Mucho se ha dicho sobre que Darren Aronosky abandona totalmente su estilo personal y visual para contar The Westler, y yo no estoy totalmente de acuerdo. El poder visual de sus imágenes sigue aquí presente aunque lo ensucie y mueva con una factura más arquetípica del cine independiente. Y el tema central y universal de su obra está patente en esas heridas del alma que antormentan a todos sus personajes. Las vidas, las decisiones (y aquellas en las que no pueden tomar partido) llegan a dique seco con todos los humanos que pueblan el universo de Aronosky, abocándolos a un mundo solitario y aislado al bordo de la catarsis.

Aquí es un hombre que ya casi no lo es, Randy "The Ram" (Rourke), que sin posibilidad de redención trata de agarrarse a sus últimos recursos vitales: su hija Stephanie y una Stripper, Cassidy. Pero los tres son las puntas de un triángulo en el que ya no queda nada.

Lo de Rourke no es una resurrección. Es una reconstrucción de los hechos. Salvando las diferencias económicas, tal vez su vida y su interior han sido bastante similares a la de Randy, su homólogo, y por eso todos los premios que ha ganado y ganará no se deben a una labor actoral estándar o a un trabajo de creación de personaje, sino a otro valor, también esencial en cuestiones interpretativas: la honestidad a la hora de saber y mostrar lo que uno es y lo que puede ofrecer como artista. Su composición hay que verla para valorar sus agallas y lo desgarrador de Randy "The Ram".

Y las otras puntas del triángulo son Marisa Tomei, que crece película tras película, deja a la Demi Moore de Striptease a la altura del fango (o quince toneladas por debajo) y conmueve y apasiona de nuevo con su dolorosa Cassidy; a la par que Evan Rachel Wood (13, Across the Universe) se afianza como valor futuro seguro, en unos cara a cara con Rourke antológicos y que disparan al corazón de todo espectador.