Al modo de Joyce y su Ulises, la odisea en Gerry es la del sujeto frente al vacío. Su salvación se encuentra en la propia búsqueda, y cualquier explicación a lo que ve, se aceptará. Como si de un lienzo en blanco se tratara, Van Sant persona y Van Sant autor, lanzan su inquietud al universo sin mirarse en ningún sitio, lo que se dice un braimstorming, desnudando la propuesta hasta tocar, quizá intuir, el nervio, lo que subyace. El espectador, ante la falta de asidero, se ve obligado a divagar y modelar la anécdota, dotándola de contingencia y validez, la de su propia identidad, cuestión primera y última del caminante en su viaje circular. La realidad se nos presenta, pues, como una cuestión de percepciones y una lucha ineludible, la de la conciencia en su interés por serse, que diría Unamuno. Lo que nos deja con la conclusión de que Gerry, por multicéfala o por decapitada, es infinita. Perderse en ella es descubrir un nuevo mundo, tan viejo como el hombre y tan carente de respuesta.