Hay obras en el cine, algunas preciosas y otras apreciables, llenas de un gran significado, al igual que en cualquier arte, imprescindibles para comprender, amar o despreciar la vida. Aunque lo hagan muchas de ellas de pasada, de manera sencilla y sin que casi nadie se de cuenta. Quizá solo una frase o un dialogo basten para llegar a esa reflexión vital, quizá solo se quede en un silencio, en una imagen o incluso a veces en el fundido a negro al acabarla, que te deja meditando sobre la experimentado.
La película de Kiarostami es una de esas películas, que cual piedra en el camino, se empeña en quedarse delante de nuestras narices para que decidamos si esquivarla, pisarla y proseguir nuestro recorrido, o quedarnos contemplándola un rato buscando algo en ella o en lo que la rodea.
Al margen de lo pesada que le pueda parecer el ritmo o la historia de la propuesta a cualquier persona, le dediquen una mirada a cierta escena, aunque sea de soslayo, en la que un hombre conduce por la vida buscando la muerte, mientras cada cierto tiempo gira la cabeza apartando la mirada de la carretera, escuchando con atención la historia de ese señor que se cruza en su camino.
Así de sencillo.