Media votos
7.6
Votos
3,920
Críticas
185
Listas
20
Recomendaciones
- Sus votaciones a categorías
- Contacto
- Sus redes sociales
-
Compartir su perfil
Voto de Jordirozsa:
7
2017
Christian Torpe (Creador), Adam Bernstein ...
4.6
1,995
Serie de TV. Intriga. Fantástico. Terror. Drama
Serie de TV (2017). 10 episodios. Los habitantes de un pueblo de Maine descubren cómo una niebla, que les ha invadido repentinamente, oculta criaturas aterradoras. Adaptación de la novela "La niebla" de Stephen King. (FILMAFFINITY)
4 de mayo de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Toda comparación es odiosa, reza uno de nuestros más consabidos dichos populares. Pero inevitable es establecer dicha medida entre “La Niebla” de Frank Darabont (2007), y la miniserie de diez capítulos que lleva el mismo título y fecha de 2017. Ambas, a parte de compartir título, así como la historia base de un relato corto de Stephen King, mantienen varias similitudes; más de las que una brumosa (valga la redundancia) versión achicletada del filme original pretenda ocultar, vistiendo o disfrazando sus episodios con el desarrollo de lo que parece más un documental de interés humano, o un dramón dominguero de televisión privada por cable de los 90. De modo, que cualquier cosa que pueda parecer de terror sea pura coincidencia, o algo meramente decorativo, circunstancial o accesorio.
Pero esta aparente intencionalidad de revertir la temática horrorífica en pro del pastelito psico sentimentaloide, es pura falacia. ¿Realmente cabe pensar que la inferior visión o aparición de los bichos inmundos (y harto más sangrientos) que aparecen en la versión de 2007, y en la que se prodiga el propio King en sus novelas, y otros tantos realizadores que las han llevado a la gran pantalla, es algo que desvirtúe la atmósfera de pánico y desesperación que el espectador pueda experimentar? ¿Qué sentido u objetivo podría tener para los idearcas, productores… de “The Mist”, reeditar en una cinta de unas 8 horas aproximadamente, el argumento de un cuento corto que hacía tan sólo un par de lustros se había adaptado de forma muy sólida y potente, tanto en lo técnico como en lo estético; con un desarrollo y resolución narrativos durísimos y espeluznantes?
Nada más lejos de la realidad. Christian Torpe echa mano de elementos narrativos nuevos o cambiados respecto a sus antecesoras, pero que resultan no menos inquietantes. Su principal estrategia en la gesta de dar contenido y sustancia a este mega metraje, reside básicamente en la de desarrollar las personalidades de los personajes que aparecerán (con sus propios conflictos internos), y el entramado de vínculos y relaciones que establecerán entre ellos.
La construcción de cada uno de sus perfiles responde a un claro molde de época (en este caso la nuestra, la del buenismo del “mainstream”), quedando claro que la intencionalidad ya no es tanto la de generar modelos cotidianos de gente corriente, sino figuras con rasgos pautados acorde los estereotipos imperantes, sobre los que el espectador pueda proyectar sus procesos de identificación, por una parte, y sus prejuicios, fobias, juicios morales… por otra.
Como en todo cuento, fábula, leyenda…, y como es establecido en los cánones más clásicos de la literatura en general, y del arte escénico en concreto (por ejemplo las óperas, las obras de teatro de antaño cuando el cine estaba en las cascarrias de su invención), las figuras de este drama son perfiladas con trazos muy definidos, y límites sobremanera acartonados en su caracterización. Su complejidad se reduce a un tinte bicromático; evolucionan entre dos realidades harto polarizadas, como si de cada uno hubiera un “anti” al que se transforman todos. Al final de la serie, ninguno, salvo alguna contada excepción, resulta ser lo que parecía en su “mise en escène”.
Esta transformación “en el contrario” a lo largo de los capítulos de la serie, en algunos casos pronunciada, en otros más discreta; en unos, súbita y sorprendente, en otros más gradual o incluso imperceptible, es una de las herramientas del guión para generar tensión y hacer marcha, aunque sea a paso lento.
Uno de los aspectos más interesantes del muestrario de protagonistas que van apareciendo a través de la secuencia narrativa de la cinta, es el tratamiento que el guion hace de esa aparente impronta de política o ideología que, cual marca publicitaria, se atribuye a Netflix de rebozar sus producciones: esa ya cansina e indigesta colección de ideologías sobre: el género, las apetencias sexuales, las formas de pensar, el ecologismo, las dietas vegetarianas… que se quieren hacer tragar a un público idiotizado (si es así, subestiman la inteligencia de la mayoría de los mortales). Si uno despoja los ojos de la venda reaccionaria y deja que se le desinflame la amígdala irritada ante ese comistrajo del pijismo neoprogre y del “happy flowers”, se dará cuenta de que los creadores de “The Mist”, con Torpe a la cabeza, se zafan (por no decir que se burlan descaradamente) de todo ello.
Para empezar, tenemos a la abuelita aracnófila de espiritualidad ecologista (Frances Conroy), bajo cuya máscara de candidez, inocencia y victimismo insuflado por los acontecimientos, se esconde una psicópata que se acaba de desquiciar cuando a su marido le vuela la cabeza un errante habitante del pueblo, aquejado de las alucinaciones y desvaríos que parece provocar la espesa niebla a los desdichados que se ven envueltos bajo su manto. Es más, en su deriva a lo psicótico, arrastrará a todos los que, con ella, habrán ido a buscar refugio en la iglesia local. Al párroco, como ya está mandado últimamente, le tocará representar el papel de “malo” fanático y depravado que se atribuye a los curas y todo lo que a la Religión se refiere; la protagonista (Alyssa Shutherland), que abanderará la victimización del progresismo “reprimido” en una maestra a la que despiden de la escuela por hablar de sexo con sus alumnos: “oiga señora, no se si lo sabe, pero la Ley ampara a los padres para que escojan y decidan lo que se les enseña a sus muñacos en el cole”… en cualquier país…; el Sheriff (Darren Pettie), que se olvida de que tan sólo es un humilde representante de la Ley y el Orden… y nos lo pintan como típico troglodita de la América profunda que se lo tiene demasiado creído; el marido de la prota (Morgan Spector), que con ella comparte el estrellato, el perfecto retrato de las virtudes (empatía, bondad, capacidad de escucha… ) del macho blandengue ideal contemporáneo, perfecto para las listas electorales “podemitas”,
Pero esta aparente intencionalidad de revertir la temática horrorífica en pro del pastelito psico sentimentaloide, es pura falacia. ¿Realmente cabe pensar que la inferior visión o aparición de los bichos inmundos (y harto más sangrientos) que aparecen en la versión de 2007, y en la que se prodiga el propio King en sus novelas, y otros tantos realizadores que las han llevado a la gran pantalla, es algo que desvirtúe la atmósfera de pánico y desesperación que el espectador pueda experimentar? ¿Qué sentido u objetivo podría tener para los idearcas, productores… de “The Mist”, reeditar en una cinta de unas 8 horas aproximadamente, el argumento de un cuento corto que hacía tan sólo un par de lustros se había adaptado de forma muy sólida y potente, tanto en lo técnico como en lo estético; con un desarrollo y resolución narrativos durísimos y espeluznantes?
Nada más lejos de la realidad. Christian Torpe echa mano de elementos narrativos nuevos o cambiados respecto a sus antecesoras, pero que resultan no menos inquietantes. Su principal estrategia en la gesta de dar contenido y sustancia a este mega metraje, reside básicamente en la de desarrollar las personalidades de los personajes que aparecerán (con sus propios conflictos internos), y el entramado de vínculos y relaciones que establecerán entre ellos.
La construcción de cada uno de sus perfiles responde a un claro molde de época (en este caso la nuestra, la del buenismo del “mainstream”), quedando claro que la intencionalidad ya no es tanto la de generar modelos cotidianos de gente corriente, sino figuras con rasgos pautados acorde los estereotipos imperantes, sobre los que el espectador pueda proyectar sus procesos de identificación, por una parte, y sus prejuicios, fobias, juicios morales… por otra.
Como en todo cuento, fábula, leyenda…, y como es establecido en los cánones más clásicos de la literatura en general, y del arte escénico en concreto (por ejemplo las óperas, las obras de teatro de antaño cuando el cine estaba en las cascarrias de su invención), las figuras de este drama son perfiladas con trazos muy definidos, y límites sobremanera acartonados en su caracterización. Su complejidad se reduce a un tinte bicromático; evolucionan entre dos realidades harto polarizadas, como si de cada uno hubiera un “anti” al que se transforman todos. Al final de la serie, ninguno, salvo alguna contada excepción, resulta ser lo que parecía en su “mise en escène”.
Esta transformación “en el contrario” a lo largo de los capítulos de la serie, en algunos casos pronunciada, en otros más discreta; en unos, súbita y sorprendente, en otros más gradual o incluso imperceptible, es una de las herramientas del guión para generar tensión y hacer marcha, aunque sea a paso lento.
Uno de los aspectos más interesantes del muestrario de protagonistas que van apareciendo a través de la secuencia narrativa de la cinta, es el tratamiento que el guion hace de esa aparente impronta de política o ideología que, cual marca publicitaria, se atribuye a Netflix de rebozar sus producciones: esa ya cansina e indigesta colección de ideologías sobre: el género, las apetencias sexuales, las formas de pensar, el ecologismo, las dietas vegetarianas… que se quieren hacer tragar a un público idiotizado (si es así, subestiman la inteligencia de la mayoría de los mortales). Si uno despoja los ojos de la venda reaccionaria y deja que se le desinflame la amígdala irritada ante ese comistrajo del pijismo neoprogre y del “happy flowers”, se dará cuenta de que los creadores de “The Mist”, con Torpe a la cabeza, se zafan (por no decir que se burlan descaradamente) de todo ello.
Para empezar, tenemos a la abuelita aracnófila de espiritualidad ecologista (Frances Conroy), bajo cuya máscara de candidez, inocencia y victimismo insuflado por los acontecimientos, se esconde una psicópata que se acaba de desquiciar cuando a su marido le vuela la cabeza un errante habitante del pueblo, aquejado de las alucinaciones y desvaríos que parece provocar la espesa niebla a los desdichados que se ven envueltos bajo su manto. Es más, en su deriva a lo psicótico, arrastrará a todos los que, con ella, habrán ido a buscar refugio en la iglesia local. Al párroco, como ya está mandado últimamente, le tocará representar el papel de “malo” fanático y depravado que se atribuye a los curas y todo lo que a la Religión se refiere; la protagonista (Alyssa Shutherland), que abanderará la victimización del progresismo “reprimido” en una maestra a la que despiden de la escuela por hablar de sexo con sus alumnos: “oiga señora, no se si lo sabe, pero la Ley ampara a los padres para que escojan y decidan lo que se les enseña a sus muñacos en el cole”… en cualquier país…; el Sheriff (Darren Pettie), que se olvida de que tan sólo es un humilde representante de la Ley y el Orden… y nos lo pintan como típico troglodita de la América profunda que se lo tiene demasiado creído; el marido de la prota (Morgan Spector), que con ella comparte el estrellato, el perfecto retrato de las virtudes (empatía, bondad, capacidad de escucha… ) del macho blandengue ideal contemporáneo, perfecto para las listas electorales “podemitas”,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
y antítesis de modelo en sus roles al poli (rivales en todos los sentidos, que acaban unidos en la fuga de aquél galimatías); el “plumas” con aires góticos (Russell Posner), la estampa del acoso escolar por sus apetencias, y de la violencia paternal descarnada por ser gay, que no sólo hace salir del armario (y de sus casillas al mismo tiempo) al tarugo que en el cole le hace el “bullyng”, sinó que encima le seduce… el emperador Calígula era un cordero al lado de esta joyita que deja eclosionar su auténtico y perverso ser en toda su pompa y circunstancia (pues resultará que habrá sido él quien viola a la hija de la prota, cuando todos le habían colgado el sanbenito al pobre Jay (guapísimo Luke Cosgrove), hijo del poli. El pobre Jay, siendo prácticamente el único inocente de toda la constelación de tipos y tipas que aparecen ante la cámara, acaba siendo víctima del “monstruo” que habita en la niebla; “and so on…”, como se diría en inglés.
Otro aspecto clave que contribuye a expandir e hinchar la masa madre de este engendro, es que así como en la película de 2007, el set se circunscribe casi exclusivamente en el supermercado, en la serie tenemos unos grandes almacenes, y varios grupos de personas en otros encuadres: los que están en el complejo comercial, bajo el tirano intento del gerente y del segurata (curiosamente un afroamericano y un árabe) de mantener el control; los que están en el hospital a merced del desquiciado doctor que va utilizando a los pacientes para “experimentar” con la niebla; y los que, en el templo cristiano, serán los auspicies del “duelo” entre el presbítero y la “bruja”. Tres escenarios por recorrer, con los que los guionistas se proveen de más miga para desarrollar la trama de diez capítulos.
La factura técnica, es tan decente en la cuidada fotografía de André Pienaar, que centra su foco en las bien trabajadas expresiones de los actores, como avara en unos efectos especiales, que poco asoman detrás del denso cejo en el que se supone que moran los temibles monstruos. Por una parte, es de agradecer la ausencia explícita de bichos horrendos cubiertos de pruritos viscosos; el maquillaje de algunas de las víctimas da el pego, aunque tampoco sea ninguna maravilla artística. Lo suficiente para dar el toque de insinuación, y que el resto sea trabajo de la fantasía visual del espectador, con lo que así se le ayuda a mantenerse entretenido.
La banda sonora de Giona Ostinelli no merece prácticamente ni ser mencionada, pues se queda en eso: en un “ostinato” vallado en la función de dar fuelle, de vez en cuando, al adormecido ritmo de la cinta, con la incipiente acción que sucede a varias de las lánguidas escenas de departición entre los personajes sobre sus miserias.
Éstas, provenientes del trasfondo del pasado y de las profundidades de la psique de los protagonistas, son, en verdad, el auténtico monstruo que todos proyectan, y que ocultan cobardemente detrás de los vapores de espurias bondades. Hasta que se desvelan sus respectivas auténticas naturalezas, tanto en sus conductas como en forma de terribles alucinaciones.
Esta es la función del final, en el que la camioneta guiada por Kevin, acompañado por los que acabarán salvándose de aquél infierno en el que se ha convertido el complejo comercial, dando marcha atrás se carga los cristales que separan el refugio del hatajo de vecinos villanados, de la voraz bruma que los despachará a todos. Un simbolismo de justicia (o venganza, mejor dicho) con la que el guion parece querer satisfacer la perspectiva moral de la audiencia.
Cabe decir que sobra el apéndice o la “coda” que concluye la saga, el plano del tren, pues si revela el posible origen de la desgracia abatida sobre el pequeño pueblo yankie, y remata la desautorización de las tesis de la vieja chalada, es un anticipo de una siguiente temporada que jamás sucedió, y que a falta de resolución, deja clara, irónica y paradójicamente inconclusa, una historia dilatada hasta la hartura.
Otro aspecto clave que contribuye a expandir e hinchar la masa madre de este engendro, es que así como en la película de 2007, el set se circunscribe casi exclusivamente en el supermercado, en la serie tenemos unos grandes almacenes, y varios grupos de personas en otros encuadres: los que están en el complejo comercial, bajo el tirano intento del gerente y del segurata (curiosamente un afroamericano y un árabe) de mantener el control; los que están en el hospital a merced del desquiciado doctor que va utilizando a los pacientes para “experimentar” con la niebla; y los que, en el templo cristiano, serán los auspicies del “duelo” entre el presbítero y la “bruja”. Tres escenarios por recorrer, con los que los guionistas se proveen de más miga para desarrollar la trama de diez capítulos.
La factura técnica, es tan decente en la cuidada fotografía de André Pienaar, que centra su foco en las bien trabajadas expresiones de los actores, como avara en unos efectos especiales, que poco asoman detrás del denso cejo en el que se supone que moran los temibles monstruos. Por una parte, es de agradecer la ausencia explícita de bichos horrendos cubiertos de pruritos viscosos; el maquillaje de algunas de las víctimas da el pego, aunque tampoco sea ninguna maravilla artística. Lo suficiente para dar el toque de insinuación, y que el resto sea trabajo de la fantasía visual del espectador, con lo que así se le ayuda a mantenerse entretenido.
La banda sonora de Giona Ostinelli no merece prácticamente ni ser mencionada, pues se queda en eso: en un “ostinato” vallado en la función de dar fuelle, de vez en cuando, al adormecido ritmo de la cinta, con la incipiente acción que sucede a varias de las lánguidas escenas de departición entre los personajes sobre sus miserias.
Éstas, provenientes del trasfondo del pasado y de las profundidades de la psique de los protagonistas, son, en verdad, el auténtico monstruo que todos proyectan, y que ocultan cobardemente detrás de los vapores de espurias bondades. Hasta que se desvelan sus respectivas auténticas naturalezas, tanto en sus conductas como en forma de terribles alucinaciones.
Esta es la función del final, en el que la camioneta guiada por Kevin, acompañado por los que acabarán salvándose de aquél infierno en el que se ha convertido el complejo comercial, dando marcha atrás se carga los cristales que separan el refugio del hatajo de vecinos villanados, de la voraz bruma que los despachará a todos. Un simbolismo de justicia (o venganza, mejor dicho) con la que el guion parece querer satisfacer la perspectiva moral de la audiencia.
Cabe decir que sobra el apéndice o la “coda” que concluye la saga, el plano del tren, pues si revela el posible origen de la desgracia abatida sobre el pequeño pueblo yankie, y remata la desautorización de las tesis de la vieja chalada, es un anticipo de una siguiente temporada que jamás sucedió, y que a falta de resolución, deja clara, irónica y paradójicamente inconclusa, una historia dilatada hasta la hartura.