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Voto de Andrés Vélez Cuervo:
8
Drama La Última Orden se inspira en una historia supuestamente real, que se atribuye a Ernst Lubitsch. Su protagonista es un aristócrata zarista arruinado que, tras la Revolución Soviética, acaba recalando en Hollywood, donde trabaja como extra en una película que narra los convulsos días de la Revolución de 1917, y en la que encarna a un personaje cuya vida es idéntica a la suya. Esta extraña e insólita situación hace que afloren a su ... [+]
10 de septiembre de 2015
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The Last Command cuenta la historia (se dice por ahí que basada en una real) de un general del ejército ruso zarista en la guerra de la revolución de 1917, el Grand Duke Sergius Alexander (Emil Jannings), quien termina sus días como extra de poca monta en Hollywood, cobrando una miseria por su trabajo y sometido a la humillación de unirse a la masa trabajadora totalmente ajena a sus antiguos protocolos imperiales. Cuando el director de cine Lev Andreyev (William Powel) lo reclama para prestar sus servicios como actor en una producción en la que interpretará al general Dolgorucki del ejército ruso, esa vida pasada lo alcanza y lo confronta de manera agobiante.
Esta es pues una película, digamos, “metanarrativa”, porque vemos al cine dentro del cine, pero más importante aún, porque encontramos un relato dentro de otro y ambos se engranan y referencian de manera inseparable. Me voy a callar ese relato interno para que el lector tenga el placer de irlo desmarañando desde la ignorancia como por fortuna pude hacerlo yo. Arruinar las sorpresas argumentales de esta belleza de película con un resumen innecesariamente explícito sería un delito.
Hay un dolor extraño en The Last Command. Al ver este magnífico largometraje de Josef von Sternberg, uno de los grandotes de la historia del cine, se experimenta una curiosa desazón, como si se formara una incómoda arruga en el pecho. Es incómoda, entre otras cosas, porque nace de un proceso de empatía de esos sabrosos con un personaje que rompe el molde de la correcta moral. Ese gran hombre que interpreta Jannings, poderoso, recio e imponente como solo él podría caracterizarlo, es un personaje al que la crueldad casi que le gotea. Claro está, en manos de un genio como von Sternberg, no hay necesidad de actos grandilocuentes para demostrar esa personalidad cruel; aquí basta y sobra con la sola presencia de Janning, imponente como un titán, y con un solo acto en el que reprende de un fustazo en la cara a ese insolente revolucionario que se pasa de bocón diciéndole “It doesn’t require courage to send others to battle and death”.
Así las cosas, la caída de este gigante se torna amarga, más cuando el personaje, caracterizado por uno de esos raros artistas de la interpretación como Janning, que tiene la magia de infectar el alma con emociones poderosas con solo pararse frente a la cámara, se convierte en un viejo apocado con el cuerpo, la mente y el espíritu rotos. No sobra mencionar que este enorme actor fue oficialmente la primera persona en ganar un óscar (se lo entregaron por anticipado días antes de la ceremonia por cosas de la vida), precisamente por su papel en esta película y en The Way of All Flesh de Victor Fleming (solo en ese primer año de los premios se consideró la interpretación en varios roles a la vez).
Hablar de los grandes logros estéticos de Sternberg en esta película casi resulta una obviedad, ya que la genialidad artística de este director vienés ha sido sobradamente estudiada y elogiada con toda justicia, sin embargo algo sí tengo que señalar al respecto: los planos de este realizador, en esta película, como en prácticamente todas las que dirigió, poseen una esencia casi mística llena de expresividad. Siempre me pasa con las obras de Sternberg que siento como si entre mis ojos y la pantalla se tejiera poco a poco un túnel de luz. Las construcciones visuales se tornan peculiarmente fantasmagóricas y fascinantes. Quizá sea por ese don que tiene de extraer con la lente lo más profundo de los actores, quizá por la esmerada precisión a la hora de componer, quizá por el uso ricamente matizado del blanco y negro; por más que veo películas de von Sternberg, no puedo más que sospechar el origen de su magia.
Luego está también ese humanismo sórdido garante de aquella incómoda arruga que señalaba más arriba. Esta es una historia nutrida por el concepto del honor en la guerra, de un código de conducta reverencial en el que los grandes hombres se reconocen como tal sin importar sus actos de barbarie, sin importar su bando ni su condición. Esto es lo que permite que la película no se hunda en el muladar del patetismo doloroso de su protagonista en sus años seniles, sino que renazca en orgullo y valor con un desenlace digno de suspiros.
Andrés Vélez Cuervo
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