“¡La cabeza de Peter Morgan en una bandeja!” es el grito subconsciente con el que todos salimos del visionado de Más allá de la vida, puesto que no queremos achacar la culpa de este desastre al bueno de Eastwood, aunque tiene parte de culpa. Pero es que el guionista no ha sabido dar solidez a un guion que podía haber sido sorprendente o, por lo menos, algo más cautivador.

La premisa narrativa es muy típica de ciertas obras de la literatura y de otras películas y series de televisión: el destino hace que el camino de tres protagonistas que tenían un elemento en común se entrecruce. Efectivamente, se nos presenta a Marie, Marcus y George, tres vidas cambiadas, separadas entre sí pero empujadas por una inquietante pregunta: ¿qué hay después de la muerte? Los tres tienen experiencia de la muerte; ver la vida en peligro en un accidente, perder a un hermano o tener la extraña capacidad de comunicarse con el espíritu de los no-vivos.

Qué hay después de la vida es un tema difícil de plantear en una película. Hay que servirse de muchos recursos para hacer que el espectador comparta la vibración de esta pregunta. Pero en este filme el espectador está completamente fuera de la pantalla, observando con desgana cómo el guion sigue el curso de la previsibilidad. Y el final, tras tanta expectativa, está metido con calzador. Este final, precipitado y poco satisfactorio, es la culminación del cambio de los protagonistas. Pero no se trata de arcos de transformación, sino de montañas rusas que no siguen un recorrido razonable.

La falta de acción y de sorpresa hacen que me lamente de que muchos no se hayan dado cuenta de que hay vida antes de la muerte, como dijo un día Punset. Una auténtica lástima.