Resulta innegable que aún queda capacidad de sorpresa en el Séptimo Arte, para muchos cinéfilos, es algo más bien anómalo, que dos universos a priori tan equidistantes como el de los Hermanos Coen, aquí guionistas, sumado al de Steven Spielberg, siempre mejor como director, se hayan encontrado en un mismo plano fílmico.

Queda bastante claro que este puente entre ambos mundos lo ha edificado Tom Hanks, un actor que ya había trabajado previamente con ambos realizadores, entregando alguno de sus mejores trabajos como interprete al Rey Midas de Hollywood, al que indudablemente, une una relación laboral muy satisfactoria.

De su argumento, nada mejor para encarar una historia de espionaje, que retrotraerse a la época que hizo grande a dicho subgénero del thriller, que siempre luce mejor bajo la portentosa sombra del telón de acero, un escenario ideal, sobre el que desarrollar ese juego de falsedad, que durante tantos años, más de los que hubieran sido deseables, expresaron ambos bloques de poder sobre el tablero planetario.

Rodada a caballo entre dos ciudades, Nueva York y Berlín, de la cual está última, también presenta un período, el de finales de los años 50 del siglo pasado, en el que la construcción del muro soviético de la vergüenza, estaba a punto de separar a la capital alemana, y presentado un acabado impoluto, que se apoya en una reconstrucción de la época impecable, este último film de Spielberg se posiciona en esa orilla adulta y pausada, que en parte, adorna el contenido de sus mejores obras como autor.

La necesidad de entusiasmo y del factor humano, muy presentes en los personajes del film, borran de un plumazo la posibilidad de Joel y Ethan Coen como realizadores, y afianza la mirada de un Spielberg tan cauto como optimista, muy capaz de recuperar los mejores aromas de cine clásico, que incluso pecando a veces de cierto exceso de patriotismo, sabe arreglárselas para insertar, casi acto seguido, algún que otro plano memorable, consumando con oficio esa habilidad casi sobrenatural, que contempla a uno de los creadores más destacados e indiscutibles del cine contemporáneo.

Gran trabajo de Tom Hanks, ejemplo de pleno estoicismo, que evoca las mejores virtudes de el inolvidable Atticus Finch de "Matar a un Ruiseñor", indivisiblemente ligado al talento cómplice y la química que le une a un Mark Rylance enorme, que sirve con la máxima honestidad a su personaje, convenciendo al espectador de que cualquier preocupación añadida a un problema personal, aún siendo legítima, ayuda más bien poco o nada a la causa.

En la técnica, y a pesar de la inclusión de los habituales Michael Khan en el montaje, y Janusz Kaminski, en un nuevo ejercicio de fotografía magistral, especialmente inspirado cuando toca recorrer la geografía de ese Berlín frío y oscuro de posguerra, se echa en falta la presencia de John Williams en la banda sonora. Su avanzada edad y su esfuerzo por no faltar a cierta cita galáctica, ha dejado al compositor Thomas Newman a cargo de la música de este puente, que aún mostrándose cumplidor, no alcanza una partitura tan reconocible como la de aquel, evidenciando un particular descenso de calidad en dicho apartado.

Como conclusión final, recomendar la cinta como un trabajo que roza lo notable dentro de la filmografía de Steven Spielberg, avisando de la falta de espectacularidad, solo rastreable mínimamente en una leve pincelada aérea, aquí la base es emocional, y en la batalla personal por alcanzar un deseado equilibrio entre la madurez y la contención, el principal beneficiado resultará ser el buen aficionado al celuloide, que indudablemente, encontrará sobrados motivos para asistir a ten celebrado intercambio.



<Lee esta crítica, y muchas más, en Fusion-Freak.com>