Una plástica tenebrista, íntima y poética, que como resultado ofrece fotogramas de fuerza telúrica. La estética de Leonardo Simões resulta un naturalismo caravaggiesco que verdaderamente impacta en el espectador. La redondez de las imágenes no sería posible sin la magistral interpretación de la protagonista, Vitalina Varela, que erige monumental el sentimiento de pena.
Pero de la misma forma que la oscuridad del mundo envuelve a la protagonista, las secuencias alargadas hasta el infinito, los abrumadores silencios y el impertinente ruido ensombrecen la belleza de las imágenes. Porque acústicamente la película no es otra cosa que tortura, es silencio y ruido. El resultado es un largometraje plomizo, lento – por no decir infumable –, con una hermosa fotografía que será esgrimida por la pseudo-intelectualidad cinematográfica como defensa para el trabajo del director, quien se ha esmerado por torturar en el potro lo que debió nacer como una fotonovela brillante, y de lo que obtiene como resultado un verdadero churro.
Costa se protege rápidamente tras la excusita del formalismo, no le importa el qué sino que prioriza el cómo. Es decir, al director no le importa el qué (que su película sea un aburrimiento letal, por no decir una P.M.) sino el cómo lo logra (con mucho esfuerzo y mimo, como cualquier otro acto de tortura psicopática. ). Si buscas escapar de la vida mundana, si quieres que se calle el mundo un rato, y que nadie te diga ni pío, pero prefieres hacerlo en una sala de cine en vez de recluirte en un monasterio en Tordesillas, esta es tu película. Si por el contrario, quieres hacer algo interesante con tu vida o simplemente no limitarte a respirar y no caer rendido de sueño, cualquier otra opción – insisto, cualquier otra – es mejor que ver Vitalina, al menos, hasta que se edite la versión distendida.