Harry es un escritor “alcohólico, rompechochos y tragapastillas”, como en más de una ocasión le han reprochado cualquiera de sus tres ex-mujeres. A la primera, como era demasiado jovencito, se la pegó con una furcia asiática a la que se zumbaba mientras pensaba, para entonarse, en la hija de Stalin. La segunda era psiquiatra… y tenía muchas pacientes guapas. Con la tercera fue más sigiloso, la engañó con su propia hermana. Y a ambas las dejó por la Sue. Como le dice la devota judía de su hermana, su “vida se basa en nihilismo, cinismo, sarcasmo y orgasmo”, siempre ha deambulado por esos cuatro callejones en el momento de crear sus relatos e historias, hiperbolizando ciertas situaciones tanto familiares como sexuales, llegando a un punto en el que incluso para recibir un homenaje de su antigua universidad, no tiene más compañía que la de un terminal cardíaco, su hijo “secuestrado” y una furcia. Es decir, su vida social, después de tanta palabra, ha quedado bastante limitada.

Woody Allen nos brindaba, en su cita anual, allá por el 97, con su público, esta impresionante comedia, con unos diálogos escritos en estado de gracia (como casi todos los suyos), que dejan para la posteridad un fum de citas inolvidables. En definitiva, la deconstrucción de Harry es una obra precisa y magistral, sumamente ingeniosa, y yo diría un tanto autobiográfica, que hiperboliza nuestra realidad, cargándola de sarcasmo e ironía, para retratar de una manera irremediablemente divertida como el nihilismo (asociado con el putiferio) le ha vencido la partida al tradicionalismo, con sus consiguientes pecados y su descenso al infierno, con esa distorsión del que no ve el mundo como toca. Sin embargo, no sé si todos acabaremos redimidos, lo que si está claro es que Woody, después de tanta santísima comedia, está perdonado.