Guste o no, el hecho es que juzgar una película de Woody Allen es todo un reto, en tanto que nunca se suelen valorar sus películas per se, sino siempre comparándolas con sus trabajos anteriores.

Así pues, un film como el que nos ocupa podría considerarse como una buena película si fuera de otro realizador, pero sabiendo quién es el director la valoración es otra muy distinta. No es que esté mal realizada, ni que sus interpretaciones sean flojas, al contrario, ya que posiblemente Colin Farrell está más convincente que nunca en su papel. El problema reside en lo que se nos cuenta, que no deja de ser una historia moral de crimen y castigo en que Allen reincide ya por tercera vez.

Aquí es donde el globo se desinfla, porque para este viaje no se necesitaban tantas alforjas. Ya sabemos de memoria que va a pasar en pantalla, cuales serán las disquisiciones filosóficas de los personajes y cual será su desarrollo. Si además añadimos que la calidad de los diálogos es floja y reiterativa y que el metraje es demasiado extenso para la simplicidad de la trama cabe concluir que nos encontramos ante un film espeso, poco brillante, que no aburre pero que no interesa ni atrapa, ante lo cual lo que les pasa a los personajes deja de importar al espectador. Esto es lo que provoca el fracaso absoluto del film, que no da pie a debate y se convierte en lo opuesto a su intención inicial, es decir de película moralista a mero entretenimiento con ínfulas de intelectualidad más propio de un imitador de Allen que del propio director.

Lo mejor: Colin Farrell.
Lo peor: Que no aporta nada a la filmografía de Allen.