Hay aparatos que pueden leer el alma de las piedras. Utilizan por ejemplo rayos ultravioletas y dejan al descubierto la esencia de esos pedazos que concentran en sí una parte de la historia de nuestro planeta.
Las piedras se forman tras milenios de paciencia, de desgaste, de erosión, de partículas de todo lo que va dejando su rastro por el mundo. Mirar una roca no es mirar un objeto sin valor, aunque estemos acostumbrados a mirarlas de ese modo. Es mirar nuestro pasado, nuestra historia.
Aún no se ha inventado el aparato capaz de leer el alma de las personas. Probablemente nada podrá leerla jamás. Y menos aún nosotros mismos.
Nuestra alma tal vez contenga la esencia del universo entero y más allá, retenida en este cuerpo material que necesita un suelo que pisar. Que necesita piedras en las que apoyarse, y con las que levantar sus muros de protección.
¿Cuál es nuestro suelo? ¿Cuándo averiguamos que estamos pisando nuestro lugar? ¿Lo hemos sabido siempre, no lo sabremos nunca? ¿Lo sabremos cuando lo tengamos debajo? ¿Lo sabemos desde el momento en que lo tocamos por primera vez?
Ernesto siempre irá en busca del suyo, del que le aguarda en alguna parte desconocida.
Un suelo que no tendrá el color ni el olor del que amó siendo niño, del que dejó en unas tierras ya lejanas, unas tierras que olían a vida, a esperanza, a amor, a familia, a gente que luchaba unida por mantenerse y prosperar pese al cacique de turno.
Era el olor de los sueños.
Era el aroma del aire golpeando en la cara de un chico, mientras éste volaba en su carro veloz como el viento, desafiando a los demonios y a la muerte en una carrera hacia la libertad.