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Voto de Sergio Berbel:
10
Drama. Romance Joe Clay, jefe de relaciones públicas de una empresa de San Francisco, conoce durante una fiesta a la bella Kirsten Arnesen. La muchacha se muestra cautelosa al principio, debido a la afición de Joe a la bebida, pero después sucumbe ante su simpatía y se casa con él. (FILMAFFINITY)
19 de abril de 2024
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Blake Edwards, uno de los grandes cineastas especializados en la comedia norteamericana, firmó en 1962 un drama como “rara avis” en el contexto de su filmografía. Prescindiendo casi en su totalidad de la faceta cómica (que sí conservó en cambio en su icónica “Desayuno con diamantes”), se adentra en los terrenos dramáticos a través de una desgarradora historia de alcoholismo y una de las más grandes interpretaciones de toda la historia del cine por parte de un dios llamado Jack Lemmon.

El planteamiento argumental es magistral por sencillo; la apuesta formal es apabullante por compleja. La mezcla de ambos elementos consigue hacer levitar al cinéfilo más exigente. Edwards plasma en magistrales imágenes un guión de J.P Miller sobre una joven pareja que se conocen, se enamoran de forma imprevista, se casan y caen en el alcoholismo como forma de evasión de una realidad adulta que no son capaces de asimilar. A él (Jack Lemmon) se le veía venir, porque trabajar en una gran empresa como relaciones públicas empuja al ser humano, lo quiera o no, a una forma de vida y ésta a su vez al consumo social de alcohol, que acaba degenerando en privado también cuando la náusea vital toma posesión de su vida.

Ella (maravillosa Lee Remick) se va deslizando también por la misma pendiente, ante la soledad y el aburrimiento del ama de casa y por la presión de acompañar a su marido en el consumo alcohólico. También tiene mucho de lo que escapar y el alcohol es una salida fácil. Todo va degenerando a su alrededor y el mismo sistema capitalista que los empujó a beber los va expulsando y convirtiendo en seres marginales conforme su adicción se desarrolla.

Desde el punto de vista formal, el film es absolutamente perfecto. La prodigiosa fotografía en blanco y negro de Philip H. Lathrop acompasa el clasicismo preciosista de Blake Edwards tras la cámara conformando una serie de planos que resultan icónicos por definición (el plano final del film es uno de los más bellos que se hayan rodado).

De la música se encargó a un tal Henry Mancini, compositor de cabecera de Edwards, que supo entregar una partitura a la altura magistral de las circunstancias, alcanzando incluso el Oscar a la Mejor Canción en la edición de 1962 con la que acompaña a los créditos iniciales del film.
Sergio Berbel
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