Lo clasificamos como humor absurdo, aún sabiendo que el término se utiliza como algo peyorativo. Damos por hecho que lo racional, el antónimo de lo irregular o extravagante, es por ejemplo: que los bancos o compañías de seguros nos estrangulen con su letra pequeña; que las guerras formen parte del paisaje internacional; que la gente vomite para seguir comiendo; que establezcamos protocolos en la vida sexual de los demás; que se abuse sin empacho de los más débiles; que la gente esté más incomunicada, cuanto mayor sea el número de teléfonos móviles (que aún no habían irrumpido cuando se hizo esta película)...

Cuando los chicos de Los Monty Python nos hacen un repaso, desde la cuna al sepulcro, lo llamamos parodia de la existencia. Pero cuando asistimos como espectadores, o protagonistas, a muchos actos habituales de nuestra propia historia; a poco que sobrevolemos el grupo, o lo vigilemos discretamente tras unas cortinas, seremos conscientes de lo ridículo del comportamiento humano, de la impostura, los ocultamientos, lo camaleónico..., y de como la educación consiste en mentir con más o menos elegancia.

Nadie como estos irreverentes chicos británicos (+ Gillian), para ponernos enfrente de nuestra auténtica imagen, en la que algunos nos reconocemos, a pesar de la distorsión, y otros se descojonan mientras proclaman ufanos:¡qué imaginación la de estos flemáticos ingleses!

De los ocho episodios, todos geniales, todos hilarantes, sobre todo por la naturalidad de los esperpénticos personajes, me quedo con el de los ceremoniosos camareros atendiendo al tragaldabas.
Sin duda, en el género de la comedia cinematográfica, y musical, este atípico conglomerado de situaciones rocambolescas, reúne algunos momentos que ya han pasado a la historia.