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Voto de Jordirozsa:
8
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7.1
34,639
Thriller. Drama
Madrid, verano de 2011. Crisis económica, Movimiento 15-M y millón y medio de peregrinos que esperan la llegada del Papa conviven en un Madrid más caluroso, violento y caótico que nunca. En este contexto, los inspectores de policía Alfaro (Roberto Álamo) y Velarde (Antonio de la Torre) deben encontrar al que parece ser un asesino en serie cuanto antes y sin hacer ruido. Esta caza contrarreloj les hará darse cuenta de algo que nunca ... [+]
7 de mayo de 2021
39 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de haber leído todas las críticass de este foro y teniendo todavía fresco el impacto que me produjo el visionado de la película hará ya unos cinco meses más o menos, sigue haciendo mella y eco en mi mente, el mensaje de este bello producto de Rodrigo Sorogoyen. No sólo ya como pretendida crítica social y/o política de la República de Mortadelo y Filemón a la que llamamos España (yo lo haría extensivo a toda esa patética cultura borreguil de Occidente, que no termina de culminar su decadente ocaso), sinó también como apisonadora lección de moral y ética, y retrato psíquico (caricaturesco, eso sí) del homo brutalis contemporáneo, tanto individual como colectivo, a cuyo lado un cromañón o un neandertal parecerían poco menos que Albert Einstein o Wolfgang Amadeus Mozart (sólo por citar a dos grandes genios de la Historia).
Tal es la riqueza de la carga de significados que nos transmite el código de «Que Dios nos perdone», que hasta incluso la trama de la investigación de los asesinatos perpretrados en esta sofocante Madrid (podría haber sido cualquiera de las modernas capitales de la actual dictadura global disfrazada de comprometidas democracias), se antoja anecdótico y secundario.
Lejos de considerarlo como una obra maestra, ni mucho menos, coincido en varios puntos con los fans y entusiastas, tanto de la cinta como de su director (citan mucho a «La Isla Mínima» y «Stockholm» como referencias, pero esta es mi primera cita con el realizador), de algunos de los cuales me ha fascinado el nivelazo de sus escritos, a la altura de esta tan lograda como exitosa producción.
Sin embargo, y desde el principio elemental de la sabiduría popular, desde donde se reza que todas las comparaciones son odiosas, no comparto esa cuasi obsesiva denominación de ‘thriller fincheriano’, con la que tann ligeramente se ha etiquetado a la película. En su día vi «Seven» en el cine, y les puedo asegurar que para mí sería como si me dieran a escojer entre un «bollicao» y una rosquilla de mi abuela Angelina (en paz descanse); o entre una de esas manzanas de supermercado, que como todas las demás, sólo sabe a pepino, y un maduro melocotón que rezuma dulzura en su jugo al hincarle el diente, nada más cogido del árbol.
«Que Dios nos perdone» tiene en verdad las cualidades que la identifican en ese género mal llamado «cine negro»; ese cine que ya en los cuarenta nos presentaba unos personajes cuya moral, personalidad y vicisitudes, los aleja por completo del tópico de «malos y buenos», y el devenir de los acontecimientos en el transcurso del guión, no dependía de tales atributos, como sucede en los cuentos de héroes (ya sean mitológicos o cotidianos). Personajes grises, historias grises, valores turbios... en fin «cine gris», que los celuloides en blanco y negro como «La Jungla de Asfalto», «Fuerza Bruta», «El estraño amor de Marha Ivers»... y tantas y tantas que legaron un estilo narrativo que Sorogoyen ha embellecido con tópicos de rancio abolengo, ambientados entre unos castizos bajos fondos, y la espuria realidad de su cara postmoderna. Ese toque tan autóctono al que ya nos tiene acostumbrados, por ejemplo, José Luís Garci.
Sorogoyen logra romper la barrera de los complejos, y supera con creces a «Seven», que con un Brad Pitt guapísimo, y un Morgan Freeman imponente, en plena forma interpretativa, no logra camuflar el nivel de la bisutería, ante una joya en donde el crimen y el suspense pasan al plano de lo accesorio, y se funden con delicadeza en ese proceso que, con maestría, nos explica el horror a través de la belleza del arte. Mientras que «Seven» es pornografía de la muerte en su puro estado, «Que Dios nos perdone» es poesía.
Y si la imagen, muy bién cuidada por una fotografía que pone la luz en consonancia de lo crepuscular y decadente de la atmósfera recreada, con una cámara que en sus encuadres nos sumerge constantemente en la realidad diegética de los protagonistas, compone en el montaje una excelente métrica de versos, la tremenda partitura de Olivier Arson, perfectamente acompasada con el ritmo narrativo que marca el guión, termina de aprisionar el vilo del espectador durante todo el metraje. Una soberbia música orquestal, como las de antes, que pone las tildes en la expresión dramática de actores, escenas y encuadres.
A diferencia de muchos filmes transatlánticos (aka, importados de yanquilandia), en los que se echa mano del cliché de la antagónica pareja de polis, que a la par que son radicalmente distintos entre sí en sus usos y personalidad, se complementan, y marcan una clara o total diferenciación del villano de turno, el dúo formado por Antonio de la Torre y Roberto Álamo, no cumple la misma función: lo que aquí sostiene la trama, es el equilibrio que mantienen los respectivos perfiles de la tríada formada por los dos susodichos, no menos turbios que la figura del asesino en serie (Javier Pereira).
Si alineamos estos tres astros del arte interpretativo, en el espectro del psicodiagnóstico clásico, obtendremos a respectivos representantes de este contínuo, que va de lo neurótico (Álamo), a lo psicótico (Pereira), pasando por ese «border-line» central, donde se hallaría el personaje de Antonio de la Torre, con un pie en la realidad, y el otro en su particular mundo. Con un claro desequilibrio entre su brillante racionalidad, y su incapacidad de expressar sus emociones y/o de establecer relaciones sociales sanas. Un tanto manipulador, y con trazas de síndrome de Asperger.
Flanqueado por un lado, por su compañero de andanzas Alfaro, de carácter expansivo, agresivo con casi todo el mundo, en especial con sus compañeros... un volcán en contínua erupcion, incapaz de mecer su rabia y frustración; y del otro, Andrés, el asesino en serie, preso de su malsano apego a una figura materna que representa un tiránico sometimiento hasta desde la enfermedad, e incluso el más allá, y tal vez sumado ello a un trauma pasado que lo ha precipitado al ojo de su transtorno.
Tal es la riqueza de la carga de significados que nos transmite el código de «Que Dios nos perdone», que hasta incluso la trama de la investigación de los asesinatos perpretrados en esta sofocante Madrid (podría haber sido cualquiera de las modernas capitales de la actual dictadura global disfrazada de comprometidas democracias), se antoja anecdótico y secundario.
Lejos de considerarlo como una obra maestra, ni mucho menos, coincido en varios puntos con los fans y entusiastas, tanto de la cinta como de su director (citan mucho a «La Isla Mínima» y «Stockholm» como referencias, pero esta es mi primera cita con el realizador), de algunos de los cuales me ha fascinado el nivelazo de sus escritos, a la altura de esta tan lograda como exitosa producción.
Sin embargo, y desde el principio elemental de la sabiduría popular, desde donde se reza que todas las comparaciones son odiosas, no comparto esa cuasi obsesiva denominación de ‘thriller fincheriano’, con la que tann ligeramente se ha etiquetado a la película. En su día vi «Seven» en el cine, y les puedo asegurar que para mí sería como si me dieran a escojer entre un «bollicao» y una rosquilla de mi abuela Angelina (en paz descanse); o entre una de esas manzanas de supermercado, que como todas las demás, sólo sabe a pepino, y un maduro melocotón que rezuma dulzura en su jugo al hincarle el diente, nada más cogido del árbol.
«Que Dios nos perdone» tiene en verdad las cualidades que la identifican en ese género mal llamado «cine negro»; ese cine que ya en los cuarenta nos presentaba unos personajes cuya moral, personalidad y vicisitudes, los aleja por completo del tópico de «malos y buenos», y el devenir de los acontecimientos en el transcurso del guión, no dependía de tales atributos, como sucede en los cuentos de héroes (ya sean mitológicos o cotidianos). Personajes grises, historias grises, valores turbios... en fin «cine gris», que los celuloides en blanco y negro como «La Jungla de Asfalto», «Fuerza Bruta», «El estraño amor de Marha Ivers»... y tantas y tantas que legaron un estilo narrativo que Sorogoyen ha embellecido con tópicos de rancio abolengo, ambientados entre unos castizos bajos fondos, y la espuria realidad de su cara postmoderna. Ese toque tan autóctono al que ya nos tiene acostumbrados, por ejemplo, José Luís Garci.
Sorogoyen logra romper la barrera de los complejos, y supera con creces a «Seven», que con un Brad Pitt guapísimo, y un Morgan Freeman imponente, en plena forma interpretativa, no logra camuflar el nivel de la bisutería, ante una joya en donde el crimen y el suspense pasan al plano de lo accesorio, y se funden con delicadeza en ese proceso que, con maestría, nos explica el horror a través de la belleza del arte. Mientras que «Seven» es pornografía de la muerte en su puro estado, «Que Dios nos perdone» es poesía.
Y si la imagen, muy bién cuidada por una fotografía que pone la luz en consonancia de lo crepuscular y decadente de la atmósfera recreada, con una cámara que en sus encuadres nos sumerge constantemente en la realidad diegética de los protagonistas, compone en el montaje una excelente métrica de versos, la tremenda partitura de Olivier Arson, perfectamente acompasada con el ritmo narrativo que marca el guión, termina de aprisionar el vilo del espectador durante todo el metraje. Una soberbia música orquestal, como las de antes, que pone las tildes en la expresión dramática de actores, escenas y encuadres.
A diferencia de muchos filmes transatlánticos (aka, importados de yanquilandia), en los que se echa mano del cliché de la antagónica pareja de polis, que a la par que son radicalmente distintos entre sí en sus usos y personalidad, se complementan, y marcan una clara o total diferenciación del villano de turno, el dúo formado por Antonio de la Torre y Roberto Álamo, no cumple la misma función: lo que aquí sostiene la trama, es el equilibrio que mantienen los respectivos perfiles de la tríada formada por los dos susodichos, no menos turbios que la figura del asesino en serie (Javier Pereira).
Si alineamos estos tres astros del arte interpretativo, en el espectro del psicodiagnóstico clásico, obtendremos a respectivos representantes de este contínuo, que va de lo neurótico (Álamo), a lo psicótico (Pereira), pasando por ese «border-line» central, donde se hallaría el personaje de Antonio de la Torre, con un pie en la realidad, y el otro en su particular mundo. Con un claro desequilibrio entre su brillante racionalidad, y su incapacidad de expressar sus emociones y/o de establecer relaciones sociales sanas. Un tanto manipulador, y con trazas de síndrome de Asperger.
Flanqueado por un lado, por su compañero de andanzas Alfaro, de carácter expansivo, agresivo con casi todo el mundo, en especial con sus compañeros... un volcán en contínua erupcion, incapaz de mecer su rabia y frustración; y del otro, Andrés, el asesino en serie, preso de su malsano apego a una figura materna que representa un tiránico sometimiento hasta desde la enfermedad, e incluso el más allá, y tal vez sumado ello a un trauma pasado que lo ha precipitado al ojo de su transtorno.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
La violencia a la que Velarde, Alfaro y Andrés someten a sus congéneres, es la misma de la que, al tiempo, han sido y están siendo víctimas. No deja lugar a la escapatoria a quienes la padecen. Nos transmite la sensación de asfixia, simbolizada en una ciudad castigada por un sol de justícia, cuyo calor se hace más insoportable con el bullicio de masas.
Ese rasgo simultáneo de víctima y verdugo de los tres protagonistas, que a cada cual le hace tan aborrecible como humano, que no nos permite justificar sus acciones, pero tampoco proyectar en ellos la figura del mal, los hace más patéticos que infames.Ello realzado en ese punto satírico de algunas escenas: Alfaro escarbando en el césped para enterrar a su perro; a Velarde cayéndosele la pistola de la forma más tonta ante un sospechoso; y Andrés entrenándose en una cinta en calzoncillos, en vez de usar normal ropa de deporte. Por no mencionar la inadaptada tipología de vínculo que cada uno tiene con las mujeres.
Como en toda pieza de cine «noir» o «neo-noir», aquí también tenemos un principio moral, legal o humano que orienta al espectador,en ese aura de niebla gris que envuelve a los caracteres principales, y al entorno en el que se hallan ubicados (una zona urbana antigua y degradada): el serial asesino de turno se cebe con viejecitas, cuyos cuerpos desnudos se nos exponen en la sala de autopsias; no se trata de incautos adolescentes, ni de personas en cuyos «pecados capitales» (como ocurre en «Seven») el criminal puede pretender justificar sus fechorías.
No ha lugar a la compasión para con Andrés; en cierta manera, se garantiza el proceso de identificación con la pareja de sabuesos, que van a la caza del violador y asesino de ancianas. Sin tregua ni descanso. Hasta tal punto que Alfaro lo paga con su vida, y Velarde con una oportunidad de establecer una relación sentimental sana, persiguiendo al villano hasta el confín norte de la Península, y propinándole una buena paliza. Momentos en los que, cada uno por un camino, hallarían su propia redención. Curioso es que este final queda un poco entreabierto, con la duda de si Velarde acaba con la vida de Andrés, o lo deja respirando malherido ( la diferencia se me antoja sustancial).
El guión peca de un desenlace poco claro, un final atropellado y lleno de mircroelipsis que dejan elementos confusos, y restan credibilidad a la resolución. Así como algunas escenas, por ejemplo la del obispo desayunando con la niña... ¿qué se insinua con ello? ¿soltar el indicio de que el clérigo sea pedófilo, y tal vez pretenda que asociemos que uno de los traumas de Andrés fuera un abuso sexual en la época que hizo la primera comunión?
Tampoco acaba de sacar partido a elementos circunstanciales del argumento, como es la visita del Papa, de la que apenas vemos una escena en el metro, de peregrinos alborotados por el pollo que arman en el metro los dos agentes; y el movimiento del 15M, que casi ni se menciona. Y con ello tenemos que echarle mucho a la imaginación para poder asociar la relevancia de estas dos efemérides en la trama.
De todos modos, se trata de pecados veniales por los que podemos dar la absolución a Sorogoyen, al que
se tendría que haber dado el premio por reflejar una realidad que seguía siendo de actualidad cuando se rodó la película en 2016, y así hasta 2021.
Siguen vigentes el salvajismo y la brutalidad de una sociedad hipócrita y unos poderes corruptos que la controlan, empezando por someter a cada persona a practicar la violencia contra sí misma, o a descargarla directamente sin escrúpulos, en favor de los propios intereses. Nadie perdonará al asesino de ancianas. ¿Y quién perdonará a los maderos nacionales y civiles que aporrearon sin piedad a las abuelas catalanas el 1 de octubre de 2017? ¿Quién perdonará a los gobiernos, administraciones e instituciones que, con sus medidas erráticas y estúpidas, han permitido que tanta gente mayor muriera de soledad y depresión, en residencias, hospitales y hogares?
Ese rasgo simultáneo de víctima y verdugo de los tres protagonistas, que a cada cual le hace tan aborrecible como humano, que no nos permite justificar sus acciones, pero tampoco proyectar en ellos la figura del mal, los hace más patéticos que infames.Ello realzado en ese punto satírico de algunas escenas: Alfaro escarbando en el césped para enterrar a su perro; a Velarde cayéndosele la pistola de la forma más tonta ante un sospechoso; y Andrés entrenándose en una cinta en calzoncillos, en vez de usar normal ropa de deporte. Por no mencionar la inadaptada tipología de vínculo que cada uno tiene con las mujeres.
Como en toda pieza de cine «noir» o «neo-noir», aquí también tenemos un principio moral, legal o humano que orienta al espectador,en ese aura de niebla gris que envuelve a los caracteres principales, y al entorno en el que se hallan ubicados (una zona urbana antigua y degradada): el serial asesino de turno se cebe con viejecitas, cuyos cuerpos desnudos se nos exponen en la sala de autopsias; no se trata de incautos adolescentes, ni de personas en cuyos «pecados capitales» (como ocurre en «Seven») el criminal puede pretender justificar sus fechorías.
No ha lugar a la compasión para con Andrés; en cierta manera, se garantiza el proceso de identificación con la pareja de sabuesos, que van a la caza del violador y asesino de ancianas. Sin tregua ni descanso. Hasta tal punto que Alfaro lo paga con su vida, y Velarde con una oportunidad de establecer una relación sentimental sana, persiguiendo al villano hasta el confín norte de la Península, y propinándole una buena paliza. Momentos en los que, cada uno por un camino, hallarían su propia redención. Curioso es que este final queda un poco entreabierto, con la duda de si Velarde acaba con la vida de Andrés, o lo deja respirando malherido ( la diferencia se me antoja sustancial).
El guión peca de un desenlace poco claro, un final atropellado y lleno de mircroelipsis que dejan elementos confusos, y restan credibilidad a la resolución. Así como algunas escenas, por ejemplo la del obispo desayunando con la niña... ¿qué se insinua con ello? ¿soltar el indicio de que el clérigo sea pedófilo, y tal vez pretenda que asociemos que uno de los traumas de Andrés fuera un abuso sexual en la época que hizo la primera comunión?
Tampoco acaba de sacar partido a elementos circunstanciales del argumento, como es la visita del Papa, de la que apenas vemos una escena en el metro, de peregrinos alborotados por el pollo que arman en el metro los dos agentes; y el movimiento del 15M, que casi ni se menciona. Y con ello tenemos que echarle mucho a la imaginación para poder asociar la relevancia de estas dos efemérides en la trama.
De todos modos, se trata de pecados veniales por los que podemos dar la absolución a Sorogoyen, al que
se tendría que haber dado el premio por reflejar una realidad que seguía siendo de actualidad cuando se rodó la película en 2016, y así hasta 2021.
Siguen vigentes el salvajismo y la brutalidad de una sociedad hipócrita y unos poderes corruptos que la controlan, empezando por someter a cada persona a practicar la violencia contra sí misma, o a descargarla directamente sin escrúpulos, en favor de los propios intereses. Nadie perdonará al asesino de ancianas. ¿Y quién perdonará a los maderos nacionales y civiles que aporrearon sin piedad a las abuelas catalanas el 1 de octubre de 2017? ¿Quién perdonará a los gobiernos, administraciones e instituciones que, con sus medidas erráticas y estúpidas, han permitido que tanta gente mayor muriera de soledad y depresión, en residencias, hospitales y hogares?