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Voto de Jordirozsa:
8
5.4
33
Thriller. Drama
Años después de sufrir un traumático ataque de un desconocido que la dejó dos años en shock, Susan (Barbara Parkins), vuelve a la casa de sus padres donde todo sucedió. Allí encuentra que su cariñosa madre (Barbara Stanwyck), se ha casado por segunda vez y vive una tormentosa relación con su nuevo marido. Ella trata de revivir los sucesos de cuando era niña con el fin de recordar quién la atacó aquel día. (FILMAFFINITY)
7 de mayo de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con un par de lustros en los que las grandes majors iban boqueando; el antiguo “Star System”, el poder de los míticos estudios hollywoodienses y de los grandes productores como Samuel Bronston o Carlo Ponti enfilados en la bajada final de la montaña rusa de sus carreras, el formato del telefilm estaba en sus mejores momentos, antes de que apareciera el vídeo como nuevo soporte de venta y comercialización de películas que jamás aspiraron a la gran pantalla.
La “caja tonta” estaba, en el tiempo de realización de “A Taste of Evil” (1971), en su apogeo de competencia con unas salas de cine que hasta hacía bien poco, habían acaparado la concurrencia de espectadores del celuloide. Las cadenas de televisión, incorporando series, películas, documentales… en sus programaciones, pasaron de ser un retransmisor de noticias al entretenimiento de masas por excelencia. Parece mentira que, hasta llegar a nuestros días, cinco décadas después, haya sobrevivido al vídeo, el “deuvedé”, los videojuegos, el “interné”, las redes sociales… e incluso a estas plataformas y canales digitales como Netflix, HBO, PrimeVideo, Youtube, que con sus ofertas de inscripción a sus contenidos (parte de ellos en exclusiva), parecían destinadas a reducir a uno de nuestros electrodomésticos preferidos, a una antigualla más, o un simple recuerdo.
Por ello no erraron todos los directores, actores, actrices, guionistas, montadores, compositores… y otras clases de cortesanos del audiovisual que volvieron su mirada al nuevo medio en pleno auge, como lugar para, si no seguir prosperando, por lo menos mantenerse a flote, cosa que no les habría permitido la gran pantalla. Y en esta tesitura tenemos al director británico John Llewellyn Moxey, antiguo colaborador de la Hammer en varias de sus cintas de terror (aunque no las más míticas, acaparadas por el legendario Terence Fisher y los demás principales de la compañía, como Val Guest).
Moxey, que ya tenía experiencia en el trabajo con series como “Mannix” (1967), “El Santo” (1962) o “Los Vengadores” (1961), la mayoría de ellas de factura británica, en su salto al charco decidió apostar por el mundo de la pequeña pantalla sin titubear. Allí estaba el futuro que le pudiese quedar como realizador.
Como otros tantos artistas que ya llevaban trasladándose a los Estados Unidos, Moxey, que contaba en su tándem con el guionista Jimmy Sangster, otro criado en la Hammer, logró impregnar ese deje colorido y gótico, propio del terror británico de los 50 y los 60, en sus trabajos en los USA. En “A Taste of Evil”, tenemos un claro ejemplo, con el plus del encuadre en una mansión de ricachones californiana, precisamente un territorio norteamericano con aires parecidos a los europeos: ambiente señorial, gente de “pasta”, clima templado… que nos recuerda una mezcla híbrida de escenario victoriano inglés con toques mediterráneos.
En poco más de una hora, Moxey consigue condensar los elementos narrativos necesarios para hacernos destilar adrenalina. Teniendo en cuenta la época en la que se rodó, apuesta por introducir en un imaginario aún no demasiado habituado a ello de forma tan explícita, el tema de la violencia y el abuso sexual a una menor de edad, una niña; y no precisamente por parte de un individuo criminal, execrable, desconocido y externo al entorno afectivo más próximo a la pequeña, sino del propio círculo de socialización primaria: el trauma originado en el seno donde se supone que los muñacos(as) se deberían sentir más seguros y protegidos, en su ideal burbuja que rezuma inocencia. Notable, el atrevimiento que apuntó tieso a la línea de flotación de los valores del “stablishment” de la burguesía norteamericana.
Con una especie de “érase una vez…”, la historia arranca contada en primera persona por aquella chiquilla que, en su fiesta de cumpleaños, a plena luz del día, en medio de una fiesta de celebración, mientras los adultos están en “sus cosas”, y ella jugando sola en su casita de muñecas, es despojada de esa inocencia por un ser que, en un magnífico plano a contraluz, que se merece tantos enteros de fotografía como cualquiera a la que hubiesen nominado antes, hace su entrada en escena realmente como una auténtica aparición diabólica.
Una de las cosas que resulta harto asombrosa, a la par que irritante, son las traducciones de los títulos originales de películas, sobre todo las de ya hace algunas décadas, al castellano: intencionadamente o no, auténticas chapuzas. Que en su mayoría no tienen sentido; ni comercial, ni artísticamente. Por eso que lo de “La Presencia del Diablo”, por mucho que con ello quisieran darle el morbo del terror en español, “A Taste of Evil” es algo que, ni quedaría bien una traducción literal (“Una cata del Mal”, sería mas o menos), ni contaría con esa sugestión macabra que serva en su inglés original: la experiencia del Mal a la que es sometida una pobre criatura en su aniversario, por la violación de la que es víctima, con un magistral off de cámara en el que resuena un esperpéntico chillido mientras las muñecas vuelan por los aires; el trauma que toda la audiencia supondrá que le habrá quedado; y la reminiscencia del macabro episodio cuando años más tarde, la infante convertida en mujer adulta, vuelve a casa después de pasar todo aquél lapso de tiempo en una clínica suiza para curarse del espanto.
Así es como se inicia el acto central, sin más prolegómenos, con este magnífico “rendez-vous” en el aeropuerto entre las dos portentosas “Bárbaras”: la Stanwick, la madre; y la Parkins, la hija pródiga que regresa de la larga terapia.
Conduciendo el coche la propia Miriam, con lo cual tenemos un revelador cuadro del carácter del personaje (de un perfil muy parecido a otros que interpretó Stanwick), el guión no pierde tiempo i hace que en una cordial charla se pongan al día madre e hija. Una vez en la casa, el rancio ambiente de la morada, unido a la presencia de las sombrías figuras de los tres personajes masculinos (a cada cuál más):
La “caja tonta” estaba, en el tiempo de realización de “A Taste of Evil” (1971), en su apogeo de competencia con unas salas de cine que hasta hacía bien poco, habían acaparado la concurrencia de espectadores del celuloide. Las cadenas de televisión, incorporando series, películas, documentales… en sus programaciones, pasaron de ser un retransmisor de noticias al entretenimiento de masas por excelencia. Parece mentira que, hasta llegar a nuestros días, cinco décadas después, haya sobrevivido al vídeo, el “deuvedé”, los videojuegos, el “interné”, las redes sociales… e incluso a estas plataformas y canales digitales como Netflix, HBO, PrimeVideo, Youtube, que con sus ofertas de inscripción a sus contenidos (parte de ellos en exclusiva), parecían destinadas a reducir a uno de nuestros electrodomésticos preferidos, a una antigualla más, o un simple recuerdo.
Por ello no erraron todos los directores, actores, actrices, guionistas, montadores, compositores… y otras clases de cortesanos del audiovisual que volvieron su mirada al nuevo medio en pleno auge, como lugar para, si no seguir prosperando, por lo menos mantenerse a flote, cosa que no les habría permitido la gran pantalla. Y en esta tesitura tenemos al director británico John Llewellyn Moxey, antiguo colaborador de la Hammer en varias de sus cintas de terror (aunque no las más míticas, acaparadas por el legendario Terence Fisher y los demás principales de la compañía, como Val Guest).
Moxey, que ya tenía experiencia en el trabajo con series como “Mannix” (1967), “El Santo” (1962) o “Los Vengadores” (1961), la mayoría de ellas de factura británica, en su salto al charco decidió apostar por el mundo de la pequeña pantalla sin titubear. Allí estaba el futuro que le pudiese quedar como realizador.
Como otros tantos artistas que ya llevaban trasladándose a los Estados Unidos, Moxey, que contaba en su tándem con el guionista Jimmy Sangster, otro criado en la Hammer, logró impregnar ese deje colorido y gótico, propio del terror británico de los 50 y los 60, en sus trabajos en los USA. En “A Taste of Evil”, tenemos un claro ejemplo, con el plus del encuadre en una mansión de ricachones californiana, precisamente un territorio norteamericano con aires parecidos a los europeos: ambiente señorial, gente de “pasta”, clima templado… que nos recuerda una mezcla híbrida de escenario victoriano inglés con toques mediterráneos.
En poco más de una hora, Moxey consigue condensar los elementos narrativos necesarios para hacernos destilar adrenalina. Teniendo en cuenta la época en la que se rodó, apuesta por introducir en un imaginario aún no demasiado habituado a ello de forma tan explícita, el tema de la violencia y el abuso sexual a una menor de edad, una niña; y no precisamente por parte de un individuo criminal, execrable, desconocido y externo al entorno afectivo más próximo a la pequeña, sino del propio círculo de socialización primaria: el trauma originado en el seno donde se supone que los muñacos(as) se deberían sentir más seguros y protegidos, en su ideal burbuja que rezuma inocencia. Notable, el atrevimiento que apuntó tieso a la línea de flotación de los valores del “stablishment” de la burguesía norteamericana.
Con una especie de “érase una vez…”, la historia arranca contada en primera persona por aquella chiquilla que, en su fiesta de cumpleaños, a plena luz del día, en medio de una fiesta de celebración, mientras los adultos están en “sus cosas”, y ella jugando sola en su casita de muñecas, es despojada de esa inocencia por un ser que, en un magnífico plano a contraluz, que se merece tantos enteros de fotografía como cualquiera a la que hubiesen nominado antes, hace su entrada en escena realmente como una auténtica aparición diabólica.
Una de las cosas que resulta harto asombrosa, a la par que irritante, son las traducciones de los títulos originales de películas, sobre todo las de ya hace algunas décadas, al castellano: intencionadamente o no, auténticas chapuzas. Que en su mayoría no tienen sentido; ni comercial, ni artísticamente. Por eso que lo de “La Presencia del Diablo”, por mucho que con ello quisieran darle el morbo del terror en español, “A Taste of Evil” es algo que, ni quedaría bien una traducción literal (“Una cata del Mal”, sería mas o menos), ni contaría con esa sugestión macabra que serva en su inglés original: la experiencia del Mal a la que es sometida una pobre criatura en su aniversario, por la violación de la que es víctima, con un magistral off de cámara en el que resuena un esperpéntico chillido mientras las muñecas vuelan por los aires; el trauma que toda la audiencia supondrá que le habrá quedado; y la reminiscencia del macabro episodio cuando años más tarde, la infante convertida en mujer adulta, vuelve a casa después de pasar todo aquél lapso de tiempo en una clínica suiza para curarse del espanto.
Así es como se inicia el acto central, sin más prolegómenos, con este magnífico “rendez-vous” en el aeropuerto entre las dos portentosas “Bárbaras”: la Stanwick, la madre; y la Parkins, la hija pródiga que regresa de la larga terapia.
Conduciendo el coche la propia Miriam, con lo cual tenemos un revelador cuadro del carácter del personaje (de un perfil muy parecido a otros que interpretó Stanwick), el guión no pierde tiempo i hace que en una cordial charla se pongan al día madre e hija. Una vez en la casa, el rancio ambiente de la morada, unido a la presencia de las sombrías figuras de los tres personajes masculinos (a cada cuál más):
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
el tan agradable y simpático como enigmático John, el cuidador de la casa (Arthur O’Connell); el psiquiatra que se supone que supervisa la recuperación de Susan, el Dr.Lomas (Roddy Mc. Dowall); y el errático, hostil y alcohólico nuevo compañero de Miriam, Harold Jennings (William Windon), más conocido por su papel de Dr.Seth Hazlitt en la serie protagonizada por Angela Lansbury “Murder She Wrote” (1984 – 1996).
La gracia del script residirá en echar el foco de las sospechas del espectador sobre cualquiera de esta tríada que apoya la actuación de las dos principales, como autor del crimen de abuso perpetrado (jamás se había conocido su identidad), y actual instigador de los nuevos delirios y errores que sufrirá Susan. Sobre esta base, se genera y se mantiene la tensión hasta que, en el giro final, se desvelará la verdad; la auténtica razón de los misteriosos fenómenos que provocarán en la joven nuevos chillidos, carreras por el bosque y andanzas en la oscuridad de la noche, por el interior de la casa.
Lo más sorprendente en la estructura diseñada por Jimmy Sangster, es que las oscuras motivaciones que se revelan en la conclusión con quién las ostenta, son tan humanas, y por ende más temibles y siniestras, que lo supuestamente sobrenatural o fantasmagórico con lo que se viste o disfraza la experiencia de Susan.
Buena parte de la crítica atribuye al guion de Sangster, un calco casi milimétrico del que escribió para su precedente “Scream of Fear” (1961), a modo de autoplagio. Pero verán ustedes que, si escarbamos en un sustrato algo más profundo del imaginario que compartimos muchos mortales de nuestra cultura occidental, la cosa anda entre “La Caperucita” y “Blancanieves”, tanto en lo que respecta a los perfiles de los personajes, como al entramado y dinámica de relaciones que mantienen entre ellos(as).
Sesentona y cana, Barbara Stanwyck resuelve su papeleta sin tener que hacer demasiados esfuerzos. Conserva el aplomo y sólida presencia, propia en ella, que ya hemos disfrutado en otras ocasiones como en la serie “Big Valley” (1965), o en la consagrada “Double Indemnity” (1944), en la que compartió cartel con Fred Mc. Murray y Edward G. Robinson. Barbara Parkins tiene sus buenos momentos, pero no termina de soltarse de un tonillo ramplón, que no excusa el tener que hacer el papel de una persona traumatizada en su infancia. I los tres secundarios varones caen en lo soso, aunque se esfuercen y el libreto no les dé para más.
La música de Robert Drasnin, autor de la banda sonora de otras películas de terror, y de partituras de algunos episodios de series como “The Twilight Zone” (1962) o “Wild-Wild-West” (1965-1966), se reserva en un plano tan discreto como eficaz, partiendo de un tema lacónico y tristón en los títulos de crédito, nada más finalizado el preámbulo, y apareciendo de nuevo en momentos clave de realce dramático, alternando ese mismo tono sobrio con variaciones más tenebrosas, acorde el compás del ritmo y el carácter de los acontecimientos de la trama y su desenlace.
Archie R. Dalzell consigue manejar el reducido escenario: la mansión de los Jennings y todo su rededor más inmediato, que es ese tupido bosque en el que se halla la “casa de juegos” de Susan. De este más que digno trabajo, cabe destacar la escena de la violación de la Susan niña. Así como el plano-contraplano final, en el que se libra el duelo de miradas entre ambas “Bárbaras”… una, parapetada detrás de una ventana de la casa, sin poder esconder su espanto a pesar de saber que ya está a salvo. La otra, al lado del coche de la policía; impertérrita, firme como una roca, permitiéndose una malvada semi sonrisa. Todo sazonado por los truenos; cuyo rumor en el audio, y el efecto lumínico de los relámpagos, a pesar de que se considere trillado como recurso, en la época, el que por excelencia tenían (y de sobra les bastaba muchas veces) para poner los pelos de punta al espectador. No en vano tenemos a Santa Bárbara como abogada contra las tormentas.
La gracia del script residirá en echar el foco de las sospechas del espectador sobre cualquiera de esta tríada que apoya la actuación de las dos principales, como autor del crimen de abuso perpetrado (jamás se había conocido su identidad), y actual instigador de los nuevos delirios y errores que sufrirá Susan. Sobre esta base, se genera y se mantiene la tensión hasta que, en el giro final, se desvelará la verdad; la auténtica razón de los misteriosos fenómenos que provocarán en la joven nuevos chillidos, carreras por el bosque y andanzas en la oscuridad de la noche, por el interior de la casa.
Lo más sorprendente en la estructura diseñada por Jimmy Sangster, es que las oscuras motivaciones que se revelan en la conclusión con quién las ostenta, son tan humanas, y por ende más temibles y siniestras, que lo supuestamente sobrenatural o fantasmagórico con lo que se viste o disfraza la experiencia de Susan.
Buena parte de la crítica atribuye al guion de Sangster, un calco casi milimétrico del que escribió para su precedente “Scream of Fear” (1961), a modo de autoplagio. Pero verán ustedes que, si escarbamos en un sustrato algo más profundo del imaginario que compartimos muchos mortales de nuestra cultura occidental, la cosa anda entre “La Caperucita” y “Blancanieves”, tanto en lo que respecta a los perfiles de los personajes, como al entramado y dinámica de relaciones que mantienen entre ellos(as).
Sesentona y cana, Barbara Stanwyck resuelve su papeleta sin tener que hacer demasiados esfuerzos. Conserva el aplomo y sólida presencia, propia en ella, que ya hemos disfrutado en otras ocasiones como en la serie “Big Valley” (1965), o en la consagrada “Double Indemnity” (1944), en la que compartió cartel con Fred Mc. Murray y Edward G. Robinson. Barbara Parkins tiene sus buenos momentos, pero no termina de soltarse de un tonillo ramplón, que no excusa el tener que hacer el papel de una persona traumatizada en su infancia. I los tres secundarios varones caen en lo soso, aunque se esfuercen y el libreto no les dé para más.
La música de Robert Drasnin, autor de la banda sonora de otras películas de terror, y de partituras de algunos episodios de series como “The Twilight Zone” (1962) o “Wild-Wild-West” (1965-1966), se reserva en un plano tan discreto como eficaz, partiendo de un tema lacónico y tristón en los títulos de crédito, nada más finalizado el preámbulo, y apareciendo de nuevo en momentos clave de realce dramático, alternando ese mismo tono sobrio con variaciones más tenebrosas, acorde el compás del ritmo y el carácter de los acontecimientos de la trama y su desenlace.
Archie R. Dalzell consigue manejar el reducido escenario: la mansión de los Jennings y todo su rededor más inmediato, que es ese tupido bosque en el que se halla la “casa de juegos” de Susan. De este más que digno trabajo, cabe destacar la escena de la violación de la Susan niña. Así como el plano-contraplano final, en el que se libra el duelo de miradas entre ambas “Bárbaras”… una, parapetada detrás de una ventana de la casa, sin poder esconder su espanto a pesar de saber que ya está a salvo. La otra, al lado del coche de la policía; impertérrita, firme como una roca, permitiéndose una malvada semi sonrisa. Todo sazonado por los truenos; cuyo rumor en el audio, y el efecto lumínico de los relámpagos, a pesar de que se considere trillado como recurso, en la época, el que por excelencia tenían (y de sobra les bastaba muchas veces) para poner los pelos de punta al espectador. No en vano tenemos a Santa Bárbara como abogada contra las tormentas.