Entramos a través de esta película en ese bar en el que nada más abrir la puerta te invita a cerrarla e irte. Pero una vez dentro y visto el percal y paisanaje, al menos te quedas interesado por el devenir y fortuna de la fauna que habita este pequeño reducto de las Vegas, lugar usado no solo para expiar las penas mediante alcohol u otras drogas, confesión o terapia de grupo, sino que también para psicoanalizarse de urgencias, para lo cual el bar dispone de su propio rincón con sofá cual chaiselongue de prestigioso psiquiatra.

Los parroquianos son de lo más variopinto si bien todos ellos tienen el denominador común de arrabal social, extramuros del corazón de las Vegas, despojos auto-aparcable en el bar de marras, donde ya se conocen y pueden ser como son, sin diplomacia alguna.

Los hermanos Ross nos introducen en este último día de “Los felices veinte”, en el que los parroquianos van a festejar y licenciar el bar de marras, cierre del local que conlleva el cierre de su pequeña comodidad social. Pero pronto, a bases de copas y abrazos, se olvidan de que viven el último día del local, y se muestran tal y como son en su vida diaria, acostumbrada, normal como cualquier otro día, olvidados de la realidad del devenir del local en el que todos acomodan sus taras, sus problemas y su forma de sobrellevarlos.

El amanecer vuelve a iluminar la realidad.