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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 182
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
12 de marzo de 2024
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«La Octava Noche» (2021), de Kim Tae-hyung, es otro de estos platos surcoreanos raros, mal etiquetado. El supuesto perfil de terror con el que se le atribuye una adscripción a un género, queda no poco diluido en la vereda de lo simplemente «cine fantástico», y su tono épico, por no decir el formato «cómic», concretamente «manga», con el que se sirve esta exótica ensalada. Sin olvidar, claro, que todos los productos como este, en los estantes de Netflix son como las verduras en. un supermercado: por guays y exóticas que parezcan, igual que las locales, saben todas a pepino.

La película no deja de adoptar una anatomía y fisiología de «Bola de Dragón»; un híbrido de «anime» japo con esos interminables dramones (que no dragones) épicos chinos, que el más corto no baja de las dos horas y media. El esquema es bastante sencillo de entender: el japo idea, el chino fabrica, y el coreano.... (el del sur, porque los del norte están en su particular inopia del pleistoceno comunista)... simplemente, copia.

La influencia de plataformas como Netflix en la distribución y producción de contenido global ha sido notable, ofreciendo a las producciones de diferentes países una audiencia más amplia pero también introduciendo cierta presión hacia la accesibilidad y la apelación a un público diverso. Esto puede llevar a una neutralización de contenidos específicos, intentando hacerlos más digeribles para audiencias globales, lo que desvirtúa elementos únicos o peculiares de la narrativa o estilo original.

De hecho, dichas plataformas, bajo el pretexto de la diversidad y otras chorradas varias, propias del buenismo postmoderno (que implican decoro y sazonamiento de todo «course» con interracialidad, «varieté» sexual y mujeres «empoderadas»), lo único que buscan es un molde único, el «café para todos», que se pueda lanzar como churros a un mínimo coste para un público aborregado y servil en estas cuestiones. Como árbitros del mercado del entretenimiento (para llenarse los bolsillos, como todo «quisqui») lo hacen de puta madre, en este sentido; pero su visión del arte y del cine, es el que pueda tener un gato de su sombra.

A pesar de toda la bobalicona y sobreimpuesta diatriba sobre la interculturalidad y esas payasadas políticamente correctas, lo cierto es que los «correanos», muy zorros y correosos (valga la redundancia), cogen lo que les sale del nabo (no indiscriminadamente, sino que los muy peseteros ya saben lo que se hacen) de uno y otro mundo, estilo o índole, para endosarnos (como pepino por donde más escuece) con la debida dosis de vaselina, su «dulzón» producto que, como las «chuches», tiene mucho colorido y azúcar, pero no es más que eso... para caries severa del mundo del cine como entretenimiento y como arte.
«Pa’» que me entiendan ustedes, mis queridos, sufridos e inteligentes lectores, no se fíen ustedes de un restaurante griego regentado por turcos.

Mis amigos y familiares agricultores, saben mejor que yo, que lo que triunfa ahora en el mercado son esas creaciones (incluso a veces manipuladas genéticamente), que tienen las fortalezas de la versatilidad (y por ende adaptabilidad) ambiental, teóricamente pues, menores costes de producción, ideales para esa "gran bolsa" de consumidores intolerantes a varias cosas (siempre he pensado que quien sea intolerante a la lactosa, simplemente, no tome leche, joder, en vez de recurrir a los «light» de dudosa eficacia sucedánea, y potencialmente cancerígenos por manipulación en la nebulosa y viscosa cadena de producción y conservación alimenticia). Y así tenemos a estos pomelos enanos en las plataformas, que ni pinchan ni cortan, aptos pues para «todos los públicos», mezcla de «mandarines» del continente, y limones (o limas), aderezados con jengibre para sushi, del archipiélago nipón (no olvidemos que, al fin y al cabo, los coreanos, los hijos de Manchuria, no dejan de ser ellos mismos un híbrido en el que ha cuajado a las mil maravillas el experimento globalizador del actual neoliberalismo, basado en la producción y el consumo salvajes).

Total, que como el auténtico y genuino «picante» no sienta bien a todos, y comer «pez globo» es un riesgo para algunos, nuestros chicos han elaborado una receta que, empezando ya por los efectos, pierde toda esa autenticidad que tenían antaño los elaborados, artísticos, sugerentes y extraordinarios maquillajes que usaban los actores de teatro del extremo Oriente para decir en sus obras mudas (o casi mudas), todo aquello en lo que la palabra nada tenía que decir; por contra, tenemos esa pretenciosa elaboración de efectos digitales (hechos por supuestos artesanos del CGI que imaginan al espectador en su butaca, en pañales y con chupete), que no son nada del otro mundo (la analogía de décadas anteriores resultaría mucho más auténtica en comparación), y vendidos a precio de oro por sus artífices.

Ello me reafirma en la hipótesis de que se espera que la audiencia se rinda a esos alardes de efectismo, refiriendo de nuevo a las ya mencionadas producciones del anime «manga». Visionarlas era más parecido a una sesión de hipnosis a base de efectos lumínicos y cromáticos en las supuestas escenas de luchas y despliegue de super poderes por parte de los héroes, o a una insufrible noche en una «disco tecno», que al auténtico desarrollo de una historia con cabeza y pies.
En el puchero caldoso de Kim Tae-hyung, bajo la fallida pretensión de maquillar (nunca mejor hallada la redundancia) con exhibicionismo digital, los tópicos y trillados contenido y forma del cine asiático (sin ya ponerle el cognomen de terror), hallaremos los clásicos ingredientes de la receta: elementos simbólicos, legendarios y folklóricos en el sustrato contextualizador (tan mal planteados y/o explicados como ejecutados, en un guion lo más parecido a una montaña rusa); sincretismo mitológico oriental; y una «performance» de fuegos artificiales después de un tedioso intento de desarrollar una enrevesada trama, para lo que se emplean no pocas vueltas de metraje.
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Jordirozsa
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6
23 de febrero de 2024
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Una de las preguntas que me hago, es si la gran cantidad de críticas habría sido tal, de haber sido otro el que hubiera estado detrás de la cámara. Asimismo, y por ende, me pregunto también si la jugada de la «apuesta a caballo ganador» que hicieron los de la Blumhouse (cinco millones de mortadelos por casi setenta de beneficios), habría resultado en jugada tan perfecta de no haber sido el hindú que «en ocasiones ve muertos», quien hubiera tenido a su cargo las riendas de este peculiar proyecto.

Sin pretender hacer afirmación categórica alguna al respecto, ¿hasta qué punto, los altibajos artísticos, comerciales..., atribuidos al cineasta revelación del suspense, de las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI, como máximo y único responsable, forman parte del entresijo publicitario y comercial de las productoras que están detrás de todas las películas que él ha dirigido?

En esta tesitura, podremos admitir el efecto «coge fama y acuéstate». Como en cualquier otro contexto en el que se da el fenómeno «fan», aunque pueda parecer que críticos, «seguidores» de la carrera de Shyamalan, y público en general, puedan tener la sartén por el mango, los de la «farándula» saben usarlo para guiar a todas estas comunidades consteladas a la consecución de sus intereses: todo el engranaje de producción en su objetivo final de sacar tajada de lo que se hable de un «talento» o «estrella». Lo que manda es el pecunio. Al fin y al cabo, Shyamalan es un ser humano que a final de mes espera sus cheques para pagar facturas y llenar la cesta de la compra.
Nada más lejos de la casualidad, el que en el caso de «The Visit» (2015), los de la «Blum» hayan sido capaces de «convertir piedras en panes». En los «pavos» del tique del cine, no sólo va la entrada, sino también el que podamos rajar o ensalzar el producto (muchas veces en aras al fetichismo profesado al chivo de turno, aquí Shyamalan), en conversaciones o escritos, y así también contribuir «voluntariosamente» a la promoción que requiere la cinta para seguir su proceso de «engorde fácil», a lo pollo de granja, método con el que ahora se trabaja incluso en la industria del entretenimiento.

Shyamalan, maestro en mezclar humor y terror, nos lleva más allá del entretenimiento convencional, jugando con nuestra percepción como un gato con su presa. Su cine, un equilibrio perfecto entre especias narrativas y personajes inusuales, se asemeja a la cocina de sus raíces, donde la familiaridad y el arte se fusionan en platos simples pero profundamente complejos. Evoca tanto risas como escalofríos, recordándonos que el verdadero arte trasciende las etiquetas fáciles como «comedia de terror». Se enfrenta a nuestras expectativas, invitándonos a apreciar la singularidad de su obra. Su habilidad para entrelazar lo cotidiano con lo surrealista refleja una crítica social y una exploración de la alienación familiar, demostrando que incluso en el terror, hay espacio para la reflexión.

Evitando el cliché del «found footage», sumerge al espectador en la experiencia de dos niños visitando a sus desconocidos abuelos, creando una conexión intensa sin recurrir a temblores de cámara ni oscuridad excesiva. Este enfoque nos hace parte de un relato que crece en tensión hasta un clímax sin exageraciones, manteniendo la inmersión aunque sepamos que es ficción. Al alejarse de técnicas desorientadoras, nos ofrece una ventana clara a su mundo, mezclando con maestría el misterio y el drama familiar, y nos invita a degustar su guiso narrativo, recordándonos que el arte verdadero supera la simple expectación. Se permite el uso de la «cámara subjetiva» a un nivel tan aceptable para la inmersión del espectador, como mínimamente verosímil y creíble desde el manejo de la tecnología por parte de los críos.

Una de las virtudes que tenemos que destacar, es el constante ritmo hacia la acelerada escena de resolución. Son cada vez menos, los espacios de respiro que nos conceden, primero más prolongados, en el proceso de alternancia del que participan, no sólo la acción, sino también la composición de las atmósferas: una diurna, con pálida iluminación en paisajes nevados, pero con algún susto puntual de tipo «falsa alarma» (menos en la secuencia de «el escondite»). Frente a la construcción de los espacios nocturnos en el interior de la casa, donde se va desarrollando el germen del esperado delirio intuitivo. Episodios perfectamente delimitados desde las 9:30 pm (veremos si esto no es una alegoría de la hora a la que tendrían que estar en la cama todos los «churumbos» del mundo mundial en sus casas, y que Shyamalan recuerda a los papis que les permiten estar hasta las tantas, en una ácida crítica al modo actual de criar a los peques).

Este contraste de atmósfera no solo pretende meternos más de lleno en el plano de la realidad desde la primera persona de los muchachos, sino que nos hace partícipes de la construcción que hacen de su mundo.
Este acento en los contrastes también constituye en sí mismo una expresión psíquica (y artísticamente metafórica) de la realidad subjetiva de una mente psicótica, como si nos quisiera meter también en la propia vivencia desquiciada de los abuelos.

Así, todos aquellos «feligreses» que invocan el regreso del «Sexto Sentido» (1999) pueden comprobar que lo que dio de sí el realizador en aquella ya lejana cinta, es sólo una untada de mantequilla en rebanada, comparado con lo que puede hacer en un «laboratorio» controlado por él mismo, recreando espacios sobrecogedores e historias que, sin estar dirigirlas él, aguantan por si solas; aquí estoy hablando de «Devil» (2010), dirigida por John Dowdle, y libreto de Brian Nelson, sobre una historia escrita por el propio Shyamalan, donde nos demuestra lo tan siniestra en su esencia, como bien construida que puede llegar a ser una historia del hindú.

En «The Visit», sobre el andamio de una trama simple, pero trabajada con precisión de relojero y cariño de orfebre, y sin ninguna necesidad de exagerar los efectos,
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Jordirozsa
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4
19 de febrero de 2024
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Para un potencial público diana adolescente, la técnica narrativa del «found footage», y el relato en primera persona desde el que graba las escenas con una cámara (o con su móvil), y por extensión a un mercado de espectadores más amplio que vive por y para inmortalizar lo que cree sus hitos existenciales, algo que ya se veía boquear como besugo recién pescado, y pasado de vueltas, desde que se inauguró el estilo con «The Blair Witch Project» (1999) , hasta las cansinas secuelas de «Rec»(2007 – 2014) o «Paranormal Activity»(2007 – 2021) , lejos de estar obsoleto, rabia de actualidad más que nunca. Por lo menos hace 9 años, cuando se produjo este «flick".

El «found footage» ofrece una sensación de inmediatez y realismo que otras técnicas narrativas luchan por alcanzar. Al ver los eventos desde la perspectiva de la primera persona, los espectadores se sumergen más profundamente en la experiencia, sintiéndose parte de la historia. Esto puede hacer que los sustos y la tensión sean más impactantes, ya que la audiencia se siente como un participante más.
En esta película precisamente, la técnica es de las pocas cosas que contribuye a la creación de la atmósfera de terror requerida. Es la ventana a los espacios que crea el lenguaje visual del cinematógrafo Andrew Davis. Además, tiene el acierto de pasar de un sujeto pasivo observador a otro. No se centra en un único portador. Con lo que la diégesis del relato va siendo asumida por los diferentes personajes, que graban desde sus respectivos dispositivos. Este enfoque multiplica las posibilidades de sorprender. Al no estar limitados a la perspectiva de un solo personaje, los momentos de suspense pueden surgir desde diferentes ángulos y en momentos inesperados, aprovechando el cambio de narrador para jugar con la anticipación y la ansiedad del público. La incertidumbre sobre quién sostendrá la cámara a continuación y qué nuevos horrores revelará su lente, añade una capa adicional de intriga y misterio.

Sin embargo, no sabe aprovechar plenamente la oportunidad que supone esta variedad de perspectivas, de los diferentes amigos que se dan cita al bosque para andarse el cachondeo nocturno con sus linternitas de marras. Se nos tiene sumidos la mayor parte del tiempo en un mareante vaivén de figuras en la penumbra, cuando no se nos deslumbra con las luces de los personajes corriendo de un lado para otro.
La caótica y errática propuesta de Davis se suma a la ya confusa ejecución de un guion, que si bien está fundamentado en una sólida trama, por lo simple de su estructura, se complica con un surrealismo que, por querer ser tal vez demasiado innovador o, sencillamente, intentar mantener la atención del espectador, se diluye en un sinsentido al que no hallaremos demasiada claridad ni respuestas satisfactorias. De cara a una resolución tanto o más oscura que las imágenes entre las que se nos tendrá nadando durante un metraje de 85 minutos. Éste se nos hará como si fuese del doble o más.
Una resolución oscura o ambigua en una película de terror no es en sí misma un defecto; puede ser una herramienta poderosa para dejar una impresión duradera e invitar a la reflexión. Pero el camino necesita estar construido con claridad y propósito. Incluso en medio de la ambigüedad, el espectador debe poder encontrar un sentido de cierre o comprensión de los temas y motivaciones subyacentes.

Los propios realizadores, Scott Beck y Bryan Woods, le dan a la tecla a cuatro manos para parir un libreto que andará perdido como sardina en el desierto del Sáhara, ya nada más empezar el desarrollo. El entramado se deshace como un castillo de naipes desmoronándose por una evidente desidia en la creación de un «script» con algo de «cabeza», pero sin «pies», porque no va a ninguna parte. Se crea atmósfera, tensión, misterio... se nos trae al borde del horror más primario... pero nada más. La tensión generada, con todo su potencial se desvanece con algún susto de acrobacia felina, y desemboca, después de mucho hacernos andar tras la zanahoria, en un cúmulo de escenas con chillidos histéricos de las «protas», propios de un solo de soprano en música experimental contemporánea.

Lo que más funciona es la ambientación en el bosque: la oscuridad, la percepción en grado de delirio intuitivo de lo que podrá sucederles a los protagonistas si se adentran en las tenebrosas fauces de aquella selva norteamericana, para pasárselo teta en su juego nocturno... esta sensación de anticipación y temor captura la imaginación y establece un estado de tensión psicológica, esencial para el terror.
El bosque, en este contexto, se convierte en un ente lleno de misterios y peligros que ponen en jaque a la racionalidad y alimentan los miedos más primitivos. El objetivo de los protagonistas de pasar un buen rato con su juego nocturno en un entorno tan amenazante introduce una ironía mordaz; su búsqueda de diversión los lleva a confrontar sus propios límites y miedos, así como los secretos oscuros que yacen en el corazón del bosque. Este contraste entre la inocencia de sus intenciones y la malignidad del entorno subraya la temeridad de desafiar a lo desconocido y lo incontrolable.Sin embargo, tan atractivo envoltorio queda desvirtuado, desmerecido, vacío, ante la inacción y la pachorra con la que Beck y Woods tratan el relato.

La práctica ausencia de música adicional extradiegética, por otro lado comprensible, pues estamos inmersos en el espacio diegético (el «cámara en mano» elimina cualquier distancia o barrera entre la posición observadora del espectador y el escenario de desarrollo dramático), acaba también incluso por contribuir a que el insustancial y endeble, postizo estado de tensión generado se difumine aún más rápidamente.

Los actores no destacan en el fondo narrativo del argumento, de modo que todos ellos parecen formar parte del decorado. Se trata más de objetos pasivos que de sujetos activos. Shelby Young y Chloe Bridges son todavía las que le dan algo de meneo a la interpretación,
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Jordirozsa
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6
17 de febrero de 2024
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La peña dice que la «plandemia», con la que nos tuvieron con el ojete reducido a un tercio de su diámetro, y ha sido uno de los timos sanitarios más descarados de la historia reciente, no es excusa para el insatisfactorio resultado que hayan podido atribuir las desconcertadas expectativas de la audiencia, al director de ascendencia sudamericana y canadiense, Neill Blomkamp. Bueno en la ciencia ficción, y conocido mejor por su trabajo en la cinta de este género, «Distrito 9», de 2009.

Partimos de la premisa de que el cine canadiense no tiene demasiada buena papeleta entre el gran público, que lo considera una especie de marca blanca de la gran industria cinematográfica estadounidense, y aún más si se trata de cine independiente de terror, aunque eso, por otra parte, supone un mayor nivel de autonomía respecto a las posibles ataduras del sistema.

Lo cierto es que estos meses en que se tuvo al personal confinado con restricciones de movimiento y toda clase de atropellos a los derechos y libertades fundamentales de las personas, no supuso ninguna excepción en cuanto a problemas y dificultades sobreañadidos a los creadores artísticos del filme. El horno no estaba para bollos.

Pero demos gracias a que subsistan y pervivan los valientes del «indie». Es lógico que, con un buen puñado de milloncejos, cualquier realizador con un mínimo de idea y habilidad puede hacer un producto potable, aunque tener «mortadelos» no es condición suficiente, y a veces innecesaria para hacernos estremecer durante la reglamentaria hora y media de metraje.

Dadas las circunstancias, Blomkamp hace un trabajo que resulta interesante por la ya implementada, por referentes como «The Thing» (1982), y «Aliens» (1979) (nombrando solo a dos grandes), y no nueva, combinación entre el horror (aquí, el de las posesiones y lo diabólico) con la ciencia ficción. En particular, en lo que se refiere al fascinante mundo de las realidades creadas digitalmente. Algo que resulta especialmente atractivo, puesto que estas experiencias virtuales son lo que en la actualidad conocemos como más cercanas y tangibles a esos mundos oníricos, imaginados o fantaseados, frutos de la actividad constructiva de nuestra mente. O, como se argumenta desde varias posiciones y hermenéuticas, portales a las dimensiones paralelas y desconocidas que se creen o suponen anejas a nuestras vivencias más empíricas.

Con un presupuesto muy ajustado, Blomkamp se las ingenia para construir una historia con un gran potencial. Pero con visibles y molestas limitaciones que diluyen la carga de contenido que habría podido lucir mejor en esta cinta. Aunque paupérrimo y minimalista, el set que define la realidad «física» del relato es preferible al tosco y rudimentario diseño de los espacios virtuales que recrean los escenarios de la mente de los personajes.
En los procesos de advenimiento en el universo pesadillesco de la protagonista y de su madre, las vivencias en los territorios de terror que se nos presentan carecen del suficiente poder de sobrecogimiento y visión terrorífica que tendría que suscitar una fantasía tenebrosa y macabra como la que se nos pretende contar, tanto a nivel dramático como emocional. Falta potencia en la inducción de atmósfera de miedo y pánico en el espectador. Y no me refiero a sustos de salto de gato, sino a nivel de diseño gráfico en las escenas de realidad construida por ordenador; lo que se ve representa la lectura o interpretación de los científicos y los médicos que estudian a la paciente comatosa, con la presunta presencia en su mente de un demonio. Nos encontramos en una especie de «Minecraft» con una resolución propia de animaciones e ilustraciones, con renders que nos recuerdan los juegos de ordenador o videojuegos de los años 80 y 90 del pasado siglo.

Aunque a mí, personalmente, me quedó la duda de si este alto nivel (de cutrez, por supuesto) no será algo hecho a posta para el directo contraste con el nivel de realismo que adquiere esta subcapa onírica cuando nos hallamos en el punto de vista de los personajes. Una especie de diégesis dentro de otra, como otras películas en las que operan dos planos existenciales y, en un momento dado, se produce una ósmosis e incluso vertido entre ellos.
En el caso de «Demonic», no será diferente, pues en el transcurso del desarrollo la narrativa abrirá esa puerta, y es entonces cuando «Minecraft» se convertirá en una suerte de «Fortnite» en ese primer plano real, que al final llegará a ser tanto o más surrealista que el trasfondo subdiegético del mundo de sueños en el que la protagonista contactará con su madre. Esta puerta abierta será la que permita al ente maligno o demonio tomar forma física, y es cuando, supuestamente para pánico del espectador, se convierte en un peligro tangible al que se tendrá que hacer frente en esta altura del guion.
Blomkamp, ni corto ni perezoso, no solo no nos trae de vuelta del formato cómic/videojuego en el que nos había sumergido (lo cual ya nos da pistas sobre el potencial público diana) sino que lo exacerba con el pelotón de «curas soldados» que irán al exorcismo como Chuck Norris, en la saga de «Desaparecido en combate», con sus misiones. Y, al igual, asistiremos a un espectáculo de fuegos artificiales (eso sí, más modesto, pues el pecunio disponible es el que es).
En vez de una marabunta de vietnamitas con sus AK-47, tendremos a los «padres Rambo» haciendo su incursión en territorio de un monstruoso demonio encarnado en un pájaro. No está nada mal, un bicho interesante: la asociación del demonio con la figura del cuervo, un clásico en las representaciones del maligno, pero los efectos con los que construyen al «animalito» dejan bastante que desear.

El cinematógrafo Byron Koopman tiene buenos planos. Puntualmente, logra construir sobrecogedores encuadres en los que la luz, la textura y la composición hablan muy bien de él, logrando hasta que la mamá poseída requiera solo una mínima expresión de maquillaje para resultar realmente inquietante.
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Jordirozsa
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5
12 de febrero de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La reciente película de Ridley Scott, que deconstruye y ridiculiza a Napoleón Bonaparte, involucra a todo el equipo, no solo al director, pese a ser la figura central. A sus ochenta y seis años, sorprende él solito asuma el pifostio de abordar a un personaje tan debatido en la historia, la política, las academias militares y el arte, incluido el cine.

Conscientemente o ignorándolo por completo, Scott se está convirtiendo, si no lo hizo ya en la última ristra de producciones que ha pilotado, en ese ser patoso, tosco, acartonado y prepotente al que ha querido retratar en Napoleón. Una proyección como un piano. Y el cine precisamente va de esto, de proyecciones ¿no? Tal vez él mismo se lo cree y se da cuenta de ello. No sería el primer loco que se cree ser como Napoleón (¡O sin el «cómo»!)

Del Ridley Scott de «Los duelistas» (1975), «Alien» (1979), «Blade Runner» (1982), «Tormenta blanca» (1996), poca cosa queda, si no nada. Detallista, impecable y buen narrador a través de un lenguaje visual impoluto, con ideas claras de lo que quería transmitir, dejó de serlo con aquel espejismo del nuevo siglo XXI llamado «Gladiator»(2000), un refrito de «Espartaco» (1960) y «La caída del Imperio Romano» (1964), que si supuso un pequeño interés renovado en el cine llamado «de romanos», fue un fiasco muy similar al que asistimos en «Napoleón», por la infame venta de los valores artísticos cinematográficos a la codicia y la ambición desmesurada de sus creadores.

Napoleón" (2023) se desvela no como una obra de arte, sino como otro engranaje en la máquina de «marketing» y tragaperras que es el cine actual: un tráiler que promete oro y el moro, un director y actor idolatrados dispuestos a enfrentarse al diluvio de críticas por una interpretación casi burlesca de una figura histórica esencial. Sumamos a Scott, ya en sus años chocheantes, silenciando críticos al estilo de nuestro «campechano Juanca» ("¿Por qué no te callas?"). Nos cuelgan la zanahoria de un «director's cut» en «Manzana Plus», pretendiendo tapar los agujeros de este "flick", incluido el del sombrero de Napoleón... ¿El resultado? Un rebaño tras Ridley Scott, que, entre dormir en sus laureles y una lectura insuficiente (o ¿era mucho leer y poco dormir?), parece habérsele secado el cerebro. Queda la duda: ¿Es esta la magna obra de Scott en sus últimos días, o simplemente Apple Plus y consortes lo usaron como el perfecto escaparate para su última jugada? Lo más probable es que aquí se juntaron el hambre con las ganas de comer.

La película es una estafa piramidal de entrada, y lo que es peor, como la leche desnatada. Sí, fuimos a ver «Napoleón», pero era uno al que habían quitado toda su esencia (es decir, leche), para añadirle toda clase de sucedáneos que, si no engordan, matan.

Optar por una visión íntima de Napoleón es válido artísticamente y hasta necesario para detallar su compleja historia en un formato condensado. Pero al tomar un enfoque centrado en lo folletinesco y lo sexual, debieron titularla acorde con esa mirada surrealista, lo que quizá hubiera preparado mejor al público. Por lo menos, no nos habrían dado el timo de la estampita.

Scott logra a través de Dariusz Wolski capturar escenas con una fotografía notable, destacando los entornos y paisajes, en particular las escenas finales en la residencia de Josefina. Sin embargo, esta calidad se ve opacada por efectos digitales deficientes que, en momentos clave como las campañas militares, restan autenticidad y parecen más propios de un videojuego que de una producción cinematográfica seria. En el caso de Moscú en llamas, es de escándalo y más si nos acordamos de las icónicas escenas de «Guerra y Paz» (1956), de King Vidor, en el que, precisamente, tenemos a un Napoleón excelentemente interpretado por Herbert Lom, que es con el que me quedo de todas las producciones que he visto sobre este personaje y sus guerras.

Martin Phipps, centrado en el plano diegético y enfocado en Napoleón, falla en enriquecer narrativamente el relato, generando una sensación de fragmentación a través de una serie de escenas inconexas. Captura parcialmente la esencia épica, pero sus intentos sonoros, extravagantes, no logran compensar la falta de cohesión y profundidad. La música, impregnada de un tono pseudo satírico, intenta sin éxito elevar la trama, especialmente en las relaciones y momentos clave de la vida de Napoleón, reduciendo su potencial impacto y dejando las escenas de batalla y momentos de relevancia histórica sin el esplendor merecido.

Lo más logrado del producto de este Napoleón han sido las ambientaciones, especialmente en lo que atañe a los contextos palaciegos, y en algunas escenas de campaña (vestuarios, utilería, recreaciones de armamento de época...).

Joaquin Phoenix, destacado en su transformación de drama en farsa, lleva su papel de Napoleón a extremos de inverosimilitud, especialmente en las batallas y en las tediosas escenas románticas, más propias de un melodrama juvenil. A pesar de su talento, su interpretación roza la megalomanía, distorsionando al personaje histórico. Vanessa Kirby, por su parte, ofrece un brillo genuino, aunque su rol en la tóxica relación entre Napoleón y Josefina queda sobrecargado y alejado de cualquier pretensión de autenticidad. Ambas actuaciones solo nos pueden servir para un video didáctico sobre la reproducción de los conejos o para una charla de puericultura en algún cursillo prematrimonial cutre de pueblo.

Es una auténtica pena que, contando con secundarios flamantes como Rupert Everett (Wellington) y Edouard Philipponnat (Alejandro de Rusia), el único actor francés de reparto, queden reducidos a poco menos que figurantes por la efímera presencia que se les concede. La extrema y excesiva condensación del foco dramático en Phoenix y Kirby nos priva de sumergirnos en los personajes que constituyen el contexto social de Napoleón y, por ende, dibujan parte del sustrato de su personalidad. Algo esencial en el caso de sus mariscales de campo,
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Jordirozsa
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