No creo que el cuento original de Cortázar sea una invitación al subjetivismo tan radical como parece ser esta película (lo considero más bien uno de esos juegos de vértigos existenciales típicos de ese escritor). Y sin duda, más allá de ese “nada es verdad ni es mentira” que parece recalcar casi a modo de moraleja la secuencia de los mimos, lo que queda de esta película, tanto en su época como ahora y por encima de consideraciones epistemológicas, es lo cool de personajes y ambientes. Ese fotógrafo de élite, arrogante, tiránico y machista, sí, pero que vive de lo que quiere y como quiere, como un pajarito que bebe y come de donde le apetece. Esas modelos frías e infelices, sí, pero que con su belleza y estilo marcan la pauta del mundo en que viven. Ese espontáneo menage a trois, casi sin pretenderlo, entre fondos de papel del estudio fotográfico. Esas reuniones para la drogadicción, esos conciertos piscodélicos con ruptura de guitarra, ese descapotable reluciente, esa tienda de antigüedades abierta al capricho… No es extraño que nuestra querida Brigada de Antigafapastistas cargue con tanta saña sobre este producto, acusándolo de crímenes tan graves como que “un noventa por ciento de la película no tiene diálogos” (y aún más: ni una explosión en todo el metraje, ni siquiera un triste puñetazo), aunque lo cierto es que dentro del cine de Antonioni, es una de las más movidas y dicharacheras.