La gran virtud de Charlie Brooker, a lo largo de la fascinante propuesta de Black Mirror, ha consistido en lanzar planteamientos narrativos brillantes, que solían resolverse de forma satisfactoria y ejemplar. En este último capítulo, intenta poner sobre las cuerdas el populismo y la demagogia de la clase política, mediante un oso virtual que glorifica la impunidad retórica y el nihilismo de quien no tiene nada a perder. El resultado – y esto es noticia- es una denuncia un tanto farragosa que carece de la lucidez habitual de las parábolas de Brooker, e incluso se permite el lujo de algún que otro subrayado innecesario. En todo caso este ligero resbalón, no puede ni debe empañar la inmensa aportación de Black Mirror, desde ya un clásico instantáneo de la cinefilia militante.