La maligna y juguetona imaginación de James Wan nos regala esta verbena, tan cretina como brillante e insólita en su virtud de ir a mejor según avanza el metraje en vez de emponzoñarse en asuntos sin fundamento ni criterio, como suele ser habitual.

Aunque no se olvida de su máquina de hielo seco y sus muñecajos, siempre tan majos, es verdad que aquí Wan abusa de feos efectos digitales, tan impropios de su cine, y esto no me termina de hacer tilín. Nunca me gustó Matrix ni sus derivados.

Pese a todo, la peli es un derroche de amor al género y nostalgia de aquellos maravillosos y fiesteros años en los que no se había impuesto todavía el “terror ladrillo” como tendencia, perfecta para el disfrute de quien se acerque a ella con ánimo de disfrutarla. Los redichos, mejor se pongan una de Ari Aster.