En esta época, Hollywood no podía perdonar al completo a una madre soltera. Una madre soltera, por muy buena persona que fuera y muy comprensible que fueran las circunstancias de su pecado, no podía ser básicamente feliz, aunque, en este caso, se encuentra, gracias al hábil y enérgico guion, una manera de dulcificar la situación. Olivia de Havilland, que tenía entonces treinta años y resulta tan creíble cuando tiene que aparentar cincuenta como en los flashbacks con veinte y veintitantos, transmite a la perfección los rasgos básicos de esta dulce pero dinámica sufridora. La historia se narra con una concisión ejemplar, que nos hace perdonar lo artificioso del enredo y el exceso de almíbar de algunos momentos (sobre todo, cuando el amigo británico se pone a hacer de Santa Claus casamentero). La historia avanza al ritmo que tiene que avanzar, retrocede al pasado cuando es debido, da un giro cuando debe girar y concluye y exprime los lacrimales también cuando debe. Todo muy bien medido.