Gratísima sorpresa.

Ganó el año pasado el Óscar a la mejor película extranjera, y los pariolos que anualmente conceden este tipo de galardones debieron equivocarse, porque lo cierto es que es espléndida.

No es ni mucho menos una obra maestra, le sobra alguna que otra polilla voladora y varias explosiones líricas de spot de Ragazza, pero original, absorbente y muy emocionante.

Al comienzo su amalgama de tonos desentona, bascula del humor absurdo al drama con insospechada rapidez, pero pronto enfila el camino de la amargura cuesta abajo y sin frenos, hasta darse de bruces con un desenlace bellísimo, quizá algo oportunista y tramposo, pero bellísimo, en el que uno perfectamente puede acabar con un río a cada lado, como la propia Katy Jurado, con las nubes negras detrás.

Por otra parte, la banda sonora es muy ensoñadora, te permite teletransportarte perfectamente y empatizar con el protagonista, un músico frustrado que trabaja retocando cadáveres, y que de su inocencia inicial va poco a poco emborrachándose de hiel y tomando contacto con la cara más amarga del mundo, muy en la onda de A Dos Metros Bajo Tierra, salvando las distancias.

Aunque a bastante distancia, el modo que tiene de subyugar y conmover puede evocar al de patadas voladoras al miocardio como Straight Story o La Vida Es Bella, comedia cuyo póster preside el salón de Motta, como a él le gusta recordar a la mínima oportunidad.