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Voto de Juanjo Iglesias:
7
6.3
2,055
Drama
Adaptación cinematográfica de la última e inacabada novela de Francis Scott Fitzgerald. La acción se desarrolla en los años treinta, la época dorada de los estudios de Hollywood, y trata sobre la desmedida ambición y falta de escrúpulos de los que están dispuestos a utilizar todos los medios a su alcance para conquistar la gloria: aspirantes a actores, escritores y productores cinematográficos. (FILMAFFINITY)
20 de febrero de 2012
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hablar de Elia Kazan es hablar de uno de los grandes directores de la historia del cine. Por infinitas razones, pero si tuviera que concretar, por haber rodado obras maestras como “La ley del silencio" y por habernos dado, a algunos, la oportunidad de conocer a escritores como Tennessee Williams.
Este turco de nacimiento y estadounidense de adopción, tuvo la oportunidad de despedirse del cinematógrafo a lo grande, con un reparto soberbio y adaptando la brillante novela póstuma de Francis Scott Fitzgerald, titulada en su idioma original, “The Last Tycoon” (1942).
El director realiza un viaje más cerebral que emocional al Hollywood de los años 30. Sin ser para nada cinéfilo o condescendiente, se aproxima a la intrahistoria de la meca del cine, para contarnos como aparte de alfombras rojas, glamur y premios, los actores, directores, productores y demás profesionales de la industria, pierden el orgullo, la dignidad y los pantalones, imbuidos en guerras de poder, ambición y envidia.
El mayor valor de esta cinta es haber sabido remedar con auténtica magia, esa época inolvidable para el cine que fueron los años 30. Con la verdad de alguien que lo ha vivido muy cerca y con el valor de hacerlo 40 años después, en un momento precisamente en el que el cine buscaba especialmente la modernidad y la originalidad frente al clasicismo. Aún así, debido al estilo personal y potente de Kazan, la única referencia a la que alude claramente es quizá a la película que mejor ha retratado el mundo del cine, “El crepúsculo de los dioses” del genio Billy Wilder.
El otro atractivo reseñable de la cinta es sin duda su reparto. Para empezar un Robert de Niro, como principal protagonista, que ese mismo año rodaría la inconmensurable y salvaje “Taxi Driver", en una interpretación que coloca la figura del productor cinematográfico en el paraíso tiránico del poder, donde los sueños y el amor no pueden tener cabida. El mítico actor, realiza una interpretación por completo alejada del histrionismo y con su particular facilidad para crear bellos universos interiores, que me recuerda en cierta medida al rey del Hampa de la época que rememora, James Cagney. Una de esas escenas inolvidables la crearán De Niro y su majestad sarcástica, el Sr. Jack Nicholson, cuyas porfías han dejado al menos esa escena para el recuerdo. Otro indiscutible de la pantalla grande, es Robert Mitchum, que se adapta a la perfección al estilo de Kazan, llenando la pantalla del más puro clasicismo y la elegancia de su actuación deja patente el buen estado de forma en el que se encontraba en 1976. Pero por si eso fuera poco, Kazan se encarga de que desfilen a 24 fotogramas por segundo, Tony Curtis, Jeanne Moreau, Dana Andrews o el incansable Donald Pleasance, que van situando la cinta en un maravilloso desfile, sobre las miserias del artisteo y en un drama coral bajo la batuta del arbitrario déspota de Robert De Niro.
(sin spoiler)
Este turco de nacimiento y estadounidense de adopción, tuvo la oportunidad de despedirse del cinematógrafo a lo grande, con un reparto soberbio y adaptando la brillante novela póstuma de Francis Scott Fitzgerald, titulada en su idioma original, “The Last Tycoon” (1942).
El director realiza un viaje más cerebral que emocional al Hollywood de los años 30. Sin ser para nada cinéfilo o condescendiente, se aproxima a la intrahistoria de la meca del cine, para contarnos como aparte de alfombras rojas, glamur y premios, los actores, directores, productores y demás profesionales de la industria, pierden el orgullo, la dignidad y los pantalones, imbuidos en guerras de poder, ambición y envidia.
El mayor valor de esta cinta es haber sabido remedar con auténtica magia, esa época inolvidable para el cine que fueron los años 30. Con la verdad de alguien que lo ha vivido muy cerca y con el valor de hacerlo 40 años después, en un momento precisamente en el que el cine buscaba especialmente la modernidad y la originalidad frente al clasicismo. Aún así, debido al estilo personal y potente de Kazan, la única referencia a la que alude claramente es quizá a la película que mejor ha retratado el mundo del cine, “El crepúsculo de los dioses” del genio Billy Wilder.
El otro atractivo reseñable de la cinta es sin duda su reparto. Para empezar un Robert de Niro, como principal protagonista, que ese mismo año rodaría la inconmensurable y salvaje “Taxi Driver", en una interpretación que coloca la figura del productor cinematográfico en el paraíso tiránico del poder, donde los sueños y el amor no pueden tener cabida. El mítico actor, realiza una interpretación por completo alejada del histrionismo y con su particular facilidad para crear bellos universos interiores, que me recuerda en cierta medida al rey del Hampa de la época que rememora, James Cagney. Una de esas escenas inolvidables la crearán De Niro y su majestad sarcástica, el Sr. Jack Nicholson, cuyas porfías han dejado al menos esa escena para el recuerdo. Otro indiscutible de la pantalla grande, es Robert Mitchum, que se adapta a la perfección al estilo de Kazan, llenando la pantalla del más puro clasicismo y la elegancia de su actuación deja patente el buen estado de forma en el que se encontraba en 1976. Pero por si eso fuera poco, Kazan se encarga de que desfilen a 24 fotogramas por segundo, Tony Curtis, Jeanne Moreau, Dana Andrews o el incansable Donald Pleasance, que van situando la cinta en un maravilloso desfile, sobre las miserias del artisteo y en un drama coral bajo la batuta del arbitrario déspota de Robert De Niro.
(sin spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
El trabajo de Kazan mantiene el estilo que exhibía en sus clásicos de los 50, pero lo más interesante es la sensación que me produce esa dirección donde prima la libertad más absoluta. Su forma de mover la cámara y utilizar el típico plano-contra-plano, se encuentra dentro del paradigma más clásico, pero destila la esencia de un hombre haciendo cine “como le pide el cuerpo”. El tratamiento de los espacios es realmente singular. El uso de espejos para crear distintos espacios en un mismo lugar es realmente curioso. Esto habla de la oportunidad que tuvo Kazan de despedirse del cine con un grupo de actores entre los más brillantes de la época y haciendo con la cámara lo que realmente le venía en gana. Tengo la impresión de ver al director probando cosas y saciando su curiosidad cinematográfica, a la edad de sesenta y siete años, sabiendo que esta podría ser su última película. El tempo narrativo es del más exhaustivo artesano del cine. Su dilatada experiencia le permite dejar hacer a los actores y verlos desarrollar sus capacidades interpretativas, preocupándose de que las sensaciones lleguen al espectador en el momento preciso y con la intensidad requerida.
Es una pena que la dirección de fotografía no acompañe para nada a una buena dirección y a su excelente dirección de arte, galardonada con el “Oscar”, por la estúpida razón de la moda. El trabajo de Victor J. Kemper, en este aspecto es bastante vulgar y está imbuido por completo en el modo de expresión de su tiempo, sin personalidad ninguna y fotografiando la cinta como si de un thriller cualquiera se tratase. Afea el resultado final y la prueba patente es la escena rodada en blanco y negro que rescata un cuadro perfecto de lo que era el cine en los años cincuenta.
La premiada dirección de arte resplandece ante la cámara, el vestuario, los peinados, o los coches de época reafirman la grata sensación de estar viendo cine de época, dándose el lujo de rodar bailes de salón con la misma destreza artística con la que en la época dorada trabajaran Hitchcock o Welles. Los escenarios nos llevan irremediablemente a “El crepúsculo de los Dioses” para sumergirse en eso que llaman “cine dentro del cine”. Kazan parece querer desvelar ciertos secretos incómodos o quién sabe si autobiográficos sobre su vida profesional y su visión sobre la figura del productor.
La música no consigue poner en situación la mayoría de las escenas, no crea los ambientes adecuados y se presenta minimalista en exceso e impertinentemente afrancesada en un vulgar trabajo de Maurice Jarre.
Una revitalización de mi añorada época dorada de Hollywood, que merece ser repasada por cualquier pretendido cinéfilo, por donde pasea la angosta sombra de Norma Desmond, donde se huele la inhumanidad de los muelles neoyorkinos mientras los poderosos imponen la ley del silencio y donde se oye el eco de los tacones de alguna actriz que no logró subirse a tiempo a este tranvía llamado cine.
Es una pena que la dirección de fotografía no acompañe para nada a una buena dirección y a su excelente dirección de arte, galardonada con el “Oscar”, por la estúpida razón de la moda. El trabajo de Victor J. Kemper, en este aspecto es bastante vulgar y está imbuido por completo en el modo de expresión de su tiempo, sin personalidad ninguna y fotografiando la cinta como si de un thriller cualquiera se tratase. Afea el resultado final y la prueba patente es la escena rodada en blanco y negro que rescata un cuadro perfecto de lo que era el cine en los años cincuenta.
La premiada dirección de arte resplandece ante la cámara, el vestuario, los peinados, o los coches de época reafirman la grata sensación de estar viendo cine de época, dándose el lujo de rodar bailes de salón con la misma destreza artística con la que en la época dorada trabajaran Hitchcock o Welles. Los escenarios nos llevan irremediablemente a “El crepúsculo de los Dioses” para sumergirse en eso que llaman “cine dentro del cine”. Kazan parece querer desvelar ciertos secretos incómodos o quién sabe si autobiográficos sobre su vida profesional y su visión sobre la figura del productor.
La música no consigue poner en situación la mayoría de las escenas, no crea los ambientes adecuados y se presenta minimalista en exceso e impertinentemente afrancesada en un vulgar trabajo de Maurice Jarre.
Una revitalización de mi añorada época dorada de Hollywood, que merece ser repasada por cualquier pretendido cinéfilo, por donde pasea la angosta sombra de Norma Desmond, donde se huele la inhumanidad de los muelles neoyorkinos mientras los poderosos imponen la ley del silencio y donde se oye el eco de los tacones de alguna actriz que no logró subirse a tiempo a este tranvía llamado cine.