El humor francés siempre es extrańo: navega entre lo más rancio, lo más vulgar, y lo más cursi y endulzado. Esa es la fórmula de su éxito contínuo en su país. Añaden, además, a actores muy feos y a actrices muy guapas y se forran, literalmente, haciendo comedias.

La que aquí nos ocupa es blanca, blanca, blanquísima. Tan blanca que apenas no cuenta nada. De hecho, no lo cuenta. La trama es una mera excusa sin interés para hacer chistes sobre la forma de hablar de una región. Y ya está. Mil variantes sobre el mismo chiste.

El resto, sin fundamento alguno. Tan liviana es que gustó a todo el mundo, la adaptaron para Italia y aquí -¿para qué adaptar si se puede robar?- la reescribieron como 'Ocho apellidos vascos' cambiando cuatro cosas. Y ya.