Una de las películas más soporíferas que he visto en mi vida.

Y lo digo dolido y resentido, porque precisamente aborda temas que me interesan, y porque precisamente trata, frustradísimamente, de azotar conciencias y de subrayar la deriva en la que vivimos, el hostil mundo que nos ha tocado sufrir, y no podría compartir más el volcánico pesimismo de la obra.

Pero su modo de llevarlo a cabo es tan cargante, tan sumamente artificial y tan impostado que me sumió en la indignación, a veces, en la carcajada irónica, a veces, y en el más absoluto de los aburrimientos, casi siempre.

Resultaba paradójico oír a los personajes, henchidos de profundidad, recitar frases rimbombantes y comprobar cómo eran incapaces de crecer, progresar o transmitir la más mínima emoción.

De cada diálogo medianamente certero que ofrece, que los hay, se pueden contabilizar media docena de frases risibles, absurdas y con unos delirios de grandeza y unos aires de intelectualidad tan sumamente indigestos que yo aspiraba que, en cualquier momento, irrumpiera Peter Lorzas persiguiendo alguna braga, o Millán Salcedo aplicándose una corneta al oído.

Está muy bien darse un baño de neurosis en el cine, reitero que a mí bastantes inmersiones al lodo me interesan, pero si no ajustas bien el punto de mira corres un serio riesgo de perder el control de la situación y comerte una farola.

Y Tarkovsky debe de tener la boca más grande que el Stromboli.

La fotografía es espléndida, eso sí.