Los personajes de los Cohen suelen conducirse como si lo que les acontece no fuera trascendente, como si fueran espectadores irónicos de sus propias vidas, y con ese ánimo nos invitan a acompañarlos para atravesar el duro universo que es EEUU. En esta ocasión encontraron un guante para su mano en la novela/película de Portis/Hathaway. Grandes paisajes, tipos a caballo, un mundo inhóspito, muerte y ternura.

La película podría escucharse con los ojos cerrados y te seduciría. También podría contemplarse bajando el volumen para deleitarse con sus imágenes. Cuando la ves con todos los sentidos te envuelve para ir susurrándote una historia de amor al ritmo de un lento bolero perfectamente medido. Deliciosa.

Si la referencia al cuadro de Goya ha de servir para introducir la crítica a esta película, debe ir acompañada de un matiz. El cuadro es desolador sencillo y directo, la película sarcástica y compleja.
La película está armada en varios capítulos que no se manifiestan formalmente. La unidad argumental se fía a la potencia de la idea principal y de las secuencias de cada capítulo. Dependerá de la capacidad de seducción de la imagen, cargada de simbolismo, que cada espectador mantenga el interés y el hilo argumental. De otro modo quedará aturdido por la violencia y por las atropelladas transiciones entre capítulos. En favor de aquella coherencia los actores realizan notables interpretaciones.

El hecho de que el tema principal de la película, y que es la causa que mueve a los protagonistas, sea la muerte supone un reto y un problema. Dividir el argumento en tres historias permite matizar y acercarse al tema desde varios puntos de vista. Las tres historias están muy bien presentadas, con una labor de dirección excelente. Conforme avanza la película y los personajes se van desenvolviendo en esa frontera (su relación con la muerte) la consistencia de las historias pierde algo de fuerza. El desenlace conjunto resulta algo simple.