En The Tribe hay dos decisiones formales primordiales. La primera es la de rodar íntegramente en lengua de signos ucraniana sin subtítulos; la segunda, mostrar explícitamente la violencia y la degeneración humana. El efecto inicial de incomprensión que provoca la primera de estas elecciones se ve acentuado por las distancias que toma la cámara: no podemos acercarnos (afectivamente) a los personajes, no sólo porque no sabemos lo que dicen sino también porque apenas podemos ver sus expresiones faciales. No hay puntos de apoyo; sólo una herida abierta. El espectador no puede hacer nada más que asistir, pasivo y atónito, al desenvolvimiento de las dinámicas de poder en el centro. No es hasta el tercer acto del film, cuando el corazón trata de abrirse paso entre la lucha por la supervivencia, cuando la cámara recorta distancias con respecto a sus protagonistas. El final es la proclamación del odio como sentimiento a la par terrible y liberador, podría decirse que hasta digno.
Ahora bien, ¿al servicio de qué está todo este interesante aparato formal? Si no fuera por una escena, al principio de la película, en la que una profesora parece hablar a sus revoltosos alumnos sobre Ucrania y la Unión Europea, podría decirse que The Tribe es una recreación del hombre en estado de naturaleza en un tiempo presente de un territorio sin nombre. Pero la escena está ahí; la referencia espacio-temporal es clara. No cabe hablar, por tanto, de ensayo antropológico y sociológico sino de alegato político y alegoría social. En mi opinión, esto disminuye el valor de la película porque la entronca en una corriente del cine militante, bastante en boga actualmente, que hace principalmente de la crudeza de su contenido un megáfono para proclamar su mensaje y de los méritos de sus elecciones formales una manera de llamar la atención.