horror y el hambre; y los comportamientos sobre todo, están tan llenos de una maldad continuada, que despide un miedo permanente sobre ti, un morbo que te engancha como si fueras un cerdo desertor.
Por otra parte encontraremos una muestra burocrática de los procedimientos nazis, y es que a pesar de los momentos finales y de los desastres que les vienen encima, aún conservan una justicia que quiere administrarse de forma independiente a los procedimientos que la SS pretende. Eso sí, el Führer está por encima y su dictamen se impone a cualquier controversia, como podemos suponer.
Las actuaciones son tan verosímiles, el vestuario, los roles y las circunstancias, el uso del blanco y negro, las miradas, los silencios, el horror y el hambre; y los comportamientos sobre todo, están tan llenos de una maldad continuada, que despide un miedo permanente sobre ti, un morbo que te engancha como si fueras un cerdo desertor.
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