A tenor de unos ojos que no vivieron la época en la que se sitúa la acción, la función bordea la caricatura. El grupo ultraderechista (que es, en teoría, el tema principal de la película) carece de una trama que secuestre la atención y el argumento gira en torno a un repelente quinceañero que quiere jugar a los mayores con tal de ser aceptado, espectáculo que me ha resultado dolorosamente ridículo de presenciar. El clan es retratado como una especie de secta de descerebrados que mantienen entre sí unas relaciones demasiado volátiles y de talante muy primitivo como para resultar verosímiles. Si bien es cierto que toda esa parafernalia esperpéntica despierta la curiosidad malsana, en serio no se puede tomar. La trama de Ángela Molina es para darla de comer aparte, esto solo pasa en el (mal) cine.

De todas formas el retrato de la extrema derecha es realizado por el otro bando que tras cuarenta años de represión quiere aprovechar su turno y no pierde oportunidad de poder ridiculizar y difamar todo lo que pueda del enemigo, cosa que es lógica pero me hace recelar, debido en buena parte a que ese otro bando ha mutado hasta convertirse en el artífice de otro tipo dictadura, la moral, que si bien es más sutil, condiciona de igual manera los derroteros que marcan nuestros caminos a día de hoy.