Estamos ante la que podía ser una más de las muchas películas corales hechas al itálico modo. La fórmula parecía sencilla: se buscaba un eje narrativo en torno al cual girasen una serie de pequeñas historias, se contrataba un grupo de actores variopintos para papeles muy breves e, incluso, se encargaba la dirección de cada corto a un director diferente, con lo cual casi siempre resultaba una colcha de retazos muy desigual. Sin embargo, Villa Borghese es de las pocas películas corales que se salva de la quema, y se salva porque logra mayor unidad de forma y contenido que muchas obras similares a partir de la selección del parque de Villa Borghese como lugar de la acción y una dirección que bebe de la tradición neorrealista.

El gran parque romano no es solo el telón de fondo contra el cual se desarrolla la acción, sino que se convierte en otro personaje de la película, quizá el más importante. Villa Borghese no es solo paisaje, aunque sus jardines, fuentes, edificios y arquitectura general, le confiere una unidad visual a las historias, magníficamente fotografiadas por Mario Bava. El parque es sobre todo un lugar de encuentro donde confluye toda la fauna social de Roma. Un espacio abierto, democrático si me apuran, donde se cruzan todas las clases y los personajes de una ciudad. Desde las prostitutas hasta los coroneles.

La dirección corre a cargo de Franciolini, que dota a su película del espíritu del cine neorrealista, aunque con un tono más desenfadado y socarrón. Las tragedias no son tan trágicas, el drama cede lugar a la risa y, al final de cada historia, pareciera que siempre hay futuro para los personajes. Sin duda que en esto algo tuvo que ver la presencia en el plató del gran Vittorio De Sica, actor del filme y co-director del mismo, aunque sin acreditación.

En últimas, Villa Borghese es un película pequeña, sin muchas pretensiones, pero que juega bien sus bazas en el caro oficio de entretener, sin más, pero sin menos.