En Reencarnación encontramos una película tan atípica, distinta y arriesgada que atacarla por sus fallos (que los tiene) y decidirse a ignorarla es un claro error. Porque Reencarnación no se parece en nada a cualquier otro filme americano de esta época, ni siquiera a los más rupturistas proyectos independientes del cine de ese país.

Partiendo de una base de lo más interesante y realizando un depurado trabajo de estilo, el cineasta Jonathan Glazer orquesta un sutil tratado sobre el amor y el enamoramiento partiendo de tonos, planos y enfoques que beben de cineastas tan grandes como Kubrick, por su uso de los espacios, la música, y las interpretaciones de su reparto.

Es cierto que Reencarnación podría haber sido memorable, y no lo es. En su historia hay suficiente interés, en su realización personalidad y en sus intérpretes calidad; pero el guión, que un principio está construido de manera fascinante, deja ver que no sabe hacia dónde va, y sus conclusiones se presentan atropelladas y demasiado fáciles para lo compleja que hasta entonces había sido la historia.

Pero el realismo poético que destila la cinta y, sobre todo, la maestría de su actriz protagonista, una inmensa Nicole Kidman, hacen que sea un placer ver una cinta tan extraña pero a la vez tan sorprendentemente emotiva como Reencarnación. Kidman compone un difícil rol basado en las líneas de pensamiento y los silencios pero a la vez totalmente compacto, y en sus ojos y su delicada figura vemos la trágica historia de amor que en realidad es Reencarnación.