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Voto de Jordirozsa:
6
3.4
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Terror
Siete años después de haber estado involucrado en los casos del kilómetro 31, el oficial Martín Ugalde (Carlos Aragón) es llamado para investigar una serie de desapariciones de niños en los alrededores de las avenidas Río Mixcoac y Río Churubusco en la Ciudad de México. Al poco tiempo, se da cuenta de que tienen un lazo muy particular con los sucesos ocurridos en el kilómetro 31. Junto con Nahúm (Mauricio García Lozano), un científico ... [+]
12 de marzo de 2023
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A Rigoberto Castañeda se le pasa el arroz. Diez años después aparece una secuela que se hace esperar demasiado, haciendo acto de presencia cuando habían pasado ya dos lustros de la primera entrega, y sin una clara solución de continuidad entre ambas cintas. Aunque la diégesis del relato nos dé a entender que así sea, que la cosa fue como en el caso de Fray Luís de León (1527 - 1591), a quien se atribuye la famosa sentencia a sus alumnos, después de años de ausencia: «Cómo decíamos ayer…».
Pero para entonces, todo posible encanto evocador de la primera y original entrega se habría diluido, hasta el punto de que sería necesario hacer un injerto introductorio de tomas de «Km31» (2006), para recordarnos de qué iba la cosa. Sólo que para quienes no la hubieren visto, nada implicaba para el visionado de la que nos ocupa, a menos que la curiosidad fuese el motor para tal empresa.
Con el tiempo transcurrido, Castañeda demuestra una mayor madurez en su quehacer. Aunque nada del otro mundo que trascienda. Estaríamos hablando tan sólo de la mejora sustancial del aparato técnico. Mientras que el guion seguiría falto en varios puntos de chicha y relleno, así como algo de entusiasmo e «ilu» renovada. Pero el caso, es que en esta faena el director parece ir más a cumplir algún tipo de compromiso, más que querer potenciar y seguir con un proyecto de propia cosecha y calado (tal vez como una franquicia del cine de terror, como algo novedoso para el almanaque patrio). Nada de todo eso. El muchacho no le quiso dar más salero a su propio «storyboard», y no en pocos momentos su desgana se contagia al negocio de los demás departamentos, especialmente en lo que respecta al caché actoral.
En esas, que seguimos teniendo ahí al paciente y manso Adriá Collado, quién continua en «Fort Apache» con la banderita de la delegación de la coproductora española, ahí plantada, pero cediendo el estrellato a Carlos Aragón (en el papel del ahora defenestrado y agente-gurú Ugalde, que ya no es policía sino detective privado), como si hubieran hecho una ceremonia de traspaso de poderes de la antigua metrópoli a la excolonia, convertida en república bananera independiente. Pero, a nivel de producción, siguieron ahí, codo a codo el peso con la peseta.
Para colmo, me jubilaron a la señora «Llorona», y toma el relevo el malsano espíritu cabreado de una de las gemelas de la primera entrega (sin que a mí me quedase claro si era el de Catalina o el de Ágata), cuyo ectoplasma veremos por ahí correteando (en vez de los azulados de los infantes, importados del japón y cercanías, y no me refiero a los pitufos), buscando niños a los que quedarse e ir coleccionando, con especial predilección de los hijos de señoras públicas (no me refiero a las de la calle; sino a las que ostentarían un cargo político o administrativo, como la que encarna la bella y guapísima Verónica Merchant, en su papel de ministra).
Será Ugalde, a quien le corresponderá investigar las abducciones, pero, como ya he dicho, sin la placa de agente, sino como un algo desquiciado detective privado, que contará con la ayuda de una especie de médium o vidente (más rarete, él, que un perro verde), y su hijo, que posee el don de tener alucinaciones y/o visiones, con las que todos intentarán guiarse para desentrañar el misterio de los chiquillos desaparecidos.
Germán Lammers toma el relevo en el control de la cámara que diez años antes fue a cargo de Alejandro Martínez, utilizando una línea narrativa visual bastante más clara, y sabiendo crear una atmósfera igualmente densa y siniestra, para el cometido de atrapar al público en el contexto diegético. Introduciéndolo de manera más suave y progresiva en un ambiente de misterio, para el que Castañeda tendrá serias dificultades en plantear la resolución. El director de fotografía abusa del grado de penumbra empleado a fin de imbuirnos en el «locus» diegético, acota la acción en espacios que hace más cerrados, dejando poco margen al área periférica de las escenas, y se centra mucho más el campo visual en la figura y la expresión de los personajes.
Sandro Valdez (director de arte) se encarga de recordarnos el significado de estar constantemente sumergidos (casi literalmente) en el dominio de las aguas, como forma de diluir la realidad tangible, en una alucinante dimensión que pretende absorber, tanto a los personajes como al espectador: como una puerta al mundo de lo insondable, que permite a los seres del más allá entrar en nuestro mundo para cometer sus fechorías. El medio en el que se confunde y debate el pulso entre los protagonistas y los vengativos fantasmas. Un elevado porcentaje de cuota de metraje tiene en su fondo escénico un plomizo clima lluvioso que se deja entrever y figurar incluso en la recreación de espacios interiores. Con una función de permanente y degoteante (valga la redundancia) elemento de «planting» que nos conducirá al «festival acuático» del tercer acto, con el que se vestirá la cosa de un pretendido plus de espectacularidad trágica, tan forzada como fallida.
A su vez, la música de Benjamin Shwartz sustituye a la del ilustre Carles Cases, quien nos conmovió con su arte en la primera entrega. En «Km 31-2: Sin Retorno», Schwarz se mantiene a la altura de su antecesor, de modo que la banda sonora orquestal es uno de los puntos más fuertes de la cinta. Da marcha a un guion que, sin ella, habría resultado lentísimo en su devenir, por la excesiva elongación de planos, y por la omnipresente oscuridad que llega a cansar la vista del más condescendiente.
Las actuaciones de Carlos Aragón y Verónica Merchant son prácticamente las dos únicas que logran emerger a la superficie de un mar de desidia interpretativa, que implica por igual a todos los secundarios (Mauricio García Lozano, en el papel del vidente Nahum; Matías del Castillo, como el chaval de las visiones, hijo de Nahum; y Emma, hija de la protagonista), incluyendo a un Adriá Collado quien, después de su breve paso por el acto de presentación,
Pero para entonces, todo posible encanto evocador de la primera y original entrega se habría diluido, hasta el punto de que sería necesario hacer un injerto introductorio de tomas de «Km31» (2006), para recordarnos de qué iba la cosa. Sólo que para quienes no la hubieren visto, nada implicaba para el visionado de la que nos ocupa, a menos que la curiosidad fuese el motor para tal empresa.
Con el tiempo transcurrido, Castañeda demuestra una mayor madurez en su quehacer. Aunque nada del otro mundo que trascienda. Estaríamos hablando tan sólo de la mejora sustancial del aparato técnico. Mientras que el guion seguiría falto en varios puntos de chicha y relleno, así como algo de entusiasmo e «ilu» renovada. Pero el caso, es que en esta faena el director parece ir más a cumplir algún tipo de compromiso, más que querer potenciar y seguir con un proyecto de propia cosecha y calado (tal vez como una franquicia del cine de terror, como algo novedoso para el almanaque patrio). Nada de todo eso. El muchacho no le quiso dar más salero a su propio «storyboard», y no en pocos momentos su desgana se contagia al negocio de los demás departamentos, especialmente en lo que respecta al caché actoral.
En esas, que seguimos teniendo ahí al paciente y manso Adriá Collado, quién continua en «Fort Apache» con la banderita de la delegación de la coproductora española, ahí plantada, pero cediendo el estrellato a Carlos Aragón (en el papel del ahora defenestrado y agente-gurú Ugalde, que ya no es policía sino detective privado), como si hubieran hecho una ceremonia de traspaso de poderes de la antigua metrópoli a la excolonia, convertida en república bananera independiente. Pero, a nivel de producción, siguieron ahí, codo a codo el peso con la peseta.
Para colmo, me jubilaron a la señora «Llorona», y toma el relevo el malsano espíritu cabreado de una de las gemelas de la primera entrega (sin que a mí me quedase claro si era el de Catalina o el de Ágata), cuyo ectoplasma veremos por ahí correteando (en vez de los azulados de los infantes, importados del japón y cercanías, y no me refiero a los pitufos), buscando niños a los que quedarse e ir coleccionando, con especial predilección de los hijos de señoras públicas (no me refiero a las de la calle; sino a las que ostentarían un cargo político o administrativo, como la que encarna la bella y guapísima Verónica Merchant, en su papel de ministra).
Será Ugalde, a quien le corresponderá investigar las abducciones, pero, como ya he dicho, sin la placa de agente, sino como un algo desquiciado detective privado, que contará con la ayuda de una especie de médium o vidente (más rarete, él, que un perro verde), y su hijo, que posee el don de tener alucinaciones y/o visiones, con las que todos intentarán guiarse para desentrañar el misterio de los chiquillos desaparecidos.
Germán Lammers toma el relevo en el control de la cámara que diez años antes fue a cargo de Alejandro Martínez, utilizando una línea narrativa visual bastante más clara, y sabiendo crear una atmósfera igualmente densa y siniestra, para el cometido de atrapar al público en el contexto diegético. Introduciéndolo de manera más suave y progresiva en un ambiente de misterio, para el que Castañeda tendrá serias dificultades en plantear la resolución. El director de fotografía abusa del grado de penumbra empleado a fin de imbuirnos en el «locus» diegético, acota la acción en espacios que hace más cerrados, dejando poco margen al área periférica de las escenas, y se centra mucho más el campo visual en la figura y la expresión de los personajes.
Sandro Valdez (director de arte) se encarga de recordarnos el significado de estar constantemente sumergidos (casi literalmente) en el dominio de las aguas, como forma de diluir la realidad tangible, en una alucinante dimensión que pretende absorber, tanto a los personajes como al espectador: como una puerta al mundo de lo insondable, que permite a los seres del más allá entrar en nuestro mundo para cometer sus fechorías. El medio en el que se confunde y debate el pulso entre los protagonistas y los vengativos fantasmas. Un elevado porcentaje de cuota de metraje tiene en su fondo escénico un plomizo clima lluvioso que se deja entrever y figurar incluso en la recreación de espacios interiores. Con una función de permanente y degoteante (valga la redundancia) elemento de «planting» que nos conducirá al «festival acuático» del tercer acto, con el que se vestirá la cosa de un pretendido plus de espectacularidad trágica, tan forzada como fallida.
A su vez, la música de Benjamin Shwartz sustituye a la del ilustre Carles Cases, quien nos conmovió con su arte en la primera entrega. En «Km 31-2: Sin Retorno», Schwarz se mantiene a la altura de su antecesor, de modo que la banda sonora orquestal es uno de los puntos más fuertes de la cinta. Da marcha a un guion que, sin ella, habría resultado lentísimo en su devenir, por la excesiva elongación de planos, y por la omnipresente oscuridad que llega a cansar la vista del más condescendiente.
Las actuaciones de Carlos Aragón y Verónica Merchant son prácticamente las dos únicas que logran emerger a la superficie de un mar de desidia interpretativa, que implica por igual a todos los secundarios (Mauricio García Lozano, en el papel del vidente Nahum; Matías del Castillo, como el chaval de las visiones, hijo de Nahum; y Emma, hija de la protagonista), incluyendo a un Adriá Collado quien, después de su breve paso por el acto de presentación,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
en el que se pegará el parche de la continuación de los acontecimientos, allá donde lo dejó «Km 31», diez años reales antes, y siete en lapso de tiempo dentro de la historia, aparecerá casi como una especie de «deus ex machina» para darle un empujoncito a la apurada imaginación de Castañeda, en el contexto de un estrafalario «rescate» de la especie de penitenciaría psiquiátrica de donde Ugalde y el vidente Nahum sacarán a Nuño, como si se tratara de una pequeña sátira de cualquier film sobre evasiones carcelarias.
Como si quisieran devolverle un encanto perdido, a Collado nos lo figuran afeitadito y rapado a lo Bruce Willis, dándole un toque del tío duro (¿para qué?) de quien se necesitan sus indispensables servicios para llevar a cabo la final misión de hacer saltar por los aires a base de explosivos la zona del alcantarillado que se supone el ventanal de acceso de los seres inframundanos. Cabe hacer aquí el inciso de que el barroco compositor Georg Friedrich Händel se habría sentido muy complacido de que utilizasen su famosa e inconfundible «Música para los Reales Fuegos Artificiales» y la «Música Acuática», para cuando después de la efectista explosión en el alcantarillado, vemos las tomas de las inundaciones en la ciudad, que se suponen provocadas por el estallido, y que los de montaje debieron sacar del archivo de cualquier noticiario local.
En eso queda justificada la aparición del personaje de Collado del que, visto más detenidamente, se podría haber prescindido perfectamente, poniendo en su lugar a cualquier otro tipo de fulano más o menos valiente e intrépido (lo suficiente como para echarse al rescate del pequeño Tomás). El niño se revela como hijo de la moribunda gemela que después de ser atropellada (en el primer film), quedó pal arrastre en el hospital, preguntando por «su pequeño» cuando despierta del coma.
La inversión de relevancia temática, y en los roles de los protagonistas, que hallamos en «Km31-2: Sin retorno», es algo parecido a lo que acontece entre las entregas primera y tercera de la saga de «El Exorcista», del aclamado William Peter Blatty: lo policíaco del asunto va tomando cada vez más cuerpo, solapándose con más o menos gracia sobre el aura de lo terrorífico.
Para desentrañar este enrevesado punto clave del guion, Castañeda no puede esperar a que la audiencia sea capaz de descifrar el embrollo, y tiene que forzar una explicación en el momento en el que Nahum le cuenta a Ugalde que su pequeño Tomás, el crío atormentado por las visiones, fue adoptado por él, justo siete años antes. Con ello, el cosido de la trama queda cerrado, estando ya casi al final del segundo acto, y el desenlace se desatará como la tromba de agua de la que intentarán todos escapar, en una sucesión desenfrenada de acción que, ni pretendidamente, se asomaría al nivel de cualquiera de las de «La Jungla de Cristal».
Es bastante sencillo hacer la porra de quienes saldrán de allí con vida. Conseguido el objetivo de echarle el cerrojo a la «dimensión desconocida» a base de explosivos, nos encontramos con que, del hijo de la ministra, nada más se supo. Ella, según se intuye, se queda ahí, en el zaguán de las almas dolientes, con todo saltando en pedazos, sin que su equipo de policías y/o guardaespaldas les puedan echar el guante, y sacar de ahí a su jefa antes de acontecer el salvífico desastre (irónico término). Este forzado y poco acertado despacho del «script» ¿se queda ahí como un imperdonable cabo suelto?, o, ¿es el descaradamente fragante sofrito para una próxima secuela, en la que el «espectro» de la auto inmolada ministra, que no logra encontrar por fin a su hijo, será el nuevo relevo en el cometido de espantarnos al personal, robando a otros infantes?
No sabemos las intenciones de Castañeda. Por lo tanto, habrá que conformarse con el espectáculo fluvial del último cuadro, aunque siempre echaré de menos que Collado le espetara un sonoro «Yipi ka yei, ¡hijo de puta!» al fantasma de turno, antes del final zambombazo.
Como si quisieran devolverle un encanto perdido, a Collado nos lo figuran afeitadito y rapado a lo Bruce Willis, dándole un toque del tío duro (¿para qué?) de quien se necesitan sus indispensables servicios para llevar a cabo la final misión de hacer saltar por los aires a base de explosivos la zona del alcantarillado que se supone el ventanal de acceso de los seres inframundanos. Cabe hacer aquí el inciso de que el barroco compositor Georg Friedrich Händel se habría sentido muy complacido de que utilizasen su famosa e inconfundible «Música para los Reales Fuegos Artificiales» y la «Música Acuática», para cuando después de la efectista explosión en el alcantarillado, vemos las tomas de las inundaciones en la ciudad, que se suponen provocadas por el estallido, y que los de montaje debieron sacar del archivo de cualquier noticiario local.
En eso queda justificada la aparición del personaje de Collado del que, visto más detenidamente, se podría haber prescindido perfectamente, poniendo en su lugar a cualquier otro tipo de fulano más o menos valiente e intrépido (lo suficiente como para echarse al rescate del pequeño Tomás). El niño se revela como hijo de la moribunda gemela que después de ser atropellada (en el primer film), quedó pal arrastre en el hospital, preguntando por «su pequeño» cuando despierta del coma.
La inversión de relevancia temática, y en los roles de los protagonistas, que hallamos en «Km31-2: Sin retorno», es algo parecido a lo que acontece entre las entregas primera y tercera de la saga de «El Exorcista», del aclamado William Peter Blatty: lo policíaco del asunto va tomando cada vez más cuerpo, solapándose con más o menos gracia sobre el aura de lo terrorífico.
Para desentrañar este enrevesado punto clave del guion, Castañeda no puede esperar a que la audiencia sea capaz de descifrar el embrollo, y tiene que forzar una explicación en el momento en el que Nahum le cuenta a Ugalde que su pequeño Tomás, el crío atormentado por las visiones, fue adoptado por él, justo siete años antes. Con ello, el cosido de la trama queda cerrado, estando ya casi al final del segundo acto, y el desenlace se desatará como la tromba de agua de la que intentarán todos escapar, en una sucesión desenfrenada de acción que, ni pretendidamente, se asomaría al nivel de cualquiera de las de «La Jungla de Cristal».
Es bastante sencillo hacer la porra de quienes saldrán de allí con vida. Conseguido el objetivo de echarle el cerrojo a la «dimensión desconocida» a base de explosivos, nos encontramos con que, del hijo de la ministra, nada más se supo. Ella, según se intuye, se queda ahí, en el zaguán de las almas dolientes, con todo saltando en pedazos, sin que su equipo de policías y/o guardaespaldas les puedan echar el guante, y sacar de ahí a su jefa antes de acontecer el salvífico desastre (irónico término). Este forzado y poco acertado despacho del «script» ¿se queda ahí como un imperdonable cabo suelto?, o, ¿es el descaradamente fragante sofrito para una próxima secuela, en la que el «espectro» de la auto inmolada ministra, que no logra encontrar por fin a su hijo, será el nuevo relevo en el cometido de espantarnos al personal, robando a otros infantes?
No sabemos las intenciones de Castañeda. Por lo tanto, habrá que conformarse con el espectáculo fluvial del último cuadro, aunque siempre echaré de menos que Collado le espetara un sonoro «Yipi ka yei, ¡hijo de puta!» al fantasma de turno, antes del final zambombazo.